Miramientos

Javier Marías

Fragmento

tista, quizá por una coquetería intuitiva. Las sostiene con fragilidad, está demasiado pendiente de su propia prueba para sujetarlas con fuerza, podrían caérsele en cualquier momento, tal vez esas gafas que vemos cayeron y se rompieron y asistimos ahora a su último instante. El nudo de la corbata pugna por llegar hasta arriba y tapar el borde del cuello blanco, pero no lo logra, es un imposible. Y la frente surcada como por perfiles de pájaros en un Van Gogh, las cejas pobladas, las orejas grandes pero bien pegadas (o hay habilidad para que el pelo no las haga sobresalir aun llevándolo corto). La nariz es como un pomo y es el rasgo más plebeyo, que a Borges seguramente nunca le gustó tener. Pero lo que domina la imagen es la mirada, tan ausente y pacífica o bien tan miope y opaca, lo hace parecer un hombre desvalido y candoroso, alguien que aún no comprende que su cara de pena leve pueda tener nada que ver con su nombre, todavía menos con lo que escribe.

En la segunda foto se lo reconoce perfectamente, no es un hombre que haya experimentado grandes desgracias ni cambios, tal vez en parte porque se quedó ciego hace tiempo, ha dejado de verse y su aspecto depende de otros, de quienes le dan consejos y lo peinan y quizá le hacen descripciones lisonjeras de sí mismo, llamándolo por el apellido. El pelo lo tiene intacto sólo que ya es blanco del todo, como las cejas, por eso mismo más hirsutas y con más relieve. El labio inferior se le ha desplomado y ahora parece mucho más grande, desproporcionado con el superior, que casi ha desaparecido. La nariz se le ha alargado pero no ha ennoblecido, las mejillas no han perdido enteramente su lozanía y en la frente ya no hay pájaros, sino la corteza de un árbol. El párpado derecho está tan caído que ni siquiera permite adivinar el ojo correspondiente, y el izquierdo, sin visión, produce una impresión de escepticismo o descreimiento. Se rasca la cabeza, lo han pillado en medio de un gesto, la primera foto parecía un hecho aislado y esta otra es una instantánea de una sucesión inacabable, no tiene nada de acontecimiento. A estas alturas de su vida Borges ya estará acostumbrado y no posa, entre otros motivos porque no puede controlar lo invisible ni sentirse herido por quienes lo inmortalizan. Es mucho más viejo, no ve y sin embargo se lo nota más seguro de sí mismo: ya es un hombre malicioso y se ha dejado crecer las patillas, una concesión incomprensible. Tal vez sabe que sus escritos, su nombre y su rostro se han mezclado definitivamente.

Vicente Aleixandre intencionado

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He aquí al hombre transparente y tan cálido que fue Vicente Aleixandre, sobre todo en la primera foto, de su cabeza limpia y aguda y de piel uniforme, como si aceptar la discontinuidad del color o los accidentes cutáneos equivaliera a manifestar la doblez que él jamás consintió ni probablemente se consintió a sí mismo más allá de la cortesía. Ese continuum de tersura como cuero brillante se ve interrumpido casi sólo por los ojos azules y bien abiertos, que por lo tanto dominan el rostro con una curiosa mezcla o compendio de lo que él quizá fue durante la mayor parte de su vida: meditación, ironía, rectitud y pesar, cosas todas ellas que dan fulgor a la mirada despierta, de quien no pasa nada por alto o lo hace sólo desde la clemencia. La nariz grande y un poco curva como si perteneciera a un yelmo confiere al rostro intención y malicia, lo aproxima al de actores de facciones muy nobles que hicieron de ‘malos’ en las películas, como Vincent Price, o de personajes melancólicos con un sentido del humor escéptico, como el gran Louis Calhern, aquel Julio César de Mankiewicz, aquel viejo con

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miserativo y paciente con Marilyn Monroe en del asfalto. A esa malicia contribuye también el bigote, tan fino y canoso que apenas se ve, asimismo es translúcido, una sombra huidiza sobre la boca alargada que remata otro rasgo saliente, el mentón picudo que no precisa de barba para traer a la memoria a Fagin, el fantástico maestro de rateros niños que concibiera Dickens

Oliver Twist.

También Aleixandre fue maestro de niños y de no tan niños, pero casi sin hacerlo notar, desde luego sin subrayarlo ante los innumerables poetas y no poetas que íbamos a visitarlo a veces a su casa de Velintonia que ahora se cae a pedazos y es refugio de algún vagabundo con el que el espíritu de Aleixandre sin duda habría llegado a un pacto de mutuo asombro: a él le importaba la posteridad como juego tan sólo, a diferencia del decoro, por el que siempre se preocupó realmente y que en el retrato se advierte en el escaso pelo lateral muy peinado y en el nudo de la corbata perfecto, sobrio y semiescondido por el cuello de la camisa blanca de colegial.

Ese atildamiento se ve igualmente en la otra foto, en los pantalones con pliegues —no son arrugas—, de tantísima calidad. La figura le hace aquí buena justicia, no así la cara, este retrato es casi una traición, con esas gafas de sus últimos años que ocultan sus esenciales ojos como si fueran un rudimentario antifaz. Aquí lo más interesante es esa mano derecha adelantada, con los dedos distinguibles y largos y muy elegantes, una mano de Georges de La Tour. Aleixandre tenía siempre una elegancia doméstica y nada exhibicionista, como propia de quien pasaba en su casa la mayor parte del tiempo por su delicada salud, pero atento siempre hacia el exterior, nunca ensimismado ni reconcentrado ni encastillado, sino todo lo contrario: privado de resentimiento y lleno de curiosidad. Y ahora que lo pienso, en el primer retrato que sólo nos muestra su cabeza sin que nada nos permita saber la ocasión ni las circunstancias, bien podría estar mirando por la ventana de su chalet, con la mirada ilusionada y ya a la vez apesadumbrada de quien ve llegar a un visitante querido que sin embargo nunca se

Juan Benet misterioso

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Don Juan Benet pasó muchas horas de su vida ahí donde lo vemos en la primera foto, sentado o echado en su famosa otomana que todos sus amigos le envidiamos siempre. Rodeado de libros y discos en controlado desorden, sobre la mesita suplementaria un paquete de cigarrillos, un cortaplumas. Su figura alargada se ve aquí entera, con las piernas cruzadas dejando al descubierto un poco de pantorrilla, un detalle que milagrosamente no lo priva de un átomo de elegancia, como si la suya involuntaria pudiera sobreponerse a cualquier descuido. Quizá se ha incorporado un momento sólo para que su hija Juana le haga el retrato, quizá por eso su mirada está todavía donde estaba su mente, en la lectura interrumpida o en la meditación más grave que malhumorada, más misteriosa que apesadumbrada, a veces es difícil distinguir esas cosas en los ojos que nos están mirando. Está vestido como lo están los hombres recién llegados del trabajo, sin chaqueta ya pero aún con corbata. Llama la atención ese pelo blanco y gris brillante, parece la superficie en día nublado de un mar en calma, como si en

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