Yo, bufón del rey

Mahi Binebine

Fragmento

libro-4

1

Todo parecía normal, pero nada lo era en realidad. Ornada de un reguero de pálidas estrellas, una noche sin luna arropaba a dos siluetas en el anchuroso patio de palacio. Sidi caminaba despacio por los paseos constelados de faroles y flanqueados de naranjos, almendros y palmitos. Yo le iba pisando los talones, como solía, con la espalda algo inclinada, un tanto obsequioso, como corresponde cuando uno va acompañando al rey. Un aroma a jazmín y dama de noche perfumaba el aire húmedo de aquel atardecer de julio. Sidi se sujetaba con ambas manos el vientre dolorido y, de vez en cuando, gemía sordamente. Le costaba estar erguido pues el monstruo invisible que le roía las entrañas no le daba la mínima tregua. Me dolía verlo sufrir, pero tenía buen cuidado de que no se me notase. Me esforzaba en resultar gracioso, porque mi oficio consiste en hacer reír a mi dueño y señor. Sidi no tenía ánimos para nada. Me oía sin prestarme atención y una red de arrugas, que parecían haberse ahondado de pronto, le encogía el rostro.

Todo parecía normal, pero nada lo es cuando el león está de rodillas; cuando sus garras, reducidas a restos inútiles de leña, no hacen ya estremecerse a nadie; cuando la llama agonizante de la mirada inspira más compasión que temor, una mirada átona vuelta hacia la oscuridad interior de un cuerpo deshecho, quebrantado, en el que los rugidos de antes no son ya sino el tímido eco de una vida consumida por los dos extremos del cabo, grávida de excesos de todo tipo; añoranzas y arrepentimientos amargos, derrotas inconfesadas, clamorosas victorias a medias, alegrías extremadas, penas hondas, renuncias, remordimientos; una vida tumultuosa en que ángeles y demonios recorren a un tiempo senderos tortuosos, erizados de espinas, con la vida que les prestan las terribles leyes de la Parca.

Todo parecía normal, pero yo notaba como un rebujo de pena en pleno pecho. Le pedía a Dios por la mañana y por la noche que librase a mi señor de su dolencia y, si menester fuere, si no quedaba otro recurso, que me la hiciera padecer a mí en vez de a él. Estaba dispuesto a soportar físicamente su dolor, los retortijones de los intestinos, las horcas que le perforaban los costados. ¿No he sido acaso treinta y cinco años su devoto sirviente, su decidor de imaginación inagotable, su teólogo titular por muy comendador de los creyentes que fuera él, su asesor literario, su referencia indiscutible en el universo fabuloso de la poesía, el testigo de aquellos tiempos en que los árabes guerreaban a golpe de cuartetos, en que los gramáticos pasaban meses discutiendo el acierto de una vocalización, de esta o de aquella declinación, o de un acento insignificante, aquellos tiempos en que las fórmulas matemáticas o astrológicas hacían las veces de religión…, aquellos benditos tiempos que parece que nunca hubieran existido?

Todo parecía normal, pero nada lo era para este servidor. Para mí, Mohamed ben Mohamed, la flor y nata de las heces y el moho de Marrakech, a quien nada predestinaba a codearse con los elegidos; para mí, rescatado de los sótanos terceros de la humana condición; ahí estaba yo, en aquel atardecer de julio, siguiendo a mi dueño y señor moribundo, rumiando la terrible sentencia del médico: «¡Dos o tres días más y todos nos quedaremos huérfanos!».

A Sidi le llamó la atención una luz inusual en la sala de los regalos: un almacén inmenso donde se amontonaban a miles los regalos, aún sin abrir, los regalos que recibía, celebración tras celebración, Su Augusta Majestad.

—¡Ven! —me dijo el rey—, vamos a echar un vistazo.

—Se está haciendo tarde, Sidi. Deberíamos volver, la noche está algo fresca.

