Abril encantado

Elizabeth Von Arnim

Fragmento

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Índice

 

Abril encantado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17.

Capítulo 18.

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Notas

Sobre la autora

Créditos

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Abril encantado

 

 

 

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1.

 

Comenzó en un club de mujeres en Londres una tarde de febrero —un club desagradable y una tarde triste—, cuando Mrs. Wilkins, que había bajado desde Hampstead de compras y había almorzado en su club, cogió The Times de la mesa situada en el salón de fumar y, al recorrer con mirada indiferente la columna de los Anuncios Personales, vio lo siguiente:

 

Para aquellos que aprecian las glicinias y el sol. Se alquila pequeño castillo medieval italiano amueblado durante el mes de abril. Permanecen los sirvientes necesarios. Z, Apartado 100, The Times.

 

Así había sido concebido; pero, al igual que en muchos otros casos, el responsable de la concepción no era consciente de ello en aquel momento.

Tan inconsciente era Mrs. Wilkins de que su abril, en lo que se refería a ese año, se acababa de decidir para ella en aquel preciso instante que dejó caer el periódico con un gesto a la vez irritado y resignado, y fue hasta la ventana y se quedó mirando con abatimiento la calle empapada.

No eran para ella los castillos medievales, ni siquiera los especialmente descritos como pequeños. No eran para ella las orillas del Mediterráneo en abril y las glicinias y el sol. Placeres semejantes sólo les correspondían a los ricos. Y, sin embargo, el anuncio había sido dirigido a las personas que aprecian estas cosas, por lo que, de cualquier manera, también había sido dirigido a ella, ya que ella desde luego las apreciaba; más de lo que nadie sabía; más de lo que ella había nunca manifestado. Pero era pobre. Lo único verdaderamente suyo que poseía en todo el mundo eran noventa libras, ahorradas año tras año, apartadas con todo cuidado, libra a libra, de su presupuesto para ropa. Había reunido trabajosamente esta suma por sugerencia de su marido, como protección y cobijo para los tiempos difíciles. El presupuesto que su padre le asignaba para ropa era de cien libras al año, por lo que los vestidos de Mrs. Wilkins eran lo que su marido, exhortándola a ahorrar, llamaba modestos y apropiados, y sus amistades, cuando llegaban a hablar de ella, lo que sucedía rara vez porque era muy insignificante, llamaban una auténtica facha.

Mr. Wilkins, un abogado, alentaba el ahorro, excepto la rama de éste que se infiltraba en su comida. A eso no lo llamaba ahorro, lo llamaba mala administración de la casa. Pero para el ahorro que, como la polilla, penetraba entre la ropa de Mrs. Wilkins y la estropeaba, tenía muchas palabras de alabanza. «Nunca se sabe —decía— cuándo llegarán los malos tiempos, y puede que te alegre mucho descubrir que tienes unos ahorros. De hecho, puede que nos alegre a los dos».

Mrs. Wilkins, que había permanecido un buen rato muy abatida mirando por la ventana del club hacia Shaftesbury Avenue —el suyo era un club económico, pero cómodo en relación con Hampstead, donde vivía, y Shoolbred’s, donde hacía sus compras—, con la mente puesta en el Mediterráneo en abril, y la glicinia, y las envidiables oportunidades de los ricos, mientras sus ojos físicos contemplaban la lluvia real y extremadamente fuliginosa y horrible que caía sin cesar sobre los paraguas que se apresuraban y los autobuses que salpicaban, se preguntó de repente si no sería éste el mal tiempo para el que Mellersh —Mellersh era Mr. Wilkins— la había animado tantas veces a prepararse, y si salir de un clima así y entrar en el pequeño castillo medieval no sería quizá lo que la Providencia había desde un principio pretendido que hiciera con sus ahorros. Con parte de sus ahorros, desde luego; quizá una parte muy pequeña. Era posible que el castillo, al ser medieval, estuviera también derruido, y sin duda las ruinas serían baratas. No le importaría lo más mínimo que hubiera unas cuantas, porque las ruinas que ya estaban ahí no se pagaban; al contrario, al rebajar el precio que había que pagar, en realidad le estaban pagando a uno. Pero qué absurdo pensar en ello...

Se volvió de la ventana con el mismo gesto, mezcla de irritación y resignación, con que había dejado The Times y cruzó la habitación en dirección a la puerta con la intención de coger su impermeable y su paraguas y pelearse para entrar en uno de los autobuses abarrotados y pasar por Shoolbred’s de camino a casa y comprar unos lenguados para la cena de Mellersh —Mellersh era muy exigente con el pescado y, aparte del salmón, sólo le gustaban los lenguados— cuando advirtió a Mrs. Arbuthnot, una mujer a la que, por haberla visto, sabía que también

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