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Permanecer en las redacciones es peligroso
Técnicas ocultas de la entrevista
Chica corriendo tras escritor
De cómo entrar (después) en una foto
Las canas de la cebra
—No soy yo, señorita. —¿Seguro que no es usted?
Jóvenes de ojos viejos
Un periodista ¿puede inventar?
Informar para ser libres
Ciegos a la fealdad
Crear alegra
Escucha con tus ojos
Los que tienen amigos son los periódicos
El tiempo no descansa, ni se gasta, ni se acaba
La vanidad como tinta
No nos van a dejar nada
Horas de 71 minutos
Cruzar es el destino
Aprender es algo raro
El reparto de los adjetivos
Corriendo hacia el dragón
El «entonces» como síntoma
Los secretos hacen lo que les da la gana
Noestardeacuerdo con el director y consecuencias
Si un redactor se sienta
El tiempo en los periódicos corre el doble y envejece el triple
Reparto, por orden de aparición
Notas
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
Permanecer en las redacciones es peligroso
La Crónica del Siglo. 28 de septiembre del año VI de la dirección de Picasso
Ese joven escurrido sobre el sofá como una gabardina vieja lleva ya un buen rato sin que nadie le haga caso, pero no parece importarle. Al contrario. Sus ojos sonríen como quien al fin ha llegado a alguna parte. Y así es, ha llegado al antedespacho de Picasso, en La Crónica del Siglo, y ésa es para él una conquista. Ha llegado al lugar en el que se libra la guerra de su tiempo. Más aún, donde, en el año seis desde que Picasso fue nombrado director, se va ganando.
Aunque nadie diría que allí se libra tan siquiera un asalto. El sofá sobre el que el joven se escurre cruzando un tobillo sobre una rodilla es de diseño, en las paredes cuelgan viejas portadas del periódico con héroes, lágrimas o muchedumbres entusiastas que ahora son historia, si no arqueología, y a lo lejos se oyen las voces bajas de un grupo de secretarias que no parecen agobiadas por nada ni por nadie, y menos por el tiempo, que es la sustancia de esta guerra.
Y sin embargo, el joven está a punto de levitar, como cuando le faltaba un centímetro para llegar por primera vez a los labios con sabor a menta de una chica de trenza negra, un día que se escaparon del colegio, en cuarto de bachillerato, o cuando se tiró por primera vez a un abismo colgado de un ala delta, y ésta colgando del aire. Algo que, por cierto, ya casi no hace.
Aunque andará por los treinta, tiene un aspecto un tanto hambriento de universitario que no come bien y, sobre todo, parece medio disfrazado con una corbata a rayas grises y vino tinto y una chaqueta de tweed de espinilla de pescado, de otra época, que ese 28 de septiembre le hace sudar. Se maldice por llevarla. Nadie parece usar corbata en ese periódico e incluso las secretarias van vestidas con vaqueros, bien es verdad que vaqueros de los que llevan incorporado un tratamiento antiarrugas. Como la que le recogió en la portería. «Hola, soy Almudena», le dijo como si fuese una fiesta, y en lugar de darle la mano le dio un par de besos como se hace en Madrid hasta con los traficantes de armas.
Luego, ya en la planta noble de La Crónica, le acompañó hasta la salita con portadas de más de un siglo, enmarcadas como certificados de limpieza de sangre, le preguntó si quería un café, un periódico, y le dejó allí, depositado sobre el sofá y dirigiéndole una última sonrisa que —Daniel ya tiene edad para saberlo—, no es una sonrisa. Sobre él, la portada del periódico dando cuenta del hundimiento del Maine, con la que empezó la guerra de Cuba, le da a la sala un aire de museo. Sin embargo, huele vagamente a pintura, como si fuese un museo recién inaugurado. Y aunque nadie ha vuelto siquiera a mirarle, a Daniel no le importa. Casi se lo está pasando bien. Pues más que estar ahí, en La Crónica del Siglo, esperando a ser recibido nada menos que por Picasso, disfruta como en una piscina al final de un desierto con no estar ya allí.
Allí: la Rápido Press o la agencia de noticias en la que se vende periodismo que llaman rápido pero es simplemente mezquino, y donde ha pasado sus primeros seis años en la profesión. Una oficina con la pintura vieja y la capacidad de provocar un ahogo inversamente proporcional a sus escasos ciento ochenta y nueve metros cuadrados: una vez los midieron, en el turno de noche, con cuartas de la mano, como prisioneros midiendo el calabozo, por pura desesperación.
Aunque tiene un aspecto dinámico, con recepcionista perfumada y ruidos de faxes y teléfonos a lo lejos, la Rápido Press viene a ser un tenderete en el que se venden noticias como se podrían vender boquerones en vinagre, gobernado por un beato y un fornicador. El beato para proclamar que el periodismo es una vocación y por tanto «no tiene horarios ni obedece a los sindicatos»: un dogma muy práctico para que los periodistas trabajen sin pedir horas extra, las horas extra son una ordinariez de la gente sin vocación que trabaja para comer. Y el fornicador, jefe de reportajes, conocido como el Pez, para demostrar que quien logra venderles fotos a las revistas y películas a las televisiones, aunque tenga caspa y le huela el aliento, quien logra colocar fotos y películas pone la mano sobre más culos que nadie.
En sus años en la Rápido, y consternado por la experiencia de perseguir fantasmas de noticia —ruedas de prensa sin preguntas, premios a libros y películas encargados por publicistas, amoríos que no lo eran de actrices y actores que tampoco lo eran, y así—, Daniel ha aprendido unas cuantas cosas que tal vez sean sólo una:
PERMANECER EN LAS REDACCIONES ES PELIGROSO.
Eso, al menos, es lo que ha esc