—No antes de haber sorprendido al energúmeno que me roba en vida —refunfuñó sin desviarse de su camino.

—Deben de estar de limpieza, Sidi; solo eso.

—¿A estas horas?

Me callé. El rey parecía resuelto a poner las cosas en claro.

Cuando se anda de noche por palacio, esa sensación de estar a solas resulta engañosa. Decenas de pares de ojos lo escudriñan a uno, lo espían, van siguiendo el mínimo gesto. Yo lo sabía por haber vivido varias décadas entre estas murallas de azulejos aparatosos, en medio de estos jardines sembrados de fuentes que, en todos los cruces de los paseos, tarareaban el mismo estribillo. Por una parte, me parecía inverosímil que algún temerario osara cometer un robo en plena morada regia. Pero, por otra, nadie ignoraba que el rey se debilitaba y no era ya sino la sombra de sí mismo, por lo cual había quienes pensaban que tenían las manos libres para atreverse a cometer las mayores locuras.

Llegamos a trancas y barrancas al ala norte de palacio, subimos unos cuantos peldaños, nos metimos por un corredor abovedado reservado al personal y vimos que la puerta de la cueva de Ali Babá estaba entornada. Sidi la empujó despacio, asomó la cabeza sigilosamente por la rendija y se quedó quieto un momento. Luego, entró sin hacer ruido. Yo fui siguiendo sus pasos. El espectáculo que descubrimos fue cuando menos edificante, inconcebible hacía aún pocas semanas; con los faldones de la chilaba recogidos como si fueran un hato, un esclavo viejo estaba apilando cuantas cajas valiosas y cuantos estuches de fieltro y objetos de todo tipo podía. Debía de ser duro de oído si no había notado nuestra presencia. Cuando Sidi carraspeó, el hombre se sobresaltó al darse la vuelta y, al encontrarse cara a cara con el rey, estuvo a punto de darle un vahído. De pie delante de nosotros, petrificado, trémulo, parecía que quería emitir algún sonido, pero no le salía ninguno de la boca. La tez de color ébano se le había vuelto de un morado cuyo brillo, acentuado por el sudor que le corría por la frente, enviaba reflejos de terror. Conociendo a Sidi, yo no habría dado ni un céntimo por el pellejo de aquel sinvergüenza que apretaba aún el botín contra el pecho. En el mejor de los casos, me dije, los temibles esclavos del fuego le iban a propinar cien latigazos. ¡Y menudos látigos usaban! De rabo de buey trenzado y remojado en agua helada, cuyos restallidos eran ya un castigo. En cuanto al peor, no me atrevía a imaginármelo. Dicho lo cual, el rey era imprevisible, nadie podía anticipar sus reacciones; podía sancionar con violencia cualquier nimiedad o ser capaz de perdonar las faltas más graves.

Prueba de ello fue lo que pudimos comprobar aquella misma noche.

—¡Vamos! —le dijo al ladrón—. ¡Date prisa y sal corriendo! Si por desgracia te sorprendiesen los guardias, acabarías en la horca.

El esclavo no sabía cómo salir del paso, pues ignoraba si debía creer o no al rey. Como se había quedado allí plantado, me acerqué a él, le cogí del hato lo que me pareció el estuche de un valioso reloj y me lo metí en la capucha de la chilaba.

—¡Por lo menos ten la decencia de repartir, ceporro! ¡Y vete antes de que Sidi mude de opinión!

Al fijarme en que al dueño y señor se le dibujaba en el rostro cansado el esbozo de una sonrisa, añadí en el acto:

—Y ya puedes estar contento. ¡Con la buena disposición que tiene Sidi esta noche, mi humilde opinión es que deberías aprovechar para pedirle algo más!

El esclavo, incrédulo, me miró de arriba abajo mientras el rey sonreía.

—Una licencia de transportes, por ejemplo, algo agradable que te asegure la vejez.

—¿Qué tipo de agrado?

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