Índice
Cubierta
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Partida
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Mazappa
Cubierta C
Una australiana
Cassius
Cuaderno para exámenes: conversaciones oídas
La cala
La sala de turbinas
Capítulo 8
Capítulo 9
El maleficio
Tardes
La señorita Lasqueti
La chica
Capítulo 10
Robos
Capítulo 11
Capítulo 12
Tierra a la vista
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Perreras
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
El corazón de Ramadhin
Capítulo 21
Capítulo 22
Port Said
Dos Violet
Dos corazones
Capítulo 23
Capítulo 24
Cuaderno para exámenes: conversaciones oídas
Capítulo 25
Asuntha
El Mediterráneo
El señor Giggs
Perera, el ciego
¿Cuántos años tienes? ¿Cómo te llamas?
El sastre
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Cuaderno para exámenes: anotación n.º 30
La señorita Lasqueti: segundo retrato
Capítulo 29
Lo escuchado
Capítulo 30
Astillero de desguaces
La llave en la boca
Carta a Cassius
Llegada
Nota del autor
Reconocimientos
Nota de agradecimiento
Notas
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
Para Quintin, Griffin, Kristin y Esta
Para Anthony y para Constance
Y así es como veo el Oriente: siempre desde una pequeña embarcación; ni una luz, ni un movimiento, ningún sonido. Hablábamos en susurros, como temerosos de despertar a la tierra... Todo se concentra en ese momento, el momento en que abrí los ojos, en plena juventud, para verlo. Llegaba allí después de pelearme con el mar.
JOSEPH CONRAD, Juventud
No decía nada. Miraba todo el tiempo por la ventanilla del automóvil. En los asientos delanteros, dos adultos hablaban en voz baja y sin apenas separar los labios. Podría haber escuchado si hubiese querido, pero no se molestaba. Durante un rato, en el trozo de carretera que estaba siempre inundado, oyó el ruido del agua al salir despedida por las ruedas. Entraron en el Fuerte y el coche dejó atrás en silencio el edificio de correos y la torre del reloj. A aquella hora de la noche apenas había tráfico en Colombo. Siguieron por Reclamation Road, pasaron la iglesia de Saint Anthony, y después vio el último de los puestos de comida, todos sin más iluminación que una sola bombilla. Luego entraron en la vasta oscuridad que era el puerto, con una solitaria hilera de luces en la distancia a lo largo del embarcadero. Después se apeó, sin apartarse del calor que despedía el coche.
Oyó ladrar en la oscuridad a los perros sin amo que vivían en los muelles. Casi todo lo que tenía alrededor resultaba invisible, con la excepción de lo que se podía reconocer bajo el resplandor de algunas lámparas de queroseno: estibadores que tiraban de una hilera de carros con equipajes, algunas familias apiñadas. Todo el mundo se encaminaba ya hacia el barco.
Tenía once años aquella noche cuando, todavía completamente in albis acerca del mundo, subió a bordo del primer y único buque de su vida. La impresión era como si a la costa se le hubiera añadido una ciudad, y una ciudad mejor iluminada que cualquier pueblo o aldea. Avanzó por la plancha mirando sólo dónde ponía los pies —no existía nada más allá— y siguió hasta que tuvo delante el puerto a oscuras y el mar. A lo lejos se distinguían las siluetas de otros barcos que comenzaban a encender sus luces. Se quedó allí solo, oliéndolo todo, y luego regresó para abrirse camino entre el ruido y la multitud por el lado del barco que daba a tierra. Un resplandor amarillo sobre la ciudad. Sintió ya que se levantaba una barrera entre él y lo que allí sucedía. Los camareros empezaron a distribuir alimentos y bebidas. Comió varios sándwiches y a continuación bajó a su camarote, se desnudó y se acostó en la estrecha litera. No había dormido nunca bajo una manta, excepto en una ocasión en Nuwara Eliya. Estaba absolutamente despierto. El camarote, situado por debajo del nivel del agua, no tenía ojo de buey. Encontró un interruptor junto a la cama y al apretarlo su cabeza y la almohada quedaron de repente iluminadas por un cono de luz.
No subió a cubierta para una última mirada, ni para despedirse de los parientes que lo habían traído al puerto. Oyó que se cantaba y se imaginó los adioses familiares —primero lentos y después emocionados— que se estaban produciendo en el aire nocturno estremecido. No sé, sigo sin saberlo, por qué eligió la soledad. ¿Acaso se había marchado ya quienquiera que lo había llevado al Oronsay? En las películas, las familias se separan llorando, y el barco se aleja de tierra firme mientras los que se marchan no apartan los ojos de los rostros de los que se quedan hasta que dejan de verse.
Trato ahora de imaginarme quién era aquel chico que había subido al barco. Quizás ni siquiera existía una conciencia