Sartoris

William Faulkner

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Segunda parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Tercera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Cuarta parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Quinta parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Notas

Sobre el autor

Créditos

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A SHERWOOD ANDERSON

 

Mi primera obra se publicó gracias
a su amabilidad, y le dedico este libro
con la esperanza de que no le dé
motivos para lamentarlo.

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PRIMERA PARTE

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1.

 

 

 

 

Como de costumbre, el viejo Falls había conseguido que John Sartoris estuviera con él en la habitación; una vez más había hecho cinco kilómetros a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.

Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, por turno, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua los asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera común a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de los días; aún ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer los cinco kilómetros que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo Bayard seguía sentado, con la pipa en la mano, apoyando los pies cruzados contra el ángulo de la chimenea apagada, le parecía oír la respiración de su padre, como si su progenitor fuera mucho más palpable que un simple trozo de barro transitoriamente dotado de movimiento, y capaz incluso de penetrar el infranqueable reducto de silencio en que vivía su hijo.

La cazoleta de la pipa estaba profusamente esculpida y chamuscada por el mucho uso y, en la boquilla, se notaban las huellas de los dientes de su padre, que había dejado allí la imagen indeleble de sus huesos, como en piedra perdurable, a semejanza de esas criaturas prehistóricas concebidas y llevadas a cabo de manera demasiado grandiosa tanto para mantenerse vivas mucho tiempo como para desaparecer por completo, una vez muertas, de esta tierra moldeada y acondicionada para criaturas mucho más insignificantes.

—¿Por qué me la das ahora, después de tanto tiempo? —le había preguntado Bayard al viejo Falls, con la pipa en la mano.

—Bueno; creo que al Coronel no le gustaría que siguiera guardándola —contestó el otro—. Un asilo no es sitio para tener cosas suyas. Y yo voy a cumplir los noventa y cuatro.

Más tarde, el viejo Falls recogió sus paquetes y se marchó, pero Bayard siguió sentado durante algún tiempo, con la pipa en la mano, frotando despacio la cazoleta con el pulgar. Al cabo de un rato, también John Sartoris se ausentó, o más bien se retiró a ese lugar donde los muertos contemplan en paz sus idealizadas frustraciones, y el viejo Bayard, poniéndose en pie, se metió la pipa en el bolsillo y tomó un cigarro de la caja colocada sobre la repisa de la chimenea. Mientras encendía el fósforo, se abrió la puerta al otro lado de la habitación y un hombre que llevaba una visera verde entró y se acercó a él.

—Simon está aquí, Coronel —dijo con voz neu

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