El viaje de Mina

Michael Ondaatje

Fragmento

Indice

Índice

Cubierta

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Partida

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Mazappa

Cubierta C

Una australiana

Cassius

Cuaderno para exámenes: conversaciones oídas

La cala

La sala de turbinas

Capítulo 8

Capítulo 9

El maleficio

Tardes

La señorita Lasqueti

La chica

Capítulo 10

Robos

Capítulo 11

Capítulo 12

Tierra a la vista

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Perreras

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

El corazón de Ramadhin

Capítulo 21

Capítulo 22

Port Said

Dos Violet

Dos corazones

Capítulo 23

Capítulo 24

Cuaderno para exámenes: conversaciones oídas

Capítulo 25

Asuntha

El Mediterráneo

El señor Giggs

Perera, el ciego

¿Cuántos años tienes? ¿Cómo te llamas?

El sastre

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Cuaderno para exámenes: anotación n.º 30

La señorita Lasqueti: segundo retrato

Capítulo 29

Lo escuchado

Capítulo 30

Astillero de desguaces

La llave en la boca

Carta a Cassius

Llegada

Nota del autor

Reconocimientos

Nota de agradecimiento

Notas

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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Para Quintin, Griffin, Kristin y Esta

Para Anthony y para Constance

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Y así es como veo el Oriente: siempre desde una pequeña embarcación; ni una luz, ni un movimiento, ningún sonido. Hablábamos en susurros, como temerosos de despertar a la tierra... Todo se concentra en ese momento, el momento en que abrí los ojos, en plena juventud, para verlo. Llegaba allí después de pelearme con el mar.

 

JOSEPH CONRAD, Juventud

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No decía nada. Miraba todo el tiempo por la ventanilla del automóvil. En los asientos delanteros, dos adultos hablaban en voz baja y sin apenas separar los labios. Podría haber escuchado si hubiese querido, pero no se molestaba. Durante un rato, en el trozo de carretera que estaba siempre inundado, oyó el ruido del agua al salir despedida por las ruedas. Entraron en el Fuerte y el coche dejó atrás en silencio el edificio de correos y la torre del reloj. A aquella hora de la noche apenas había tráfico en Colombo. Siguieron por Reclamation Road, pasaron la iglesia de Saint Anthony, y después vio el último de los puestos de comida, todos sin más iluminación que una sola bombilla. Luego entraron en la vasta oscuridad que era el puerto, con una solitaria hilera de luces en la distancia a lo largo del embarcadero. Después se apeó, sin apartarse del calor que despedía el coche.

Oyó ladrar en la oscuridad a los perros sin amo que vivían en los muelles. Casi todo lo que tenía alrededor resultaba invisible, con la excepción de lo que se podía reconocer bajo el resplandor de algunas lámparas de queroseno: estibadores que tiraban de una hilera de carros con equipajes, algunas familias apiñadas. Todo el mundo se encaminaba ya hacia el barco.

Tenía once años aquella noche cuando, todavía completamente in albis acerca del mundo, subió a bordo del primer y único buque de su vida. La impresión era como si a la costa se le hubiera añadido una ciudad, y una ciudad mejor iluminada que cualquier pueblo o aldea. Avanzó por la plancha mirando sólo dónde ponía los pies —no existía nada más allá— y siguió hasta que tuvo delante el puerto a oscuras y el mar. A lo lejos se distinguían las siluetas de otros barcos que comenzaban a encender sus luces. Se quedó allí solo, oliéndolo todo, y luego regresó para abrirse camino entre el ruido y la multitud por el lado del barco que daba a tierra. Un resplandor amarillo sobre la ciudad. Sintió ya que se levantaba una barrera entre él y lo que allí sucedía. Los camareros empezaron a distribuir alimentos y bebidas. Comió varios sándwiches y a continuación bajó a su camarote, se desnudó y se acostó en la estrecha litera. No había dormido nunca bajo una manta, excepto en una ocasión en Nuwara Eliya. Estaba absolutamente despierto. El camarote, situado por debajo del nivel del agua, no tenía ojo de buey. Encontró un interruptor junto a la cama y al apretarlo su cabeza y la almohada quedaron de repente iluminadas por un cono de luz.

No subió a cubierta para una última mirada, ni para despedirse de los parientes que lo habían traído al puerto. Oyó que se cantaba y se imaginó los adioses familiares —primero lentos y después emocionados— que se estaban produciendo en el aire nocturno estremecido. No sé, sigo sin saberlo, por qué eligió la soledad. ¿Acaso se había marchado ya quienquiera que lo había llevado al Oronsay? En las películas, las familias se separan llorando, y el barco se aleja de tierra firme mientras los que se marchan no apartan los ojos de los rostros de los que se quedan hasta que dejan de verse.

Trato ahora de imaginarme quién era aquel chico que había subido al barco. Quizás ni siquiera existía una conciencia

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