Manual para mujeres de la limpieza

Lucia Berlin

Fragmento

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Prólogo. La historia es lo que cuenta

Por Lydia Davis

 

 

 

 

Las historias de Lucia Berlin son eléctricas, vibran y chisporrotean como unos cables pelados al tocarse. Y la mente del lector, seducida, fascinada, recibe la descarga, las sinapsis se disparan. Así nos gusta estar cuando leemos: con el cerebro en funcionamiento, sintiendo latir el corazón.

Parte de la chispa de la prosa de Lucia está en el ritmo: a veces fluido y tranquilo, equilibrado, espontáneo y fácil; y a veces entrecortado, telegráfico, veloz. Parte está en su concreción al nombrar las cosas: Piggly Wiggly (un supermercado), Maravilla de Frijoles con Salchichas (una extraña creación culinaria), medias Big Mama (una manera de insinuar la corpulencia de la narradora). Está en el diálogo. ¿Qué son esas exclamaciones? «Por los clavos de Cristo.» «¡Y a mí que me zurzan!» La caracterización: la jefa de las telefonistas de la centralita dice que sabe cuándo se acerca el final de la jornada por el comportamiento de Thelma: «Se te tuerce la peluca y empiezas a decir groserías».

Y luego está la lengua en sí, palabra por palabra. Lucia Berlin siempre está escuchando, oyendo. Palpamos su sensibilidad a los sonidos del lenguaje, y saboreamos también el ritmo de las sílabas, o la perfecta coincidencia entre sonido y significado. Una telefonista enfadada se mueve «tratando sus cosas a porrazos y bofetadas». En otra historia, Berlin evoca los graznidos de los «cuervos desgarbados, chillones». En una carta que me escribió desde Colorado en 2000, «Ramas cargadas de nieve se quiebran y crujen sobre mi tejado, y el viento estremece las paredes. Acogedor, sin embargo, como estar en un barco recio, una gabarra o un remolcador».

 

 

Sus historias también están llenas de sorpresas: frases inesperadas, observaciones sagaces, giros imprevistos en el curso de los acontecimientos, humor... Como en «Hasta la vista», donde la narradora, que está viviendo en México y habla sobre todo en español, comenta con un poso de tristeza: «Por supuesto que aquí también soy yo misma, y tengo una nueva familia, nuevos gatos, nuevas bromas... pero sigo tratando de recordar quién era en inglés».

En «Panteón de Dolores», la narradora, de niña, debe lidiar con una madre difícil (como sucederá en varios relatos más):

 

Una noche, después de que se marchara Byron, mi madre entró al cuarto donde dormíamos las dos. Siguió bebiendo y llorando y garabateando, literalmente garabateando, en su diario.

—Eh, ¿estás bien? —le pregunté al fin, y me dio una bofetada.

 

En «Querida Conchi», la narradora es una universitaria mordaz, inteligente:

 

Mi compañera de habitación, Ella [...]. Ojalá nos lleváramos mejor. Su madre le manda compresas por correo desde Oklahoma todos los meses. Estudia arte dramático. Por favor, ¿cómo va a interpretar a Lady Macbeth si hace aspavientos por un poco de sangre?

 

O quizá la sorpresa surja de un símil. Y sus historias abundan en símiles.

En «Manual para mujeres de la limpieza», escribe: «Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue».

Salta directamente a otra comparación, más sorprendente aún: «Él era como el vertedero de Berkeley».

Y es tan lírica describiendo un vertedero (sea en Berkeley o en Chile) como al describir un prado de flores silvestres:

 

Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.

 

Anclando siempre las historias en un mundo real y tangible hallamos esa misma imaginería concreta, física: los camiones «retumban», el polvo sale en «vaharadas». A veces se trata de imágenes bellas, otras veces no son bellas pero sí intensamente palpables: experimentamos cada uno de los relatos no solo con el intelecto y el corazón, sino también a través de los sentidos. El olor de la profesora de Historia, su sudor y su ropa enmohecida, en «Buenos y malos». O, en otro cuento, «el asfalto se hundía bajo mis pies [...] olor a polvo y salvia». Las grullas levantan el vuelo «con el rumor de una baraja de naipes». «Polvo de caliche y adelfas.» Los «girasoles silvestres y hierba morada» en otra de las historias; y unos álamos plantados años atrás, en tiempos mejores, crecen entre las chabolas del arrabal. Lucia siempre observaba, aunque fuera desde una ventana (cuando empezó a costarle moverse): en esa misma carta que me escribió en el año 2000, las urracas «caen como bombas» sobre la pulpa de la manzana: «rápidos destellos de cobalto y negro contra la nieve».

Una descripción puede arrancar con notas románticas —«la parroquia de Veracruz, palmeras, farolillos a la luz de la luna»—, pero el romanticismo queda truncado, como en la vida real, por el detalle realista flaubertiano, gracias a su afinada observación: «perros y gatos entre los zapatos relucientes de la gente que baila». La capacidad de una escritora para plasmar el mundo resulta más evidente aún cuando su mirada abarca lo cotidiano junto a lo extraordinario, la vulgaridad y la fealdad junto a la belleza.

Lucia —o, más concretamente, una de sus narradoras— atribuye a su madre ese talento para observar:

 

Hemos recordado tus bromas y tu forma de mirar, sin que nunca se te escapara nada. Eso nos lo diste. La mirada.

No el don de escuchar, en cambio. Nos concedías cinco minutos, quizá, para explicarte algo, y luego decías: «Basta».

 

La madre se quedaba en su habitación bebiendo. El abuelo se quedaba en su habitación bebiendo. La niña, desde el porche donde dormía, los oía beber por separado, cada uno con su botella. En la historia, pero quizá también en la realidad; o la historia es una exageración de la realidad, percibida con tanta agudeza, y tan divertida, que a pesar de sentir dolor, hallamos ese placer paradójico en el modo en que está contada, y el placer supera el dolor.

 

 

Lucia Berlin basó muchos de sus relatos en sucesos de su propia vida. Uno de sus hijos dijo, después de que muriera: «Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco».

Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de esa modalidad literaria que en Francia se denominó «autoficción», la narración de la propia vida, tomada sin modificar apenas la realidad, seleccionada y narrada con criterio y vocación artística, creo que es eso, o una versión de eso, lo que Lucia Berlin ha hecho desde el principio, ya en la década de 1960. Su hijo luego añadió: «Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando poco a poco, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta».

