Las palabras rotas

Luis García Montero

Fragmento

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Me he levantado con ganas de trabajar. Éste es el plan: desayuno, me ducho y me pongo a escribir una historia de amor. Así que enciendo el televisor de la cocina, preparo café, me hago una tostada, busco el azucarero para endulzar el día, pero las noticias llegan de forma disciplinada con un horror amargo.

El perro de un vecino descuidado devoró en el norte a un niño que jugaba en la calle con sus amigos. Los padres están desconsolados. Se escapó en el sur una bala en un tiroteo de la policía con unos atracadores y ha muerto una anciana que pasaba por allí. Una amiga llora su muerte; recuerda que habían quedado esa mañana para hacer la compra en el mercado del barrio. Un canalla ha violado en el este la orden de alejamiento de su expareja, la ha metido a la fuerza en un coche y la ha degollado con intención de enterrarla en el bosque. Fue sorprendido por la Guardia Civil con el cadáver en el maletero. Las fuerzas de seguridad buscaban droga, pero encontraron violencia machista. En el oeste, un hombre ha muerto de una puñalada en el corazón, primera víctima de una pelea entre miembros de familias enemigas. Una anciana jura venganza eterna ante los periodistas.

Tres cuartas partes de las noticias domésticas cuentan sucesos macabros. Después se pasa a la información internacional para que veamos imágenes de la barbarie consentida en Siria o de la matanza escolar en Florida; y, ya para finalizar, un poco de deportes con peleas callejeras y la información del tiempo, con ocho provincias en alerta roja debido al frío y al huracán. Se me han quitado las ganas de escribir una historia de amor. Como estoy acostumbrado al consumo, necesito consumir: empiezo el día consumiendo miedo en la sociedad industrial del miedo. He tenido un desayuno con cadáveres.

Es posible que haya otras cosas en el mundo, pero el protagonismo lo tiene ahora la muerte. El miedo fundamental es el que despierta la muerte; nos acompaña a lo largo de la vida, conforma nuestra sabiduría. Y esto no deja de ser una broma, porque ya nos avisó Epicuro de que la muerte es la nada, el vacío, para cada uno de nosotros. Nadie sabe lo que es morirse en primera persona, nadie tiene experiencia de la muerte. Quizá por eso es tan aleccionador ver la muerte de los demás en televisión, apurar sus detalles, vivir sus uñas. Las antiguas religiones inventaban moradas para los muertos. La industria del miedo diseña moradas de muerte para los vivos.

El miedo es uno de los ejes de la vida contemporánea, compañero fiel del instinto de competencia en la sociedad del desamparo. La política, la economía, las audiencias y cualquier relación humana se tejen hoy con las hebras del miedo. La estrategia de siempre cuenta ahora con el poder multiplicador de la tecnología para fijar los terrenos de juego. Porque el miedo es una cuestión de espacios y de límites: ¿dónde empieza el peligro?, ¿dónde está el refugio? Y también de personas: ¿quién llega de fuera?

Los enemigos se agolpan en unos límites fronterizos que conviene mantener cerrados. Pero dentro se levantan otras fronteras. Hemos llenado de podredumbre el espacio público durante años. Difícil pensar con ilusión en el futuro ante un vertedero de corrupciones, mentiras y muchos disfraces modernos de la ley del más fuerte. Parecía necesario buscar el nuevo compromiso en lo privado, cambiar una revolución social por el cariño de una mascota, la política por las aficiones y las causas particulares. El problema es que el de la basura es un viaje de ida y vuelta. Así lo está demostrando la industria del miedo. Desayunamos con cadáveres que infectan también el refugio de lo privado. Los sistemas de alarma establecen fronteras en el interior de las comunidades. Los ciudadanos son extranjeros.

¿Nos queda la intimidad? Pues tampoco, porque el asesino, el bárbaro, puede dormir en nuestra cama. La frontera que pasó de los continentes a las naciones pasa de lo público a lo privado y, finalmente, a la alcoba, a la piel íntima. Miedo para la higiene íntima. Cada vez más solos, como debe ser, para que el individualismo complete la cultura neoliberal del miedo y la competencia.

Nuestro mundo vive en los extremos: o crea burbujas hedonistas de felicidad al margen de la realidad, o convierte la realidad en un desierto de comunidades imposibles gracias al miedo. ¿Quién puede escribir así una historia de amor? Manda la libertad negativa, la libertad de no hacer, de no intervenir, de no regular, de no pensar en la convivencia, de no querer, de autodefenderse. Parece imposible una afirmación positiva, la libertad de construir un mundo mejor, compartido y más justo.

Voy a regresar al dormitorio, miraré a mi mujer en la tranquilidad desnuda de su sueño, entraré en el cuarto de baño, me miraré a los ojos en el espejo y repetiré un verso de Antonio Machado: «Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno». Si queremos hacer algo con el mundo, debemos conseguir que mucha gente se repita: «Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno».

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Necesitaba escribir sobre el crimen. Tenía la necesidad de decir, de decirme, que la muerte es una presencia inevitable en la vida, pero que en la vida hay muchas otras cosas además de la muerte. Cosas que no sólo merecen la pena, sino también la alegría.

Empecé con la muerte en el televisor y acabé citando un famoso verso de Antonio Machado. Dedicado desde hace más de cuarenta años y por vocación a la poesía, resulta lógico que acabe con una cita en la boca. Las buenas citas no son una pedantería; es mejor tomárselas como una invitación al encuentro, una forma de quedar con alguien. Ya sabemos que algunos encuentros son arriesgados. Pero uno va con voluntad de busca o de rebusca.

En la cita de Machado buscaba algo más que la poesía, tal vez un anillo perdido. Necesitaba un encuentro con la palabra bondad. O, para ser más exactos, buscaba en la poesía la palabra bondad. La poesía es buen sitio para buscar palabras de la calle, palabras que hace tiempo viven entre mendigos, palabras que hemos echado al cubo de la basura. Avisados contra la ingenuidad, la simpleza, la cursilería del hipócrita y el dolor del engaño, hemos acabado por olvidarnos de que la p

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