Lecturas con daiquiri

Manuel Vicent

Fragmento

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Prosas que teje y desteje el tiempo

Este libro contiene algunas prosas rescatadas del tiempo que leídas ahora resultan una crónica de hechos, sensaciones e imágenes de nuestra reciente historia y constituyen a la vez una manera de ver la vida y de enfrentarse al azar de los días propicios o adversos. Son páginas aptas para ser leídas con una copa en la mano, a ser posible con un daiquiri con un grado exacto de hielo, ron, azúcar y zumo de limón, para rememorar los días felices del pasado, los veranos convulsos y todos los sueños derrotados con que se teje la urdimbre de la existencia y que uno debe aceptar con una sonrisa mojada con un poco de alcohol. Toda la prosa que habita este volumen fue publicada en el diario El País, pero rescatadas de la desmemoria, bajo el formato de libro, las palabras escritas adoptan otro sonido, otro sentido, y pueden abrir armarios durante mucho tiempo cerrados que contienen aromas perdidos y también algunos cadáveres. Es una tradición de la literatura española contemporánea salvar de la muerte algunos escritos que aparecieron en los periódicos condenados de otra manera a pudrirse con el papel amarillo. Si un día estas crónicas, reportajes, artículos y estampas cumplieron su misión de ser leídos y a continuación olvidados, ahora recuperan un hipotético milagro. Un momento de felicidad da sentido a toda una vida. Cualquiera que remonte el río de la memoria hallará un aroma, que dio estructura al mundo; un tacto sobre la piel que llegó a nublarle el cerebro; una música, una canción que le hicieron saltar las lágrimas y le despertaron evanescentes imágenes en los espejos glaseados. La felicidad también puede asumirse como un acto de rebeldía en el que hay que apoyar la palanca para sobrevivir.

MANUEL VICENT,

septiembre de 2018

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Aquellos días felices

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Un momento de felicidad da sentido a toda una vida. Cualquiera que remonte el río de la memoria hallará un aroma, que dio estructura al mundo; un tacto sobre la piel que llegó a nublarle el cerebro; una música, una canción que le hicieron saltar las lágrimas y le despertaron evanescentes imágenes en los espejos glaseados. En esos puntos de felicidad hay que apoyar la palanca para sobrevivir.

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El maestro de escuela

El 10 de diciembre de 1957, Albert Camus, al recibir el Premio Nobel, en Estocolmo, dedicó el discurso a su maestro de escuela primaria, el señor Germain, y después de la ceremonia le escribió una carta muy emotiva para expresarle cuánto le debía de ese honor que acababa de recibir. «Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, no hubiera sucedido nada de esto… Sus esfuerzos, el corazón generoso que usted puso en ello, continuarán siempre vivos en uno de aquellos escolares, que pese a los años no ha dejado de ser su alumno agradecido.» Aquel maestro de primaria se había empeñado en que un alumno lleno de talento, que se llamaba Albert Camus, estudiara el bachillerato; lo había preparado a conciencia, había vencido la reticencia de aquella familia de toneleros que se negaba a darle estudios porque necesitaba que el chaval llevara dinero a casa; el maestro le acompañó en tranvía al examen de ingreso, esperó el resultado sentado en un banco en la plaza del instituto y luego se desvivió para que le concedieran una beca. Era un chico espabilado, hijo de una madre sordomuda, de un padre muerto en la batalla de Verdún en la Primera Guerra Mundial y que crecía en el barrio obrero de Belcourt en Argel, entre árabes pobres y franceses subalternos, bajo el cuidado de una abuela. El maestro señor Germain le contestó a la carta: «Creo conocer bien al simpático hombrecillo que eras. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. El éxito no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo el mismo Camus».

En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un niño superdotado que se encontró con un buen maestro como el señor Germain. Por los ventanales de la escuela de un pueblo perdido salía la cantinela de la tabla de multiplicar, con la lluvia en los cristales, según los versos de Machado. Tal vez el niño llegaba a la escuela municipal en invierno atravesando el campo a pie bajo la nevada y en el aula con un dedo lleno de sabañones señalaba en el atlas abierto mares e islas, que a buen seguro nunca podría recorrer. O tal vez jugaba en un descampado en las afueras de la ciudad con otros golfillos sin más horizonte que el de ser un perdedor el resto de su vida. En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un maestro de escuela que un día puso la mano en el hombro de ese niño e hizo todo lo posible para que su talento no se desperdiciara. Convenció a los padres, pobres y analfabetos, de que su hijo debía estudiar y lo preparó personalmente para el ingreso en el instituto.

Hoy es un famoso arquitecto. Tiene cincuenta y nueve años. Ha levantado edificios en Brasil y en Singapur. En el álbum de fotos que contempla ahora con sus tres nietos aparece la imagen de un niño muy bien peinado con la raya en medio, sonriente, con chaqueta y corbata, al lado de un hombre mayor que le pone la mano en el hombro. Los nietos le preguntan quién es ese señor desconocido. Fue la foto que se hizo en el parque el día que aprobó el ingreso en el bachillerato. Todos los éxitos que ha tenido este arquitecto en la vida proceden de aquella mañana en que su destino tomó el sendero apropiado. En la escuela del pueblo quedaron otros compañeros que no pudieron estudiar y que hoy juegan al tute en el hogar del jubilado con gorra y jersey de pico. En el descampado del barrio marginal de la ciudad siguen hoy otros chavales jugando como perros sin collar a merced de la fortuna.

Era un día de junio. El niño se levantó temprano. Su madre le lavó la cara y el pelo con jabón en una palancana en el corral, le fregó la roña de las rodillas con un estropajo, le ayudó a vestirse con los pantalones cortos, la chaqueta, la camisa blanca y la corbata, todo nuevo, estrenado para el caso. El padre se despidió de su hijo sin palabras antes de ir al campo a trabajar de jornalero. El maestro acompañó a este niño en el tren hasta la ciudad. En el vestíbulo del instituto lo dejó en medio de la ruidosa algarabía de otros niños que eran vástagos de la burguesía ciudadana. El niño se sentó por primera vez en un pupitre y esperó las preguntas del examinador. Lengua, historia, geografía, matemáticas. A la salida del examen el maestro de escuela se lo llevó a toma

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