Por supuesto que en aras del equilibrio, o del color, cambiaba lo que creía oportuno al dotar de forma sus relatos: detalles de los sucesos y las descripciones, la cronología. Reconocía su tendencia a exagerar. Una de sus narradoras dice: «Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento».

Inventaba, desde luego. Alastair Johnston, sin ir más lejos, editor de una de sus primeras antologías, relata la siguiente conversación: «Me encanta esta descripción de tu tía en el aeropuerto, cuando dices que te hundiste en su corpachón como en una poltrona». Lucia contestó: «La verdad es... que nadie vino a buscarme. Se me ocurrió esa imagen el otro día y, como estaba escribiendo este relato, la encajé ahí». Algunas de sus historias, de hecho, eran inventadas de principio a fin, como ella misma explica en una entrevista. Uno no podía pensar que la conocía solo por haber leído sus relatos.

 

 

Tuvo una vida intensa y agitada, de la que extrajo un material pintoresco, dramático y variado para sus relatos. Vivió con su familia en distintos lugares durante la infancia y la juventud, al dictado de las obligaciones de su padre: sus puestos de trabajo cuando Lucia era pequeña, luego su marcha al frente durante la Segunda Guerra Mundial, y de nuevo su empleo cuando volvió de la guerra. Así, Lucia nació en Alaska y pasó sus primeros años en asentamientos mineros en el oeste de Estados Unidos; luego vivió con la familia de su madre en El Paso, durante la ausencia de su padre; después la trasladaron a Chile, a un estilo de vida muy diferente, de riqueza y privilegios, que se plasma en sus historias sobre una chica adolescente en Santiago, sobre el colegio católico donde estudió, sobre la agitación política, clubes náuticos, modistas, arrabales, revolución. De adulta siguió llevando una vida agitada, geográficamente: vivió en México, Arizona, Nuevo México, Nueva York... Uno de sus hijos recuerda que de niño se mudaban más o menos cada nueve meses. Más adelante se instaló en Boulder, Colorado, donde se dedicó a dar clases, y por último se trasladó más cerca de sus hijos, a Los Ángeles.

Escribe sobre sus hijos —tuvo cuatro— y los distintos trabajos que desempeñó para sacarlos adelante, a menudo sola. O, más bien, escribe acerca de una mujer con cuatro hijos, con trabajos similares a los que ella hacía: mujer de la limpieza, enfermera en Urgencias, recepcionista en hospitales, telefonista en la centralita de un hospital, profesora.

Vivió en tantos sitios, pasó por tantas experiencias que bastarían para llenar varias vidas. La mayoría de nosotros hemos conocido en carne propia cosas parecidas, al menos en parte: hijos con problemas, o malos tratos en la infancia, o una apasionada historia de amor, batallas contra la adicción, una enfermedad delicada o una discapacidad, un vínculo inesperado con un hermano, o un trabajo tedioso, compañeros de trabajo difíciles, un jefe exigente, o un amigo falso, por no mencionar el asombro ante la presencia del mundo natural: ganado hundido hasta la canilla en las flores escarlatas del pincel indio, un prado de bonetes azules, una violeta de damasco que crece en el callejón detrás de un hospital. Porque hemos pasado por algunas de esas experiencias, o hemos vivido otras parecidas, nos dejamos llevar por ella sin apartarnos de su lado.

 

 

Realmente suceden cosas en los relatos: a alguien le arrancan de una sola vez todos los dientes de la boca; una niña acaba expulsada del colegio por golpear a una monja; un viejo muere en una cabaña en lo alto de una montaña, y sus cabras y su perro mueren también acurrucados a su lado en la cama; despiden a la profesora de historia de los jerséis mohosos por ser comunista: «... no hizo falta más. Tres palabras a mi padre. La despidieron ese mismo fin de semana y nunca volvimos a verla».

¿Será por eso por lo que resulta casi imposible abandonar una historia de Lucia Berlin una vez empiezas? ¿Será porque no dejan de suceder cosas? ¿Será también por la voz que narra, tan atrayente, tan cercana? ¿Junto con la economía, el ritmo, las imágenes, la lucidez? Estas historias te hacen olvidar lo que estabas haciendo, dónde estás, incluso quién eres.

«Esperen —empieza un relato—. Déjenme explicar...». Es una voz próxima a la de Lucia, aunque nunca idéntica. Su ingenio y su ironía fluyen a lo largo de sus historias, como también se desbordan en sus cartas: «Está tomando la medicación —me explicó una vez, en 2002, acerca de una amiga—, ¡y vaya diferencia! ¿Qué hacía la gente antes del Prozac? Apalear a los caballos, supongo».

Apalear a los caballos. ¿De dónde sacaba esas cosas? Quizá el pasado seguía tan vivo para ella como lo estaban otras culturas, otras lenguas, la política, las flaquezas humanas; su abanico de referencias es tan rico, e incluso exótico, que las telefonistas de la centralita se inclinan hacia los clavijeros como lecheras al ordeñar sus vacas; o una amiga abre la puerta con «su pelo negro [...] recogido con rulos metálicos, como un tocado de kabuki».

El pasado... Leí este pasaje de «Hasta la vista» varias veces, con fruición, con asombro, antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo Lucia.

 

Una noche hacía un frío espantoso, Ben y Keith estaban durmiendo conmigo, con los monos de la nieve puestos. Los postigos batían con el viento, postigos tan viejos como Herman Melville. Era domingo, así que no había coches. Abajo en las calles pasaba el fabricante de velas, con un carro tirado por un caballo. Clop, clop. La gélida aguanieve siseaba contra las ventanas, y Max llamó. Hola, dijo. Estoy abajo en la esquina, en una cabina de teléfono.

Llegó con rosas, una botella de brandy y cuatro billetes para Acapulco. Desperté a los chicos y nos fuimos.

 

Entonces vivían en la parte baja de Manhattan, en una época en que la calefacción se apagaba al final de la jornada laboral, si vivías en un desván de alguno de los talleres o las fábricas de la zona. Tal vez los postigos realmente fueran tan viejos como Herman Melville, porque en algunas zonas de Manhattan había edificios industriales construidos en 1860; todavía los hay, pero menos. Aunque podría ser que estuviera exagerando otra vez: una bella exageración, en tal caso, un bello floreo. Luego sigue: «Era domingo, así que no había coches». La frase sonaba realista, así que a continuación el fabricante de velas y el carro tirado por un caballo me despistaron; lo creí y lo acepté, y solo después de volver a leerlo pensé que Lucia debía de haber saltado hacia atrás sin esfuerzo a la época de Melville, nuevamente. También el «clop, clop» es un rasgo muy suyo: sin desperdiciar palabras, añadir un detalle en su forma más esencial. El siseo del aguanieve me metió allí dentro, entre aquellas paredes, y luego la acción se aceleraba y de pronto estábamos camino a Acapulco.

