El rey siempre está por encima del pueblo (edición ampliada)

Daniel Alarcón

Fragmento

libro-3

Los Miles

No hubo luna aquella primera noche, y la pasamos haciendo lo mismo que durante el día: trabajar. Sus padres y madres han sobrevivido siempre gracias a la fuerza de sus brazos. Llegamos en camiones y despejamos el terreno de rocas y escombros. Trabajamos iluminados por las pálidas luces de los faros, y por su textura, olor y sabor supimos de inmediato que la tierra era buena. En este lugar criaríamos a nuestros hijos. En este lugar construiríamos nuestras vidas. Entiendan que hasta hace poco tiempo aquí no había nada. La tierra no tenía dueño, ni siquiera un nombre. Aquella primera noche la oscuridad que nos rodeaba parecía infinita, y mentiría si dijera que no teníamos miedo. Otros lo habían intentado antes y habían fracasado —en otros distritos, en otras tierras baldías—. Algunos cantábamos para mantenernos despiertos. Otros rezaban pidiendo fortaleza al cielo. Estábamos en una carrera, y todos lo sabíamos. La ley era muy clara: aunque lo que estábamos haciendo técnicamente no era legal, el gobierno no estaba autorizado a demoler viviendas.

Teníamos solo hasta la mañana para construirlas. Las horas pasaban, y hacia el amanecer nuestro avance era innegable. Con un poco de imaginación se podía distinguir los contornos básicos de aquello que se convertiría en nuestro hogar. Había carpas hechas con lona y palos. Esteras de carrizo entrelazado que sostenían techos de sacos de arroz cosidos, y trozos de cartón prensado apoyados contra desvalijadas capotas de automóviles viejos. Habíamos pasado meses recolectando todo lo que la ciudad desechaba, preparándonos para esa primera noche.

Trabajamos sin descanso, y, por si acaso, dedicamos las últimas horas de esa larga noche a dibujar calles sobre el terreno, apenas unas líneas trazadas con tiza, pero imagínenselo, solo imagínenselo… Nosotros, y nadie más que nosotros, ya podíamos verlas —las avenidas que estos trazos ya anunciaban—. Al llegar la mañana todo estaba ahí, un conjunto destartalado de cachivaches y remiendos, y no pudimos dejar de sentirnos orgullosos. Cuando finalmente decidimos descansar, nos dimos cuenta de que hacía frío, y en la suave pendiente de la colina se encendieron docenas de fogatas. Nos calentamos reconfortados por ellas, por las tantas caras conocidas que nos acompañaban, por la tierra que habíamos elegido. La mañana era pálida, el cielo límpido y despejado. Qué bonito, dijimos, y es verdad, las montañas se veían muy hermosas aquel día.

Y aún lo son. El gobierno llegó antes del mediodía, y no supo cómo desalojarnos. Encendieron sus máquinas, y todos nos abrazamos formando un círculo alrededor de lo que habíamos construido. No nos movimos. Son nuestros hogares, dijimos, y el gobierno se rascó desconcertado su afiebrada cabeza. Nunca había visto casas como las nuestras —construcciones de alambre y calamina, de mantas y palos, de plástico y llantas—. Bajó de sus máquinas a inspeccionar estas obras de arte. Nosotros le mostramos lo que habíamos construido, y después de un tiempo el gobierno se marchó. Pueden quedarse con estas tierras, nos dijo. De todos modos no las queremos.

Los periódicos se preguntaban de dónde habían salido tantos miles de personas. Cómo lo habíamos logrado. Y luego la radio empezó a hacerse las mismas preguntas, y la televisión envió sus cámaras, y poco a poco pudimos contar nuestra historia. Pero no toda. Una buena parte nos la guardamos solo para nosotros, para ustedes, nuestros hijos, como las letras de nuestras canciones y el contenido de nuestras plegarias. En cierta ocasión, el gobierno quiso contar cuántos éramos, pero no pasó mucho antes de que alguien se diera cuenta de que hacerlo era una tarea imposible. Cuando trazaron los nuevos mapas de la ciudad, en el espacio originalmente en blanco hacia el extremo noreste, los cartógrafos escribieron Los Miles. Nos gustó mucho el nombre, porque nuestro número es lo único que siempre hemos tenido.

Hoy, por supuesto, somos muchos más.

libro-4

El rey siempre está por encima del pueblo

Ocurrió el año en que abandoné a mis padres, a unos cuantos amigos inútiles y a una chica a quien le gustaba decir a todos que estábamos casados, para mudarme doscientos kilómetros río abajo, a la capital. El verano había llegado a su triste final. Yo tenía diecinueve años y mi idea era trabajar en el puerto, pero, cuando me presenté, el hombre de detrás del escritorio dijo que me veía enclenque, que volviera cuando tuviera algunos músculos. Me esforcé por disimular mi decepción. Había soñado desde niño con irme de casa, desde que mi madre me enseñó que el río de nuestro pueblo llegaba hasta la ciudad. A pesar de las advertencias de mi padre, nunca imaginé que me rechazarían.

Alquilé una habitación en el barrio contiguo al puerto, en la casa del señor y la señora Patrice, una pareja de ancianos que habían puesto un anuncio solicitando un estudiante como inquilino. Era gente seria y formal, y me mostraron las habitaciones de su pulcra y ordenada casa como si se tratara de la exhibición privada de un diamante. Mi cuarto sería el del fondo, me dijeron. No tenía ventanas. Luego del breve recorrido, nos sentamos en la sala a tomar el té, bajo un retrato del antiguo dictador que colgaba sobre la chimenea. Me preguntaron qué estudiaba. En aquellos días yo solo pensaba en dinero, así que respondí que estudiaba Economía. Mi respuesta les agradó. Luego me preguntaron por mis padres, y cuando les dije que habían fallecido, que me hallaba solo en el mundo, vi cómo la mano arrugada de la señora Patrice rozaba el muslo de su esposo.

Él ofreció rebajarme el alquiler, y yo acepté.

Al día siguiente, el señor Patrice me recomendó a un conocido suyo que necesitaba un cajero para su tienda. Me dijo que era un buen trabajo a medio tiempo, perfecto para un estudiante. Me contrataron. La tienda no quedaba lejos del puerto, y cuando hacía calor podía sentarme afuera, y oler el río allí donde se abría a la amplia bahía. Me bastaba con oírlo y saber que estaba allí: el rumor y el estrépito de los barcos al ser cargados y descargados me recordaban por qué me había marchado, adónde había llegado, y todos los otros lugares que aún me esperaban. Trataba de no pensar en casa y, aunque había prometido escribir, por alguna razón nunca parecía ser el momento adecuado para hacerlo.

Vendíamos cigarrillos, licor y periódicos a los estibadores, y teníamos una fotocopiadora para quienes llegaban a presentar sus documentos a la aduana. Les cambiábamos sus billetes por sencillo y mi jefe, Nadal, les aconsejaba sobre cuál era la coima apropiada en cada caso, según el producto que estuvieran esperando y su procedencia. Nadal conocía bien el protocolo. Había trabajado en aduanas durante varios años, antes de la caída del dictador, pero no había tenido la previsión de unirse a un partido político cuando se restableció la democracia. En alguna ocasión me comentó que su único otro error en treinta años había sido no robar lo suficiente. Nunca tuvo prisa por hacerlo. Las autocracias suelen ser estables por natura

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