¿Qué me quieres, amor?

Manuel Rivas

Fragmento

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Portadilla

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Dedicatoria

¿Qué me quieres, amor?

La lengua de las mariposas

Un saxo en la niebla

La lechera de Vermeer

Solo por ahí

Ustedes serán muy felices

Carmiña

El míster and Iron Maiden

El inmenso camposanto de La Habana

La chica del pantalón pirata

Conga, conga

Las cosas

Dibujos animados

Una flor blanca para los murciélagos

La luz de la Yoko

La llegada de la sabiduría con el tiempo

Notas

Sobre el autor

Créditos

dedicatoria

A Yoyo,

que dibuja alpendres para soñar

parteI

¿Qué me quieres, amor?

Amor, a ti venh’ora queixar

de mia senhor, que te faz enviar

cada u dormio sempre m’espertar

e faz-me de gram coita sofredor.

Pois m’ela nom quere veer nem falar,

que me queres, Amor?[1]

FERNANDO ESQUIO

cap1

Sueño con la primera cereza del verano. Se la doy y ella se la lleva a la boca, me mira con ojos cálidos, de pecado, mientras hace suya la carne. De repente, me besa y me la devuelve con la boca. Y yo que voy tocado para siempre, el hueso de la cereza todo el día rodando en el teclado de los dientes como una nota musical silvestre.

Por la noche: «Tengo algo para ti, amor».

Dejo en su boca el hueso de la primera cereza.

Pero en realidad ella no me quiere ver ni hablar.

Besa y consuela a mi madre, y luego se va hacia fuera. Miradla, ¡me gusta tanto cómo se mueve! Parece que siempre lleva los patines en los pies.

El sueño de ayer, el que hacía sonreír cuando la sirena de la ambulancia se abría camino hacia ninguna parte, era que ella patinaba entre plantas y porcelanas, en un salón acristalado, y venía a parar a mis brazos.

Por la mañana, a primera hora, había ido a verla al Híper. Su trabajo era surtir de cambio a las cajeras y llevar recados por las secciones. Para encontrarla, sólo tenía que esperar junto a la Caja Central. Y allí llegó ella, patinando con gracia por el pasillo encerado. Dio media vuelta para frenar, y la larga melena morena ondeó al compás de la falda plisada roja del uniforme.

«¿Qué haces por aquí tan temprano, Tino?»

«Nada.» Me hice el despistado. «Vengo por comida para la Perla.»

Ella siempre le hacía carantoñas a la perra. Excuso decir que yo lo tenía todo muy estudiado. El paseo nocturno de Perla estaba rigurosamente sometido al horario de llegada de Lola. Eran los minutos más preciosos del día, allí, en el portal del bloque Tulipanes, barrio de las Flores, los dos haciéndole carantoñas a Perla. A veces, fallaba, no aparecía a las 9.30 y yo prolongaba y prolongaba el paseo de la perra hasta que Lola surgiese en la noche, taconeando, corazón taconeando. En esas ocasiones me ponía muy nervioso y ella me parecía una señora, ¿de dónde vendría?, y yo un mocoso. Me cabreaba mucho conmigo mismo. En el espejo del ascensor veía el retrato de un tipo sin futuro, sin trabajo, sin coche, apalancado en el sofá tragando toda la mierda embutida de la tele, rebañando monedas por los cajones para comprar tabaco. En ese momento tenía la sensación de que era la Perla la que sostenía la correa para sacarme a pasear. Y si mamá preguntaba que por qué había tardado tanto con la perra, le decía cuatro burradas bien dichas. Para que aprendiese.

Así que había ido al Híper para verla y coger fuerzas. «La comida para perros está al lado de los pañales para bebés.»

Se marchó sobre los patines, meciendo rítmicamente la melena y la falda. Pensé en el vuelo de esas aves emigrantes, garza o grulla, que se ven en los documentales de después de comer. Algún día, seguro, volvería para posarse en mí.

Todo estaba controlado. Dombo me esperaba en el aparcamiento del Híper con el buga afanado esa noche. Me enseñó el arma. La pesé en la mano. Era una pistola de aire comprimido, pero la pinta era impresionante. Metía respeto. Iba a parecer Robocop o algo así. Al principio habíamos dudado entre la pipa de imitación o recortar la escopeta de caza que había sido de su padre. «La recortada acojona más», había dicho Dombo. Yo había reflexionado mucho sobre el asunto. «Mira, Dombo, tiene que ser todo muy tranquilo, muy limpio. Con la escopeta vamos a parecer unos colgados, yonquis o algo así. Y la gente se pone muy nerviosa, y cuando la gente está nerviosa hace cosas raras. Todo el mundo prefiere profesionales. El lema es que cada uno haga su trabajo. Sin montar cristo, sin chapuzas. Como profesionales. Así que nada de recortada. La pistola da mejor presencia.» A Dombo tampoco le convencía mucho lo de ir a cara descubierta. Se lo expliqué. «Tienen que tomarnos en serio, Dombo. Los profesionales no hacen el ridículo con medias en la cabeza.» Era enternecedora la confianza que el grandullón de Dombo tuvo siempre en mí. Cuando yo hablaba, le brillaban los ojos. Si yo hubiese tenido en mí la confianza que Dombo me tenía, el mundo se habría puesto a mis pi

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