Es una escritura trepidante.

Otro relato empieza con una de esas frases declarativas y directas que fácilmente imagino sacada de la propia vida de Berlin: «Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace. Por eso los ignoro cuando llaman por el interfono». Me recuerda a las historias de William Carlos Williams cuando escribía como el médico de familia que era: sin rodeos, con franqueza, exponiendo en detalle las patologías y el tratamiento, la objetividad de sus explicaciones. Más aún que en Williams, Lucia veía en Chéjov (otro médico) un modelo y un maestro. De hecho, en una carta a Stephen Emerson afirma que lo que da vida al trabajo de ambos es ese desapego clínico, combinado con la compasión. Luego destaca también el uso que ambos hacen del detalle específico y su economía: «No se escriben palabras de más». Desapego, compasión, detalle específico, economía: parece que estamos en camino de identificar algunos de los rasgos más importantes de la buena escritura. Y aun así, siempre hay un poco más que decir.

 

 

¿Cómo lo consigue ella? Quizá porque nunca sabemos muy bien qué viene a continuación. Nada es previsible. Y aun así a la vez todo es sumamente natural, verosímil, fiel a nuestras expectativas psicológicas y emocionales.

Al final de «Doctor H. A. Moynihan», la madre parece enternecerse un poco con su padre, un viejo alcohólico, cruel e intolerante: «Ha hecho un buen trabajo —dijo mi madre». Estamos a punto de terminar la historia, y pensamos (adiestrados por años de experiencia leyendo historias) que ahora la madre transigirá, que una familia problemática puede reconciliarse, al menos por un tiempo. Sin embargo, cuando la hija le pregunta: «Ya no le odias, ¿a que no, mamá?», la respuesta, de una honestidad descarnada y en cierto modo satisfactoria, es: «Ah, sí... No te quepa duda».

Berlin es implacable, no se anda con contemplaciones, y aun así la brutalidad de la vida siempre queda atenuada por su compasión ante la fragilidad humana, por la inteligencia y la agudeza de esa voz narrativa, y su fino sentido del humor.

En un cuento titulado «Silencio», la narradora dice: «No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas». (Aunque algunas cosas, añade, simplemente no tenían nada de divertido.)

A veces es humor de grano grueso, como en «Atracción sexual», donde la bonita prima Bella Lynn toma un avión con la ilusión de hacer carrera en Hollywood, y lleva un sujetador hinchable para realzar el busto; pero cuando el avión alcanza la altitud de crucero, el sujetador explota.

Normalmente el humor es más sutil, una parte natural de la conversación narrativa; como cuando habla de la dificultad de comprar bebidas alcohólicas en Boulder: «Las licorerías son pesadillas mastodónticas del tamaño de unos grandes almacenes. Podrías morir de delírium trémens antes de encontrar el pasillo del Jim Beam». A continuación nos informa de que «la mejor ciudad es Albuquerque, donde las licorerías disponen de ventanillas para comprar desde el coche, así que ni siquiera te has de quitar el pijama».

Como en la vida misma, en medio de la tragedia puede aparecer la nota cómica: la hermana menor, que se está muriendo de cáncer, se lamenta: «¡Nunca volveré a ver un burro!». Y aunque al final las dos hermanas no pueden parar de reír, esa conmovedora exclamación hace mella. La muerte ha cobrado inmediatez: no más burros, no más de tantas otras cosas.

 

 

¿Adquirió esa fantástica habilidad para contar una historia de los cuentistas con los que se crió? ¿O siempre se sintió atraída por las personas que contaban historias, las buscó, aprendió de ellas? Ambas cosas, sin duda. Lucia estaba dotada de un talento natural para la forma, la estructura de un relato. ¿Natural? A lo que me refiero es a que cualquiera de sus relatos posee una estructura equilibrada, sólida, y aun así crea una poderosa ilusión de naturalidad al pasar de un tema a otro, o, en algunos casos, del presente al pasado. Incluso dentro de una misma frase, como a continuación:

 

Seguí trabajando mecánicamente frente a mi escritorio, contestando llamadas, pidiendo oxígeno y técnicos de laboratorio, mientras me dejaba arrastrar por cálidas olas de sauce blanco, enredaderas de caracolillo y charcas de truchas. Las poleas y los volquetes de la mina por la noche, después de las primeras nieves. El cielo estrellado como el encaje de la reina Ana.

 

Sobre el desarrollo de sus relatos, Alastair Johnston explica sagazmente: «La escritura de Lucia Berlin era catártica, pero en lugar de desembocar en una epifanía, opta por evocar el punto culminante de una manera más circunspecta, dejar que el lector lo intuya. Como dijo Gloria Frym en American Book Review, “lo soslayaba, lo eludía, de modo que el momento se revelara por sí mismo”».

Y luego, sus finales. En tantas de sus historias, zas, el final llega de golpe, sorprendente y aun así inevitable, el desenlace orgánico del material narrativo. En «Mamá», la hermana más joven encuentra el modo de reconciliarse, al fin, con la madre difícil, pero las últimas palabras de la hermana mayor, la narradora —hablando ya consigo misma, o con nosotros—, nos toman desprevenidos. «Yo... no tengo compasión».

 

 

¿Cuál era el germen de una historia, en el caso de Lucia Berlin? Johnston ofrece una posible respuesta: «Partía de algo tan simple como la línea de una mandíbula, o una mimosa amarilla». Ella misma añadió: «Pero la imagen ha de conectar con una experiencia intensa concreta». En una carta a August Kleinzahler, describe cómo sigue adelante a partir de ahí: «De pronto despego, y entonces es simplemente como escribirte a ti ahora, solo que más legible...». Una parte de su mente, al mismo tiempo, debe mantener siempre el control sobre la forma y la secuencia de la historia, y sobre el desenlace.

Lucia decía que la historia debía ser real, sea cual fuera el sentido que eso tuviera para ella. Creo que se refería a que no fuera artificiosa, ni trivial, ni superflua: debía salir de dentro, tener peso emocional. A un alumno suyo le comentó que la historia que había escrito era demasiado ingeniosa: no trates de ser ingenioso, le dijo. En una ocasión Lucia compuso en una linotipia uno de sus propios relatos y después de tres días de trabajo volvió a fundir los moldes, porque la historia, dijo, era «falsa».

