Musa Décima

José María Merino

Fragmento

libro-4

1. Averías

El viaje ha venido siendo plácido, sin una sola sacudida, sin vibraciones ni temblores, aunque dentro de esa alerta inevitable, de esa incertidumbre que volar suscita siempre en lo hondo de la conciencia, pero en cierto momento Rai ha salido de su duermevela al descubrir un movimiento inusual en las azafatas y los signos de ciertas confidencias entre ellas algo crispadas, también poco habituales.

«Algo está pasando», piensa Rai.

El piloto ha esperado algún tiempo para corroborar, con la voz muy tranquila, como si transmitiese otro tipo de noticias —datos de distancias, temperaturas o husos horarios—, que la evidente alteración de las azafatas tiene un motivo grave: ya no se trata de que el avión vaya a entrar en uno de esos espacios de modificación de las circunstancias en que iba transcurriendo el vuelo y que con ello puedan comenzar inusitados bamboleos, sino que, al parecer, uno de los motores ha dejado de funcionar.

—Estamos volando con un solo motor debido a una avería, pero debo tranquilizar a los señores pasajeros, pues en las actuales condiciones llegaremos al aeropuerto de Lisboa.

Arrancado del todo de su sopor por la inquietante noticia, Rai ajusta la manta a su cuerpo por puro instinto protector, como un conjuro material ante el desvalimiento, y comprende que no tiene más remedio que asumir la intranquilidad que traen consigo estos episodios, revelaciones súbitas de esa amenaza latente en un acecho casi imperceptible, sintiendo mucha desazón al imaginarse metido en el enorme aparato que avanza mutilado en medio de la noche.

«Menuda historia, a tantos metros de altura y más o menos a la mitad del recorrido.»

Los dormidos despiertan, los despiertos se alzan, y en esa especie de gruta oscura que conforma a estas horas el interior del avión empiezan a encenderse, dispersos, los repentinos cobijos luminosos que va creando el desasosiego de los viajeros, que murmuran y se miran asustados.

Ya en la plena vigilia, intentando asumir el incidente con la naturalidad a que lo ha inducido la aparente despreocupación de la voz del piloto, Rai se aferra a una sentencia que a su madre le encanta repetir: «Más daño hace el propio temor que la cosa temida cuando llega».

Para aplacar el desasosiego, como una paradójica manera de distanciarse de los miedos inmediatos, Rai decide rememorar las inquietudes que han estado acuciándolo a lo largo de los últimos días y que recupera con singular integridad.

Flotando sobre todas, la más reciente, resultado de las negociaciones de la empresa a la que pertenece: el dichoso y complicado asunto de los costes complementarios de la obra en Panamá, que han alcanzado casi el cincuenta por ciento del total. En ese aspecto el viaje ha resultado un fiasco, pues «la parte contratante de la primera parte», como diría Julio, aquel condiscípulo burlón del bachillerato con el que sigue relacionándose y que acabó siendo psiquiatra, se niega en redondo a correr con los gastos, y si el asunto no se resuelve, vistos los tiempos que corren, puede que estén en peligro varios recursos de la empresa, entre otros su puesto en la asesoría jurídica, ya que es el miembro más joven, el último en haberse incorporado a ella.

Don Anselmo, cabeza del grupo, que en estos mismos momentos debe de disfrutar de las infaustas novedades aéreas en su asiento de bisnes de la parte delantera del avión, al terminar las frustradas negociaciones calificó de «apuntes» el informe de casi cincuenta páginas que a Rai tanto le había costado elaborar para resumir, ordenar y dar sentido a la incontable documentación anterior: «Sus apuntes no nos han servido para nada», fue el exabrupto que murmuró a su oído al fin de la última sesión, indicando que conocía que él había sido el autor.

«Apuntes»: en esa denominación devaluatoria dedicada tan claramente a él, a pesar de que el informe está firmado por su jefe inmediato, aparte de un eco del disgusto por el fracaso de la negociación Rai ha sentido vibrar un oscuro augurio. Por eso se han suscitado en él inquietudes que tienen que ver con su futuro en el estricto aspecto de la supervivencia laboral, pues tampoco don Anselmo se mostró muy cordial cuando él le hizo entrega del resumen de las conversaciones, redactado a costa de perderse una excursión por el canal y la cena de despedida, que por lo que le contaron no estuvo marcada por la euforia, precisamente.

A esa inquietud reciente se añade la evocación de su madre, una imagen en la que se superponen también todas las señales que han modificado sus rasgos a través de la enfermedad, a pesar de las últimas noticias de los médicos, esa «estabilización» lograda después de numerosas temporadas de tratamientos alternativos de lo que se llama, con apaciguadora abreviatura, quimio y radio. Una «estabilización» que es solamente un compás de espera, piensa Rai con un fatalismo que Marina critica con dureza: «Después de tanto tiempo de luchar contra ello han conseguido detenerlo. ¿Te parece eso poco importante? ¿Es que esperabas una curación milagrosa?».

En los últimos tiempos, sus desavenencias con Marina se han hecho más frecuentes, porque ella ya no acepta sin protestar que él mantenga invariables sus costumbres de cuando no eran pareja: sus salidas a correr una tarde a la semana, al regresar del trabajo —«esa asesoría me tiene muy estresado y necesito hacer un poco de ejercicio», aduce él—, las ausencias en las últimas horas de la tarde de un par de miércoles al mes, en las que va a jugar al squash con su amigo Tino, o el encuentro con los antiguos compañeros de estudios los viernes por la noche para ir a bailar, una cita a la que Marina no quiere asistir porque se aburre irremediablemente. «Todavía si fuésemos a bailar tú y yo solos lo entendería, pero ¿por qué con toda esa patulea?» «Son mis amigos del alma», responde él, con un tono burlón que disimula la firmeza de una fidelidad añeja.

«Mis amigos del alma», piensa ahora, y le parecen más cercanos que la propia Marina, mientras siente a la vez cierto remordimiento por la ocurrencia.

Por otro lado, Rai suele buscar pretextos para no acompañarla cuando ella se reúne con los suyos, o asiste a ciertos espectáculos, y no digamos a la presentación de algún libro, lo que ha creado entre ambos una relación de intermitente distancia que solamente desaparece cuando sus cuerpos se encuentran en la cama, con mucha satisfacción mutua.

«¿Es que hay otro momento mejor? Una relación amorosa es sobre todo eso, estar uno en brazos del otro llevando los respectivos cuerpos a todos los posibles extremos del placer sin pensar en otra cosa: entonces sentimos de verdad el pulso del universo, nos olvidamos de nosotros mismos para entrar en una dimensión sin conciencia de tiempo…»

Como una muestra de misteriosa indiferencia, a su lado Lorenzo, un compañero de trabajo a quien la noticia de la avería no ha logrado inmutar, sin duda porque no se ha enterado, duerme con la cabeza sobre la pequeña almohada apoyada en el marco de la ventanilla, la boca entreabierta como una grieta que culmina su corpulencia.

—El cinturón. Abróchese el cinturón —le indica a Rai la azafata.

Ha asumido ya las circunstancias y su tono

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