Los inmortales

Manuel Vilas

Fragmento

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Portadilla

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Prólogo

Saavedra

Selene Trips

El último comunista

Ponti

Dublineses

Dos conversaciones y un recuerdo

La lección de anatomía

Las señoritas de Avignon

Una iluminación del oído

Eva

La Nochebuena de 2013

Vírgil

El coche fantástico

La reconquista de Latinoamérica

Capitalismo e inmortalidad

Arcan

Notas

Sobre el autor

Créditos

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Amigos míos, queridos colegas, hombres de ciencia, hombres y mujeres de la verdad, todos nosotros somos profesionales del estudio de la Tierra. A todos nos apasiona el conocimiento científico de lo que fue el Ser Humano, nuestro ilustre y célebre antepasado. Sentimos esa devoción por la raza de los hombres y de las mujeres que habitaron la Tierra antes del Éxodo. Al fin y al cabo, la Tierra fue nuestra casa hace miles de años, el lugar del verbo inteligente. Nos esforzamos en conocer aquella antigüedad que no deja de asombrarnos a cada descubrimiento. Tenéis que estar preparados para lo que vais a leer a continuación. La inmortalidad fue una vieja aspiración quimérica de la raza humana en aquel estadio evolutivo.

Os recuerdo que los hombres y las mujeres morían, es decir, desaparecían de la realidad después de vivir unos pocos años, cantidades de tiempo insignificantes. En ese breve tiempo los seres humanos construían sus vidas, sus matrimonios, sus descendencias, y luego se desintegraban, se destruían, ya no estaban, dejaban de ser. Se enamoraban y luego sucumbían, desaparecían como lágrimas en la lluvia. Y sus vidas se convertían en ficción, o en menos que eso. Inconcebible, pero era así. Era la muerte, ese clásico de nuestros estudios arqueológicos, como bien sabéis, pues sois arqueólogos ilustres.

Si algo desafía a nuestra inteligencia es pensar que alguna vez existieron corazones desbordados, como los nuestros, y que esos corazones tuvieron que renunciar al cultivo de los lujosos atardeceres interestelares. Nuestros placeres son, como bien sabéis, el fruto de las inteligencias sucesivas, y nuestro poder es eterno o inalterable. Poder y placer de los que todos nosotros estamos ungidos. Nuestro resplandor es indestructible e ilimitado. No siempre fue así, aunque parezca imposible, doloroso y turbio. Y, sobre todo, injusto. Sólo la inmortalidad acabó con la injusticia. Hubo un tiempo en que no existía la felicidad. Un tiempo de hierro y de oscuridad. La edad de la comedia y de la risa destructiva. La edad de la muerte y de la nada. La edad del sufrimiento y del castigo. La edad de la deformación, la distorsión y la tortura pactada.

Yo estaba convencido de que esa aspiración a la inmortalidad de la raza humana tenía un componente dramático, religioso y de elevada filosofía idealista desde sus orígenes más remotos y que esa aspiración había alimentado la parte más noble del corazón de los hombres. Y ése es el fundamento teórico de nuestra clásica arqueología terrestre desde antiguo. Nuestra hipótesis a la hora de afrontar la teoría general de la arqueología terrestre siempre fue que los antiguos habitantes de la Tierra tenían la aspiración a la permanencia como utopía y como deseo ferviente, y eso los convertía en seres maravillosos, en dignísimos antepasados nuestros. Eran mortales, pero nobles. Y su deseo de inmortalidad era digno y bueno.

Todos los más remotos documentos históricos, filosóficos y literarios reflexionaban sobre la inmortalidad como aspiración de hondo calado humano, religioso y moral. Y tal certeza fundamentaba nuestros estudios y nos reconciliaba con la edad oscura. El dolor que nace de la conciencia del acabamiento del cuerpo nos conmovía cuando nos enfrentábamos a nuestros arduos estudios arqueológicos. Veíamos, con ternura, a esos seres humanos víctimas de la desaparición o de la muerte; los veíamos con desolada solidaridad. El deseo de permanecer, de no morir, visto en esas criaturas mortales nos iluminaba y nos ayudaba emocionalmente en nuestras reconstrucciones del pasado.

Por eso, este manuscrito encontrado en una reciente y ultimísima exploración terrestre de cuyos detalles tenéis todos los pormenores en la carpeta que os acabo de entregar —allí se explica la localización exacta de las ruinas funerarias en donde fueron halladas estas páginas— debe ser destruido. Este manuscrito incendiario es una siniestra novela, por llamarlo de algún modo, porque más que novela, parece un tratado de terror. Vayamos al grano, este manuscrito se titula Los inmortales. Creíamos saberlo todo, enteramente todo acerca de la vieja aspiración de la especie humana a la permanencia, a la deificación, a la gloria, a la majestad, a la bondad inacabable, hasta leer esto.

Respecto al manuscrito, lo primero que se observa es que no está completo, que lo que nos ha llegado es una mínima parte. Se han perdido demasiadas páginas. Creemos que se trataba de una novela de saga, seguramente un best-seller de la época, que enriquecería miserablemente a su autor. Acordaos del «capitalismo», ese corpus economicista de nuestra vieja arqueología. Muy probablemente, este best-seller fuese llevado al cine. Se contaba la historia de unos cuantos personajes sombríos, sus amores y sus tratos prostibularios con la inmortalidad. Entre ellos, un tal Saavedra, completamente desconocido para nosotros.

No es, en absoluto, una desgracia el que se hayan perdido esas miles de páginas sino una gran suerte. Como veréis, este manuscrito contiene historias de diferentes personajes unidos por el fantasma de la inmortalidad, creo que esto ya lo he dicho. Parece ser que otros entes de ficción de Los inmortales existieron en alguna realidad remota, eso pensamos de los llamados Jerry, Dante, Nefta, Vírgil, Ponti, Pablo, Vin, Corman y Fede; puede que fueran escritores contemporáneos del autor —algunos tal vez fueran pintores—. Imaginamos que serían artistas fracasados.

Respecto a otros personajes, creemos, son ficción pura, como ese sujeto llamado Stalin y otro llamado Hitler, de cuyos nombres no hay noticia alguna en ninguna parte; son, pues, estrafalarias invenciones de un escritor al borde de la locura. Pudiera ser, no obstante, que los nombres de Stalin y Hitler fueran seudónimos

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