 

 

¿Y qué hay de la dificultad del material (real)?

«Silencio» es un relato en el que Lucia habla de algunos de los mismos sucesos reales que también le menciona brevemente a Kleinzahler, en una especie de taquigrafía torturada: «Lucha con Esperanza devastadora». En el relato, el tío de la narradora, John, que es alcohólico, conduce borracho con su sobrina en la camioneta. Arrolla a un niño y a un perro, y el perro queda malherido, pero no se detiene a socorrerlos. Lucia Berlin le dice a Kleinzahler, a propósito del incidente: «La desilusión cuando arrolló al chico y al perro para mí fue Espantosa». En el relato, al trasladar esa vivencia a la ficción, ese incidente y ese dolor son los mismos, pero sesgados por cierta intención subyacente. La narradora conoce a John en otro momento de la vida, cuando está felizmente casado y es un hombre afable, cordial, y que ya no bebe. Sus últimas palabras, en el relato, son: «Por supuesto a esas alturas yo ya había comprendido todas las razones por las que no pudo parar la camioneta, porque para entonces era alcohólica».

Sobre cómo abordar el material difícil, Lucia comenta: «De algún modo debe producirse una mínima alteración de la realidad. Una transformación, no una distorsión de la verdad. El relato mismo deviene la verdad, no solo para quien escribe, también para quien lee. En cualquier texto bien escrito lo que nos emociona no es identificarnos con una situación, sino reconocer esa verdad».

Una transformación, no una distorsión de la verdad.

 

 

Hace más de treinta años que sigo la obra de Lucia Berlin, desde que compré el fino volumen color crema de tapa blanda que publicó Turtle Island en 1981 con el título Angel’s Laundromat. Cuando apareció su tercera antología ya había tenido la ocasión de conocerla personalmente, a cierta distancia, aunque no recuerdo cómo. En la página de guarda del precioso Safe & Sound (Poltroon Press, 1988) conservo su dedicatoria. Nunca llegamos a encontrarnos cara a cara.

Con el tiempo sus publicaciones salieron del mundo de las pequeñas editoriales para entrar en el mundo de las editoriales medianas, primero con Black Sparrow y más adelante Godine. Una de sus colecciones ganó el American Book Award, pero aun con ese reconocimiento seguía sin encontrar el amplio público lector que a esas alturas merecía.

 

 

Siempre me había quedado la idea de que en otro relato suyo aparecía una madre con sus hijos recogiendo los primeros espárragos silvestres de la primavera, pero por ahora solo la he encontrado en otra carta que me escribió en el año 2000. Previamente yo le había enviado una descripción que hace Proust de los espárragos. Ella contestaba así:

 

Los únicos que he visto son los silvestres, finos y verdes como lápices de colores. En Nuevo México, cuando vivíamos a las afueras de Albuquerque, cerca del río. Un día de primavera aparecían de pronto entre la maleza de la alameda. De un palmo más o menos, la altura ideal para cortarlos. Mis cuatro hijos y yo recogíamos docenas, mientras la abuela Price y sus chicos hacían una batida río abajo, y los Waggoner río arriba. Al parecer nadie los veía cuando empezaban a despuntar, solo cuando los brotes alcanzaban la altura perfecta. Uno de los niños venía corriendo y gritaba: «¡Espárragos!», justo en el mismo momento que alguien debía de dar la voz de aviso en casa de los Price y de los Waggoner.

 

Siempre he tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano suben, como la nata montada, y acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe: se hablará de su obra, se les citará, se comentarán en clase, se llevarán a escena, al cine, se les pondrá música a sus textos, se recogerán en antologías. Quizá con el presente volumen Lucia Berlin empiece a recibir la atención que merece.

 

 

Podría citar casi cualquier fragmento de cualquiera de las historias de Lucia Berlin, por pura contemplación, por puro goce, pero aquí va un último predilecto:

 

¿Qué es el matrimonio, a fin de cuentas? Nunca lo he sabido muy bien. Y ahora es la muerte lo que no entiendo.

L. B.

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Introducción

Por Stephen Emerson

 

 

 

Los pájaros se comieron todas las semillas de malvarrosa y delfinio que planté... Sentados ahí en fila, como en la barra de una cantina.

 

Carta a mí, 21 de mayo de 1995

 

 

Lucia Berlin fue la amiga más íntima que he tenido. También fue una de las escritoras más insignes con quien me he topado.

De eso último quiero hablar aquí. Su extraordinaria vida —llena de color, de aflicciones, y del heroísmo que demostró especialmente en su cruenta batalla contra el alcohol— se evoca en la nota biográfica del final.

 

 

La escritura de Lucia tiene nervio. Cuando pienso en ella, a veces imagino a un maestro de la percusión tras una batería enorme, tocando con ambas manos indistintamente una serie de tambores, tom-toms y platillos, mientras controla los pedales con los dos pies.

No es que su obra sea percusiva, es solo que pasan muchas cosas a la vez.

La prosa se abre camino a zarpazos en el papel. Desborda vitalidad. Revela.

Un curioso cochecito eléctrico, alrededor de 1950: «Parecía un coche cualquiera, salvo porque era muy alto y corto, como un coche estampado contra una pared en una tira cómica. Un coche con los pelos de punta».

En otro lugar, delante de la Lavandería Ángel, frecuentada por viajeros de paso:

 

Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres se quedan en el coche bebiendo, descamisados.

 

Y la madre (ah, la madre):

 

Siempre te vestías con esmero. Liguero. Medias con costura. Una combinación de raso salmón que dejabas asomar un poco a propósito, solo para que aquellos campesinos supieran que la llevabas. Un vestido de gasa con hombreras, un broche con brillantes diminutos. Y tu abrigo. Aunque solo tenía cinco años, ya me daba cuenta de que era un abrigo viejo y raído. Granate, los bolsillos manchados y percudidos, los puños deshilachados.

 

Si un rasgo caracteriza su obra, es la alegría. Un bien precioso, más escaso de lo que cabría esperar. Balzac, Isaak Bábel, García Márquez acuden a la mente.

Cuando la ficción en prosa es tan expansiva como la de Lucia, se convierte en una celebración del mundo. A lo largo de la obra, se desprende una alegría que ilumina el mundo. Constata la efervescencia irrefrenable de la vida: humanidad, lugares, comida, olores, colorido, lenguaje. El mundo visto en su perpetuo movimiento, en su inclinación a la sorpresa e incluso al goce.

