Pequeños cementerios bajo la luna (Mapa de las lenguas)

Mauricio Electorat

Fragmento

1

Ella tiene un nombre romántico, o que suena romántico: Chloé. Él no es Dafnis. Ni mucho menos Longo, porque esta no es una novelita pastoril del siglo II, aunque a lo mejor... quién sabe... Pero no, digamos que no. Él se llama Emilio. Emilio Ortiz Bulnes. Hay otra chica. Una coreana: Young-ae Kim. Pronúnciese Yungué. A Emilio siempre le pareció un nombre de personaje de dibujo animado, Young-ae Kim: una bella sonrisa de dientes nacarados en un rostro de pómulos altos y ojos rasgados, enmarcado por la mancha negra del cabello muy liso, cortado, se diría, con regla. Hay también un departamento en las afueras de París. En Colombes. Rue Buffon, número 15. Tres habitaciones, más sala de estar, una cocina bastante diminuta, un baño. Claro que tiene un parqué de tablas anchas que cruzan de un extremo a otro las piezas. Un bonito parqué a la antigua. Pero los cuartos no son muy amplios. Y además dan a un cementerio. Lo primero que hará Emilio será preguntar por el nombre: Cementerio comunal de Colombes, le dirán, también llamado Cementerio de La Cerisaie. Esto a Emilio al comienzo le parecerá más bien lúgubre. Todas esas tumbas al despertar... antes de acostarse. Claro que con el tiempo se acostumbrará. Y, la verdad, le llegará a gustar esa vista: abrir de par en par las ventanas de la sala por la noche y fumar un cigarrillo contemplando el cementerio bajo la luna. Y no podrá evitar pensar en la cercanía entre los vivos y los muertos. La calle Buffon es bastante estrecha: los edificios por un lado, entre los cuales el que lleva el número 15, los autos estacionados a ambos lados de la calzada y al otro lado, tras un muro de piedra, más bien marrón, más bien alto, tres metros, tres metros y medio, la silenciosa extensión de tumbas, callejones, pasajes, mausoleos, algunos cipreses, no muchos, cinco o seis... Esa situación también le recordará un título: Los grandes cementerios bajo la luna. Un libro de Bernanos que estaba en casa de su tía Amalia, porque en casa de su tía Amalia, entre otras cosas, había una biblioteca. En la suya no. No es que no hubiese libros; los había como suele haber libros en las casas de la gente que no tiene ninguna costumbre de leer: un par de novelas de Arthur Hailey, Aeropuerto y Hotel, cree recordar. Un ejemplar de El padrino, de Mario Puzo, con la foto de Marlon Brando en la portada. También estaba La cabaña del tío Tom y Mujercitas en edición juvenil, unos libros rojos, de formato pequeño. Y un ejemplar desencuadernado de Adiós al Séptimo de Línea, que era el único libro que había leído su padre. Si hace memoria le parece que eso era todo. Bueno, todo no, en realidad estoy omitiendo algo esencial: la Enciclopedia Salvat. Eso —precisamente— lo salvó. Quiero decir: eso lo transformó en un lector, o sea, lo salvó de ser un analfabeto más. Era maravilloso: Afganistán, Albania, Artigas... con fotos en color, dibujos, esquemas... Lo salvó eso y, claro, la biblioteca de la tía Amalia. Donde encontró el libro de Bernanos, Los grandes cementerios bajo la luna: denuncia virulenta de la sociedad burguesa, de su pacto sordo con los fascismos en auge en los años treinta, de la tibieza de los políticos franceses ante la arremetida de Franco contra la República española. Se lo devoró. Pero antes, obviamente, fue a mirar en la enciclopedia: «Bernanos, Georges (1888-1948), escritor francés, católico, ferviente antifascista...» Es que tenía una martingala: cada domingo, antes de acostarse, se obligaba a leer la enciclopedia por lo menos una media hora si quería evitar que le fuese mal en el colegio durante la semana. Media hora, cada domingo, digamos de los ocho a los quince años, ya es bastante. ¿Leía la enciclopedia?: se sacaba excelentes notas; si se escapaba durante el recreo a fumar a Américo Vespucio, no lo pillaban y cuando en las fiestas de los sábados tocaba «declararse», como se dice en Chile, le iba bien con las chicas, a él que habitualmente era incapaz de sacarlas a bailar de puro tímido. ¿No leía la enciclopedia?: se sacaba solo tres y cuatros, fijo que lo pillaban fumando y ni hablar de salir el sábado... con las notas que había traído. O sea que leyó bastante la enciclopedia. Claro que ha olvidado todo sobre la Brújula, la Combustión, la Osteoporosis, los Urales... Pero no se le ha olvidado leer. En fin, me fui demasiado lejos. Dije que comenzaríamos por el principio. Y el principio es un wáter. Porque Emilio ya está en París. Y tiene un vago empleo de portero de noche. Y tiene también la suma que la tía Amalia le envía regularmente. Una suma modesta, pero algo es algo. Aunque ahora último la tía Amalia ha dejado de enviarle la suma en cuestión, un problema pasajero que se resolverá pronto. De más está decir que él nunca le ha pedido ni un céntimo. Es ella la que le ha estado enviando dinero desde que él se vino a París con la intención de hacer un máster en lingüística, primero, y luego —si puede, si le alcanzan el ánimo y el dinero— un doctorado en semiótica. Bueno, desde que se vino a París no, pero casi. Es que la tía Amalia estaba tan orgullosa... Por fin un miembro de la familia iba a abandonar esta repugnante raza de comerciantes, decía ella. La «repugnante raza de comerciantes» estaba formada por su padre, que era dueño de una concesionaria de automóviles, su madre, dueña de las famosas Tortas Teresita (El letrero decía: «Tortas Teresita» y abajo: «son deliciosas, son exquisitas»), allí en Echeñique con Loreley, casi al llegar a Tobalaba y, sin ir más lejos, por la propia tía Amalia, que era una de las mejores... qué digo una de las mejores, la mejor modista de Santiago. Ahora ya no, claro, ahora está retirada, pero en ese entonces le tout Santiagó se hacía ropa con ella. Amalia Bulnes, prêt-à-porter se llamaba la tienda. Era un departamento en Orrego Luco, cerca de Providencia. Llegaban las señoras con sus patrones sacados de las revistas de moda, Dior, Gucci, Chanel... y la tía Amalia les hacía los modelos igualitos, ni que se los hubiesen comprado en la avenue Georges V o en la via Condotti o en la Quinta Avenida, ay, qué regio ese vestido, galla, ¿te gusta?, me lo hizo la Amalia Bulnes, ah, claro, es que es otra cosa... Era otra cosa, en efecto. Y ganaba mucha plata. Pero últimamente ha tenido problemas. Emilio no sabe qué clase de problemas. Le ha escrito una postal. Querido Emilio, dice. Estoy atravesando por unos meses de dificultades financieras. Espero que puedas suplir con otras fuentes los pocos dólares que te mando. Es una postal muy cariñosa. Pero no entra en detalles. Antes de despedirse, agrega que apenas pueda volverá a enviarle la remesa a su sobrino preferido. Que espera que sepa perdonarla. Que lo quiere mucho. Un beso. Y, en una posdata, que trate de portarse lo más mal posible. Eso es todo. Ante esa situación... ante esa situación ¿qué? Ante esa situación, nada.

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