Las respuestas

Catherine Lacey

Fragmento

libro-4

Uno

Me había quedado sin opciones. Así es como suelen ocurrir estas cosas, así, una persona acaba depositando sus últimas esperanzas en un desconocido esperando que, le haga lo que le haga ese desconocido, sea exactamente lo que ella necesitaba.

Durante mucho tiempo había sido alguien que necesitaba que los demás me hicieran cosas, y durante mucho tiempo nadie me había hecho lo que me convenía, pero ya me estoy adelantando. Ese es uno de mis problemas, me dicen, que siempre me adelanto, así que he intentado encontrar una manera de quedarme atrás, de tomarme las cosas con calma, como solía hacer Ed. Pero, por supuesto, no acabo de conseguir que la cosa funcione, no puedo ser exactamente lo que Ed era para mí.

Hay cosas que solo los demás pueden hacerte.

La Cinestesia Adaptativa del Pneuma, CAPing —lo que Ed le hace a la gente— exige que una persona sepa y otra persona (yo, en este caso) permanezca echada, sin-saber. De hecho, sigo sin saber qué es en realidad la Cinestesia Adaptativa del Pneuma, solo que me hizo sentir bien (o eso pareció) otra vez. Durante nuestras sesiones, las manos de Ed a veces revoloteaban por encima de mi cuerpo, mientras él salmodiaba, tarareaba o se mantenía en silencio al tiempo que supuestamente movía o reordenaba o curaba partes invisibles de mí. Me ponía piedras y cristales en la cara, las piernas, a veces apretaba o retorcía alguna parte de mi cuerpo de una manera dolorosamente agradable, y aunque yo no comprendía cómo todo eso podía eliminar las diferentes enfermedades de mi cuerpo, no podía negar que me aliviaba.

Pasé un año sufriendo enfermedades indiagnosticables en casi todas las partes de mi cuerpo, pero después de una sola sesión con Ed, después de noventa minutos en los que apenas me tocó, casi conseguí olvidarme de que tenía cuerpo. Era todo un lujo no verse abrumada por esa sensación de declive.

Fue Chandra quien me sugirió el CAPing. Lo llamaba feng shui para el cuerpo energético, guerra de guerrillas contra las vibraciones negativas, y aunque yo a veces me mostraba escéptica cuando Chandra hablaba de vibraciones, en esa ocasión tuve que creerla. Llevaba tanto tiempo enferma que casi había perdido la fe en que alguna vez volvería a estar bien, y me asustaba pensar qué acabaría reemplazando esa fe cuando desapareciera por completo.

Técnicamente, explicó Chandra, el CAPing es una forma de ejercicio corporal neuro-fisio-chi, una técnica relativamente desconocida en la periferia de la vanguardia o en la periferia de la periferia, según a quién preguntes.

El problema era, como siempre, invisible. El problema era el dinero.

Necesitaba un mínimo de treinta y cinco sesiones de CAPing, a doscientos veinticinco dólares cada una, lo que significaba que un tratamiento completo me costaría lo mismo que medio año de alquiler en ese piso de una sola habitación, mal iluminado y de forma irregular, en el que habitaba desde hacía muchos años (no porque fuera el más apropiado para mí —lo detestaba—, sino porque todo el mundo decía que era una ganga, demasiado bueno para dejarlo). Y aunque en la agencia de viajes donde trabajaba me pagaban un sueldo decente, cada mes los mínimos mensuales de las tarjetas de crédito, los pagos del préstamo estudiantil y la avalancha de facturas médicas del año anterior reducían mi cuenta bancaria a centavos o a números rojos, mientras que parecía que mis deudas siempre iban en aumento.

Una funesta mañana, muerta de hambre y sin efectivo, agoté lo que me quedaba en la despensa para desayunar (unas anchoas no demasiado caducadas mezcladas con una diminuta lata de pasta de tomate), y a menudo había harekrishnizado para cenar: dejaba los zapatos y la dignidad en la puerta para adorar a Krishna (el dios, por lo que podía ver, del menú vegetariano calidad cafetería y los cánticos obsesivos). A la cuarta o quinta Fiesta del Amor a la que asistí, mientras el tilaka blanco me chorreaba por la frente y la pasta serpenteaba por el plato de metal como si tuviera vida propia, comprendí que el infinito amor de Krishna nunca sería suficiente para mí, por hambrienta, arruinada o confusa que estuviera. Fue unos días después de que contestar a ese anuncio que ofrecía una experiencia generadora de ingresos, clavado en el tablón de una tienda de comida sana, pareciera mi única alternativa real; quizá renunciar a los restos de mi vida era la mejor manera de recuperar una vida de verdad.

Llevaba un año sin tener vida, solo síntomas. Vulgares al principio —persistentes jaquecas, dolor de espalda, el estómago siempre revuelto—, pero a lo largo de los meses se fueron volviendo cada vez más extraños. La boca siempre seca y la lengua entumecida. Una erupción por todo el cuerpo. Constantemente se me dormían las piernas, ya estuviera en la oficina, en el cuarto de baño o en la parada del autobús mientras el M5 iba y venía, iba y venía. En algún momento me partí una costilla mientras dormía. Comenzaron a salirme unos extraños bultos en la piel que se iban solos, como cabezas de tortuga que asomaran y volvieran a sumergirse en un estanque. Solo podía dormir tres o cuatro horas cada noche, así que intentaba echarme una siesta durante la pausa para el almuerzo, con la frente contra el escritorio, los días que no tenía cita con el médico. Evitaba los espejos y el contacto visual. Dejé de hacer planes con más de una semana de antelación.

Me hicieron análisis de sangre y más análisis, TAC y biopsias. Había siete especialistas, tres ginecólogos, cinco médicos de cabecera, un psiquiatra y un quiropráctico con la mano un poco larga. Chandra me llevó a un célebre acupuntor, a un cirujano espiritual y a un tipo que vendía unos polvos apestosos en la trastienda de una pescadería en Chinatown. Hubo chequeos, seguimientos, vómitos y demás.

No es más que estrés, dijo uno de los médicos, pero tampoco podían descartar el cáncer o alguna rara enfermedad autoinmune o un ataque psíquico o pura neurosis, todo estaba en mi cabeza. No se preocupe demasiado, procure no pensar en ello.

Un médico dijo: Así es como funciona su cuerpo, suspiró, y me dio una palmadita en el hombro, como si todos supiéramos el chiste.

Pero yo no quería pillarle la gracia. Quería una explicación. Me quedaba delante de los escaparates de quirománticos y videntes con ganas de entrar. Dejé que Chandra me leyera el tarot varias veces, pero las noticias siempre eran malas: espadas y dagas, demonios y la muerte. Soy nueva en esto, me dijo, aunque yo sabía que no era verdad. Apreté mis espasmódicas piernas contra el pecho, la barbilla contra las rodillas y me sentí como una niña, disminuida por todo lo que no sabía.

Unas cuantas veces estuve a punto de rezar, pero me había topado ya con tantos silencios que no quería dar pie a otro.

Podía racionalizar que se trataba de algo en los genes o una consecuencia de malas elecciones, pero también podía ser un contundente golpe de mala suerte —una bofetada kármica o absurda—, algo que tenía merecido. Mis padres habrían dicho que eso formaba parte del plan de Dios, pero para ellos, claro, todo formaba parte de ese plan. Cómo alguien elige explicar la catástrofe no es importante…, eso lo sé ahora. Cuando la mierda te cae encima, tanto da de qué agujero salga.

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