Va más allá de si el autor es o no pesimista, si los sucesos o emociones evocados son alegres. La tangibilidad de lo que se nos muestra es una afirmación rotunda:

 

La gente en los coches de alrededor comía cosas jugosas. Sandías, granadas, plátanos amoratados. Las botellas de cerveza espurreaban los techos, la espuma se derramaba por los laterales de los coches. [...] Tengo hambre, gimoteé.

La señora Snowden había previsto eso. Su mano enguantada me pasó unos hojaldres de higo envueltos en un kleenex que olía a talco. El hojaldre se expandió en mi boca como las flores japonesas.

 

A propósito de esa «alegría»: no, no es omnipresente. Sí, hay historias de una crudeza sin paliativos. A lo que apunto es al poso que dejan.

En «Perdidos», pongamos por caso. El final es tan conmovedor como una balada de Janis Joplin. La chica adicta, delatada por un amante inútil que es el cocinero y supervisor en el centro de desintoxicación, ha intentado seguir el programa, ha ido a las sesiones de grupo, ha sido buena. Y entonces huye. En una camioneta, con un viejo gaffer de un equipo de rodaje, se dirige a la ciudad.

 

Llegamos a lo alto de la loma, con el ancho valle y el río Grande a nuestros pies, la sierra de Sandía preciosa de fondo.

—Verá, jefe, lo que necesito es dinero para comprar el billete de vuelta a Baton Rouge. Son unos sesenta dólares. Si no le va mal, ¿me los podría dar?

—Tranquila. Tú necesitas un billete. Yo necesito un trago. Todo se andará.

 

También como una balada de Janis Joplin, el final tiene cadencia.

 

 

Por supuesto, al mismo tiempo, un humor desenfrenado anima la obra de Lucia. Al tema de la alegría, le es afín.

Ejemplo: el humor de «502», en el que se relata un episodio de alcohol al volante... sin que haya nadie al volante. (La conductora está dormida en su casa, borracha, cuando el coche aparcado echa a rodar calle abajo.) Un colega borracho, Mo, dice: «Gracias a Dios que no iba usted dentro, hermana [...] Lo primero que hice fue abrir la puerta del coche y dije: “¿Dónde se ha metido?”».

En otro relato, la madre: «Odiaba los niños. Una vez la fui a buscar a un aeropuerto cuando mis cuatro hijos eran pequeños, y chilló “¡Quítamelos de encima!”, como si fueran una manada de dóbermans».

No es de extrañar que a veces los lectores de Lucia hayan hablado de «humor negro». Yo no lo veo así. Su humor era demasiado divertido, y no tenía hacha que afilar. Céline y Nathanael West, Kafka: el suyo es un territorio distinto. Además, el humor de Lucia es vivaz.

Pero si en su escritura hay un ingrediente secreto, es la impetuosidad. En la prosa misma, el viraje y la sorpresa producen un dinamismo que es una impronta de su estilo.

Su prosa se sincopa y salta, cambia de tono, cambia de tema. Ahí reside buena parte de su chispa.

La velocidad en la prosa no es algo de lo que se hable a menudo. Desde luego no lo suficiente.

«Panteón de Dolores» es un relato de Lucia con gran alcance y profundidad emocional, pero marcado también por esa presteza suya. Lean el pasaje que va de «No el don de escuchar, en cambio» hasta «por el nivel de contaminación».[1]

O este: «Mamá, tú veías la fealdad y el mal en todas partes, en todo el mundo, en todos los lugares. ¿Estabas loca o eras una visionaria?».

El último relato que Lucia escribió, «B. F. y yo», es una historia mínima. No hay golpes de efecto ni grandes temas, no hay infanticidios, ni contrabando, ni madre-hija o reconciliación. En cierto modo, eso es lo que hace tan asombroso su estilo. Es sutil; pero es ágil.

Así presenta al viejo cascado que hace chapuzas en las casas y va a trabajar a la caravana donde ella vive:

 

[B. F. estaba] jadeando y tosiendo después de subir los tres escalones. Era un hombre enorme, alto, muy gordo y muy viejo. Incluso desde fuera, mientras recobraba el aliento, noté su olor. Tabaco y lana sucia, sudor rancio de alcohólico. Tenía unos ojos azules de querubín inyectados en sangre, y sonreía con la mirada. Me gustó de entrada.

 

Ese «Me gustó de entrada». Es casi una incongruencia. Y en esa casi incongruencia reside la velocidad. Y el ingenio. (Fíjense en cuánto revela de quien lo dice.)

A escritores de este calibre, a menudo se los reconoce con una sola frase. Aquí hay una frase de esa misma historia final, todavía hablando de B. F. y su aroma:

 

Los olores feos tienen su encanto.

 

Es Lucia Berlin en estado puro. La frase roza la cursilería («feos», «encanto»), roza la candidez. Pero es sincera, y es profunda. Más allá de eso, en contraste con su tono mundano habitual, la frase suena casi falsa. Y en parte por eso es rápida. El cambio de tono, e incluso de voz, nos manda, así sin más, a un nuevo terreno.

Además, la frase es mordaz. (Cómo podría un olor feo tener «encanto» de verdad.) La mordacidad, casualmente —en que las cosas son más, y distintas, de lo que parecen—, es rápida.

En inglés, cinco palabras —«Bad smells can be nice»—, todo monosílabos.

B. F. apesta, claro, aunque Lucia no puede hablar de «peste». ¿Hedor? No. Ha de recurrir a la jerga para encontrar un término que sea potente pero conserve cierta neutralidad, que no emita un juicio.

«Tufo.» El tufo de B. F. Que nos lleva a... Proust.

«El tufo para mí fue como la madalena.»

¿Quién sino Lucia Berlin escribiría algo así? El tufo fue como la madalena.

 

 

Recopilar los cuentos para este libro ha sido una alegría en muchísimos sentidos. Uno de ellos fue descubrir que en los años transcurridos desde su último libro y su muerte, la obra había crecido en estatura.

Black Sparrow y sus primeros editores le dieron un buen espaldarazo, y es cierto que Lucia ha contado con un par de miles de lectores devotos. Pero faltan muchos. Sus relatos recompensarán a los lectores más perspicaces, a pesar de que no hay nada esotérico en ellos. Al contrario, son incitantes.

