Sepulcros de vaqueros

Roberto Bolaño
A. G. Porta

Fragmento

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Hablar de las novelas y los cuentos de Roberto Bolaño como fragmentarios —como lo he hecho yo, mea culpa— resulta parcial, puesto que cada fragmento depende de una unidad en constante movimiento, en un verdadero proceso de creación que es al mismo tiempo consolidación de un universo. Y precisamente porque están en continuo movimiento —como lo están sus personajes— y porque nos remiten siempre al conjunto de su obra, no se puede hablar de fragmentos sino de piezas de un puzle. Al mismo tiempo, como ocurre en el taller de muchos pintores, Bolaño trabaja simultáneamente en varias piezas, y si abandona una para iniciar otra nueva, no olvida nunca lo ya escrito. Cada nuevo libro nos resulta, pues, muy familiar, con personajes o situaciones que ya conocíamos y que, por lo tanto, no fueron nunca abandonados u olvidados. A Bolaño, en su escritura itinerante, le interesa más el recorrido que su final. Todavía somos herederos de la novela decimonónica o tradicional, que exigía un desarrollo lineal con un final definitivo, como si todo en la vida tuviera un desenlace o anticlímax. En él, el futuro es utópico. Lo que le interesa es la íntima relación entre el presente y un pasado visto no como elegíaca nostalgia sino como parte de un tiempo único, que se convierte en el tiempo del instante.

Lo que nos lleva a otro aspecto característico de su escritura: estamos ante una narrativa con una marcada presencia biográfica, y a través de las fechas, tan meticulosamente registradas, podemos reconstruir su propia historia: su nacimiento en Chile en 1953; su residencia en México de 1968 a 1977, año en que se trasladará a Barcelona; el viaje a Chile en 1973, para apoyar el gobierno de Salvador Allende; la enfermedad hepática que le diagnostican en 1992 y que ha de marcar el ritmo de su escritura hasta su muerte en 2003. Y a partir de aquí, la sucesión de libros inéditos, entre ellos la que es quizá su obra más poderosa —aunque no tan accesible como la también magistral Los detectives salvajes—: 2666. Y dentro de su biografía están sus lecturas, que, como en el caso de Vila-Matas, son parte integral de la esencia narrativa. Y, también como en Vila-Matas, en esta biografía no interesa la persona sino el personaje, en su caso, el omnipresente Arturo Belano.

Todos estos rasgos aparecen en Sepulcros de vaqueros, un libro desconcertante dentro del desconcertante universo bolañiano. Como siempre, no tiene sentido tratar de distinguir si estamos ante tres partes independientes o ante la unidad propia de una novela. Dividida en tres secciones, la primera, «Patria», integrada por veinte textos, es la que ofrece una mayor diversidad, y sin embargo la relación entre ellos es constante, como lo son las referencias a otros cuentos o novelas: la joyita de la Luftwaffe, el Messerschmitt, un avión del Tercer Reich, con su piloto Hans Marseille, o el teniente Ramírez Hoffman, que aparecen en Estrella distante. En la segunda sección, la que da título al libro, incluso se incluye un texto, «El Gusano», que aparecerá luego en Llamadas telefónicas, con unos cambios profundos que confirman que el escritor no abandona nunca sus textos; de nuevo como en Estrella distante o, implícitamente, en Entre paréntesis, son frecuentes las referencias a Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Pablo de Rokha o Pablo Neruda, el misterioso protagonista de Nocturno de Chile. En la tercera sección, la más inmediata estructuralmente, «Comedia del horror de Francia», muestra una especial habilidad para llevarnos, como deslizándose, a un sucederse de nuevas situaciones, con más tensión narrativa y con una unidad mucho más marcada.

Las fechas en que fueron escritas las tres secciones son muy significativas. Las dos primeras, en la década de los noventa, y la tercera entre 2002 y 2003. Fechas, pues, que coinciden con la redacción de otros libros, lo que subraya la simultaneidad a la que he hecho referencia. El espacio geográfico dominante es Concepción, pero resulta de especial interés la dicotomía o conjunción entre Chile y México, «mi nuevo país». En Chile, además de Concepción, nos movemos por Santiago o por lugares familiares a los lectores de Neruda, como Bío-Bío o la provincia de Temuco. De México merece una especial atención la provincia de Sonora, con Santa Teresa, dramáticamente inmortalizada en 2666. Fecha también significativa, dentro de la biografía de Bolaño, es la del golpe militar para derrocar a Allende, que sobrevuela todo el libro, de ahí la violencia tan presente en la mayoría de los textos.

Biografía también literaria, no sólo por sus lecturas, sino porque son muchos los textos en los que los protagonistas son poetas, desde el primero de «Patria», donde el narrador es el poeta de una familia en la que el padre fue boxeador, «el más salvaje», y solo leía las noticias deportivas. Pero la apoteosis se da en la última sección del libro, donde el joven Diodoro Pilon, poeta sin obra publicada, recibe una misteriosa llamada telefónica. Se inicia así una delirante conversación en un relato lleno de sorpresas. Hay un claro homenaje al surrealismo, especialmente en la divertidísima escena en la que Breton lleva a sus jóvenes seguidores al alcantarillado de París —un París al revés—, y allí fundan el Grupo Surrealista Clandestino, que nos remite inevitablemente a los infrarrealistas encabezados por Bolaño, y a la también póstuma La Universidad Desconocida y, por supuesto, a Los detectives salvajes. Y no deja de ser sorprendente que en un momento determinado hable del «sobrevalorado pincel de Roberto Antonio Matta», que tanto inspiró al grupo, por lo menos en sus inicios. Una afirmación que forma parte de la ambigüedad tan frecuente en Bolaño, y que alcanza su punto más alto en el Neruda de Nocturno de Chile.

Esta ambigüedad está también relacionada por la frecuencia de las imprecisiones. Para empezar, en los personajes, Rigoberto Belano que es luego Arturo Belano; Iván Cherniakovski que aquí aparece como poeta, o la doctora Amalfitano, supuesta autora de Las castas secretas, un apellido que aparece en un contexto muy distinto en 2666 y que aparece también en Los sinsabores del verdadero policía. Los vacíos crean una extraña sensación, como las imprecisiones de los cronistas del Quijote, Cide Hamete Benengeli incluido. Como si Bolaño no fuese dueño del relato. Ya de entrada, no sabe si es chileno o mexicano —si bien toda su obra es tan chilena como mexicana—, no sabe interpretar las palabras de su madre, los recuerdos son siempre confusos, «lo que sucedió después es borroso», para dejar al lector en el aire u obligado a imaginarlo por su cuenta. Estas imprecisiones, paradójicamente, dan mayor libertad al narrador, que se puede permitir todo tipo de audacias, para romper con la lógica de la tradición decimonónica, un gesto de rebeldía ya marcado desde el primer texto, cuando el padre del protagonista —en el supuesto de que haya verdaderos protagonistas o una jerarquía de personajes— no quiere trabajar para el comisario Carner porque «la ley le importaba un carajo».

Esta ruptura consiste generalmente en introducir comentarios curiosos o extraños, para salirse de la «normalidad» del relato, la misma libertad que le es concedida a los poetas: «jarrones comunes y corrientes: los floreros del infierno»; los mendigos llevan Ray-Ban; Fernando gritaba con gritos atroces y «parecía pedir agua. Parecía arrear reses. Parecía silbar una canción»; «un tipo con un su

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