Quizá en esa época, sin embargo, fuera inevitable ceñirse al público de las pequeñas editoriales. Al fin y al cabo la vida de Lucia transcurrió, en gran medida, en los márgenes.

La bohemia de la Costa Oeste, trabajos administrativos y manuales, lavanderías, «reuniones», tiendas que venden «zapatos desparejados», y viviendas como aquella caravana fueron el telón de fondo recurrente de su vida adulta (a lo largo de la cual su porte y su distinción jamás decayeron).

Y fueron esos «márgenes», de hecho, los que infundieron esa fuerza especial a su obra.

Desde Boulder me escribió (y aquí alude al fiel compañero del final de su vida, el tanque de oxígeno):

 

El Área de la Bahía, Nueva York y Ciudad de México [eran] los únicos lugares donde no sentí que fuera otra. Acabo de volver de la compra y todo el mundo repetía: que tenga un buen día, y miraban mi tanque sonriendo como si fuera un caniche o un niño.

 

Personalmente, no puedo imaginar a nadie que no quisiera leerla.

 

S. E.

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Lavandería Ángel

 

 

 

 

Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí.

Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves.

La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El portero la encontró. No sé cómo.

Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera.

El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos.

Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS.

En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas, desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos.

Sus manos ese día (el día en que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe se pusieron blancos.

La única vez que hablé fuera de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo. Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y moribunda y dijo: «¿No es un milagro?».

El indio se llamaba Tony. Era un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda.

Volvió más tarde, borracho, justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, que ya estaba seca.

Ángel y yo llevamos a Tony al cuarto de la plancha y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO PIENSES Y NO BEBAS. Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo en la frente y se arrodilló a su lado.

—Hermano, créeme, sé lo que es... He estado ahí, en la cloaca, donde estás tú. Sé exactamente cómo te sientes.

Tony no abrió los ojos. Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso.

La Lavandería Ángel está en Albuquerque, Nuevo México. Calle 4. Comercios destartalados y chatarrerías, locales donde venden cosas de segunda mano: catres del ejército, cajas de calcetines sueltos, ediciones de Higiene femenina de 1940. Almacenes de cereales y legumbres, pensiones para parejas y borrachos y ancianas teñidas con henna que hacen la colada en la lavandería de Ángel. Adolescentes chicanas recién casadas van a la lavandería de Ángel. Toallas, camisones rosas, braguitas que dicen «Jueves». Sus maridos llevan monos de faena con nombres impresos en los bolsillos. Me gusta esperar hasta que aparecen en la imagen especular de las secadoras. «Tina», «Corky», «Junior».

La gente de paso va a la lavandería de Ángel. Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres se quedan en el coche bebiendo, descamisados, y estrujan con la mano las latas vacías de cerveza Hamm’s.

Pero sobre todo son indios los que van a la lavandería de Ángel. Indios pueblo de San Felipe, Laguna o Sandía. Tony fue el único apache que conocí, en la lavandería o en cualquier otro sitio. Me gusta mirar las secadoras llenas de ropas indias y seguir los brillantes remolinos de púrpuras, naranjas, rojos y rosas hasta quedarme bizca.

Yo voy a la lavandería de Ángel. No sé muy bien por qué, no es solo por los indios. Me queda lejos, en la otra punta de la ciudad. A una manzana de mi casa está la del campus, con aire acondicionado, rock melódico en el hilo musical. New Yorker, Ms., y Cosmopolitan. Las esposas de los ayudantes de cátedra van allí y les compran a sus hijos chocolatinas Zero y Coca-Colas. La lavandería del campus tiene un cartel, como la mayoría de las lavanderías, advirtiendo que está TERMINANTEMENTE PROHIBIDO LAVAR PRENDAS QUE DESTIÑAN. Recorrí toda la ciudad con una colcha verde en el coche hasta que entré en la lavandería de Ángel y vi un cartel amarillo que decía: AQUÍ PUEDES LAVAR HASTA LOS TRAPOS SUCIOS.

Vi que la colcha no se ponía de un color morado oscuro, aunque sí quedó de un verde más parduzco, pero quise volver de todos modos. Me gustaban los indios y su colada. La máquina de Coca-Cola rota y el suelo encharcado me recordaban a Nueva York. Portorriqueños pasando la fregona a todas horas. Allí la cabina telefónica estaba fuera de servicio, igual que la de Ángel. ¿Habría encontrado muerta a la señora Armitage si hubiera sido un jueves?

—Soy el jefe de mi tribu —dijo el indio. Llevaba un rato allí sentado, bebiendo oporto, mirándome fijamente las manos.

Me contó que su mujer trabajaba limpiando casas. Habían tenido cuatro hijos. El más joven se había suicidado, el mayor había muerto en Vietnam. Los otros dos eran conductores de autobuses escolares.

—¿Sabes por qué me gustas? —me preguntó.

—No, ¿por qué?

—Porque eres una piel roja —señaló mi cara en el espejo. Tengo la piel roja, es verdad, y no, nunca he visto a un indio de piel roja.

Le gustaba mi nombre, y lo pronunciaba a la italiana. Lu-chí-a. Había estado en Italia en la Segunda Guerra Mundial. Cómo no, entre sus bellos collares de plata y turquesa llevaba colgada una placa. Tenía una gran muesca en el borde.

—¿Una bala?

No, solía morderla cuando estaba asustado o caliente.

Una vez me propuso que fuéramos a echarnos en su furgoneta y descansáramos juntos un rato.

—Los esquimales lo llaman «reír juntos» —señalé el cartel verde lima, NO DEJEN NUNCA LAS MÁQUINAS SIN SUPERVISIÓN.

Nos echamos a reír, uno al lado del otro en nuestras sillas de plástico unidas. Luego nos quedamos en silencio. No se oía nada salvo el agua en movimiento, rítmica como las olas del océano. Su mano de buda estrechó la mía.

Pasó un tren. Me dio un codazo.

—¡Gran caballo de hierro! —y nos echamos a reír otra vez.

Tengo muchos prejuicios infundados sobre la gente, como que a todos los negros por fuerza les ha de gustar Charlie Parker. Los alemanes son antipáticos, los indios tienen un sentido del humor raro. Parecido al de mi madre: uno de sus chistes favoritos es el del tipo que se agacha a atarse el cordón del zapato, y viene otro, le da una paliza y dice: «¡Siempre estás atándote los cordones!». El otro es el de un camarero que está sirviendo y le echa la sopa encima al cliente, y dice: «Oiga, está hecho una sopa». Tony solía repetirme chistes de esos los días lentos en la lavandería.

Una vez estaba muy borracho, borracho violento, y se metió en una pelea con unos vagabundos en el aparcamiento. Le rompieron la botella de Jim Beam. Ángel dijo que le compraría una petaca si iba con él al cuarto de la plancha y le escuchaba. Saqué mi colada de la lavadora y la metí en la secadora mientras Ángel le hablaba de los doce pasos.

Cuando salió, Tony me puso unas monedas en la mano. Metí su ropa en una secadora mientras él se debatía con el tapón de la botella de Jim Beam. Antes de que me diera tiempo a sentarme, empezó a hablar a gritos.

—¡Soy un jefe! ¡Soy un jefe de la tribu apache! ¡Mierda!

—Tú sí que estás hecho mierda —se quedó sentado, bebiendo, mirándome las manos en el espejo—. Por eso te toca hacer la colada, ¿eh, jefe apache?

No sé por qué lo dije. Fue un comentario de muy mal gusto. A lo mejor pensé que se reiría. Y se rio, de hecho.

—¿De qué tribu eres tú, piel roja? —me dijo, observándome las manos mientras sacaba un cigarrillo.

—¿Sabes que mi primer cigarrillo me lo encendió un príncipe? ¿Te lo puedes creer?

—Claro que me lo creo. ¿Quieres fuego? —me encendió el cigarrillo y nos sonreímos. Estábamos muy cerca uno del otro, y de pronto se desplomó hacia un lado y me quedé sola en el espejo.

Había una chica joven, no en el espejo sino sentada junto a la ventana. Los rizos de su pelo en la bruma parecían pintados por Botticelli. Leí todos los carteles. DIOS, DAME FUERZAS. CUNA NUEVA A ESTRENAR (POR MUERTE DE BEBÉ).

La chica metió su ropa en un cesto turquesa y se fue. Llevé mi colada a la mesa, revisé la de Tony y puse otra moneda de diez centavos. Solo estábamos él y yo. Miré mis manos y mis ojos en el espejo. Unos bonitos ojos azules.

Una vez estuve a bordo de un yate en Viña del Mar. Acepté el primer cigarrillo de mi vida y le pedí fuego al príncipe Alí Khan. «Enchanté», me dijo. La verdad es que no tenía cerillas.

Doblé la ropa y cuando llegó Ángel me fui a casa.

No recuerdo en qué momento caí en la cuenta de que nunca volví a ver a aquel viejo indio.

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Doctor H. A. Moynihan

 

 

 

 

Odiaba el colegio St. Joseph. Aterrorizada por las monjas, sofocada por el calor de Texas, un día empujé a sor Cecilia y me expulsaron. Como castigo tuve que trabajar todas las vacaciones de verano en el consultorio de mi abuelo, que era dentista. Sabía que en realidad querían evitar que jugara con los niños del vecindario. Mexicanos y sirios. No había negros, pero solo era cuestión de tiempo, decía mi madre.

Estoy segura de que también querían evitarme la agonía de Mamie, mi abuela, que se estaba muriendo: sus lamentos, los rezos de sus amigas, el hedor y las moscas. Por la noche Mamie dormitaba, con la ayuda de la morfina, y mi madre y mi abuelo se quedaban bebiendo a solas, en habitaciones distintas. Desde mi cama, en el porche de atrás, los oía tomar bourbon, cada uno por su lado.

El abuelo apenas me dirigió la palabra en todo el verano. Yo esterilizaba el instrumental, les colocaba a los pacientes una toalla alrededor del cuello, sostenía el vaso de colutorio bucal y les pedía que escupieran. Cuando no había ningún paciente, mi abuelo se encerraba en el taller a hacer dentaduras o en su despacho a pegar recortes. No me permitía entrar a ninguno de los dos sitios. Recortaba artículos de Ernie Pyle y Franklin D. Roosevelt; la guerra japonesa y la alemana estaban en álbumes distintos. También tenía álbumes de Crímenes, Texas y Accidentes Rocambolescos: hombre encolerizado lanza una sandía por la ventana de un segundo piso. La sandía golpea a su mujer en la cabeza y la mata, rebota, golpea al bebé en el cochecito, lo mata también, y ni siquiera se rompe.

Todo el mundo odiaba al abuelo salvo Mamie, y yo, supongo. Por las noches se emborrachaba y tenía muy mal genio. Era cruel, intolerante y despótico. Le había sacado un ojo de un tiro a mi tío John durante una pelea, y a mi madre la había avergonzado y humillado toda la vida. Ella no le dirigía la palabra, procuraba no tenerlo cerca porque le repugnaba, se le caía la comida y escupía, dejaba cigarrillos babosos por todas partes. Iba manchado del yeso con que hacía los moldes de las dentaduras, como un pintor o una estatua.

Era el mejor dentista del oeste de Texas, quizá de todo Texas. Mucha gente opinaba así, y yo también lo creía. No era verdad que todos sus pacientes fueran viejos borrachos o amigos de la abuela, como decía mi madre. A su consulta venían hombres distinguidos, incluso desde Dallas o Houston, porque hacía unas dentaduras postizas extraordinarias. Sus dentaduras nunca resbalaban ni dejaban que se escapara el aire, y parecían completamente auténticas. Había inventado una fórmula secreta para darles el color adecuado, a veces incluso las hacía melladas o amarillentas, con empastes y coronas.

No permitía que nadie entrara en su taller, salvo los bomberos, aquella vez. Allí dentro no se había limpiado en cuarenta años. Cuando mi abuelo iba al cuarto de baño, yo aprovechaba para colarme. Las ventanas tenían una costra negra de polvo, yeso y cera. La única luz era la llama azulada de dos mecheros Bunsen. Sacos enormes de yeso apilados contra las paredes, que iba cayendo en el suelo junto con los trozos pisoteados de moldes rotos, y tarros donde guardaba dientes de diversa procedencia. Había gruesos pegotes rosados y blancos de cera en las paredes, de los que colgaban telarañas. En las estanterías se amontonaban herramientas oxidadas e hileras de dentaduras postizas, sonrientes, o del revés, ceñudas, como máscaras de teatro. El abuelo canturreaba mientras trabajaba, y los cigarrillos que tiraba a medias a menudo prendían los pegotes de cera o los envoltorios de caramelo. Apagaba esos fuegos con café, tiñendo el yeso poroso del suelo de un marrón oscuro y cavernoso.

El taller daba a un pequeño despacho, con un secreter donde él pegaba los recortes en los álbumes y rellenaba cheques. Después de firmarlos siempre sacudía la pluma, salpicando su nombre de tinta o a veces emborronando el importe, con lo que el banco tendría que llamar para verificarlo.

No había puerta entre la consulta donde atendía a los pacientes y la sala de espera. Mientras trabajaba, se volvía blandiendo la fresa en la mano a hablar con alguno de los que esperaban. Los pacientes de una extracción se recuperaban en una chaise longue; los demás se sentaban en las repisas de las ventanas o en los radiadores. A veces alguien se sentaba en la cabina telefónica, una taquilla de madera con un teléfono público, un ventilador, y un cartel: NUNCA HE CONOCIDO A UN HOMBRE QUE NO ME INSPIRARA SIMPATÍA.

No había revistas. Si alguien traía alguna y la dejaba al marcharse, el abuelo la tiraba a la basura. Según mi madre era solo por llevar la contraria, pero él decía que le sacaba de quicio ver a la gente hojeándolas sin hacer nada.

Cuando no se sentaban, los pacientes daban vueltas por la sala y se entretenían toqueteando las cosas que había encima de las dos cajas fuertes. Budas, calaveras con dientes falsos articuladas para abrirse y cerrarse, serpientes que te mordían si les tirabas de la cola, cúpulas en las que nevaba al darles la vuelta. En el techo había un cartel, ¿QUÉ DEMONIOS HACES MIRANDO AQUÍ ARRIBA? En las cajas fuertes guardaba el oro y la plata para los empastes, fajos de dinero y botellas de Jack Daniel’s.

En todas las ventanas, que daban a la avenida principal de El Paso, se leía en grandes letras doradas DOCTOR H. A. MOYNIHAN. ABSTÉNGANSE NEGROS. Los rótulos se reflejaban en los espejos de las tres paredes restantes, y el mismo lema estaba escrito en la puerta del rellano. Nunca me sentaba de cara a la puerta, porque me daba miedo que entrara algún negro y atisbara por encima del rótulo, aunque a decir verdad nunca vi a ninguno en el edificio Caples, aparte de Jim, el ascensorista.

Cuando llamaba alguien para pedir visita, el abuelo me hacía decirles que la agenda estaba cerrada; así, conforme avanzaba el verano, cada vez había menos que hacer. Al final, justo antes de que Mamie muriera, ya no venían pacientes. El abuelo se pasaba el día encerrado en su taller o en su despacho. A veces yo subía a la azotea, desde donde se veía Juárez y todo el centro de El Paso. Me gustaba elegir a alguien entre la multitud y seguirlo con la mirada hasta que lo perdía de vista. Pero por lo general me sentaba encima del radiador y miraba Yandell Drive desde la ventana. O pasaba las horas descifrando cartas de los Amigos del Club de Fans del Capitán Marvel, a pesar de que me aburría: el código consistía simplemente en A por Z, B por Y, etcétera.

Las noches eran largas y calurosas. Las amigas de Mamie se quedaban incluso mientras ella dormía, leyendo la Biblia, o a veces cantando. El abuelo salía, al Elks, o a Juárez. El taxista del servicio nocturno le ayudaba a subir las escaleras. Mi madre iba a jugar al bridge, o eso decía, pero también llegaba borracha a casa. Los niños mexicanos jugaban en la calle hasta las tantas. Me quedaba en el porche mirando a las chicas, que jugaban a las tabas agachadas en la acera a la luz de la farola. Me moría de ganas de jugar con ellas. El sonido de las tabas me parecía mágico, caían como las escobillas de un tambor o como la lluvia, cuando una ráfaga de viento la hace rielar contra el cristal de la ventana.

Una madrugada cuando aún estaba oscuro, el abuelo vino a despertarme. Era domingo. Me vestí mientras él llamaba al taxi. Le pidió a la operadora que le pusiera con el servicio nocturno, y cuando contestaron, dijo: «¿Qué tal si nos transportamos un poco?». No respondió cuando el taxista le preguntó por qué íbamos al consultorio en domingo. La oscuridad del vestíbulo me dio escalofríos. Las cucarachas correteaban por las baldosas, y las revistas nos sonreían tras las rejillas de los buzones. El abuelo condujo el ascensor, subiendo y bajando la palanca como un poseso, hasta que después de varias sacudidas logró pararlo un poco más arriba del quinto piso y saltamos al rellano. Luego se hizo un gran silencio. Solo se oían las campanas de la iglesia y el trolebús de Juárez.

Al principio me dio miedo acompañarlo al taller, pero me agarró y me hizo entrar. Estaba oscuro, como en una sala de cine. Prendió los jadeantes mecheros Bunsen. Aun así yo no veía, no veía lo que él quería que viera. Cogió una dentadura postiza de un estante y la acercó a la llama sobre el bloque de mármol. Negué con la cabeza, sin comprender.

—Mírala, mírala.

El abuelo abrió bien la boca y, después de mirar varias veces sus dientes y los postizos, me di cuenta.

—¡Son los tuyos! —dije.

La dentadura postiza era una réplica perfecta de los dientes de la boca de mi abuelo, incluso las encías imitaban aquel rosa feo, pálido y enfermizo. Había dientes con empastes y grietas, otros con mellas o limados. Solo había cambiado un detalle, un incisivo al que le había puesto una corona de oro. Por eso era una obra de arte, dijo.

—¿Cómo conseguiste todos esos colores?

—Cojonudos, ¿eh? Qué, ¿crees que es mi obra maestra?

—Sí —le estreché la mano. Estaba muy contenta de estar allí—. ¿Cómo piensas colocártela? —le pregunté—. ¿Encajará?

Normalmente arrancaba primero todos los dientes, dejaba que las encías se curaran y luego sacaba una impresión de la encía.

—Algunos nuevos lo están haciendo así. Tomas la impresión antes de arrancar los dientes, haces la dentadura y la colocas antes de que las encías se retraigan.

—¿Cuándo te arrancarán los dientes?

—Ahora mismo. Vamos a hacerlo juntos, tú y yo. Prepara las cosas.

Enchufé el esterilizador oxidado. El cable estaba pelado; chisporroteaba. El abuelo hizo ademán de quitarlo.

—Al cuerno con...

—No —lo detuve—. Hay que esterilizarlo todo.

Se echó a reír. Puso su botella de whisky y su paquete de tabaco en la bandeja, encendió un cigarrillo y llen

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