El circuito escalera (Mapa de las lenguas)

Javier Daulte

Fragmento

Walter

El teléfono lo despertó en medio de la noche.

—¿Señor Walter Ponce?

—Sí.

—Lo llamamos de Segursat, la empresa de seguridad privada. Hemos detectado un fallo en el sistema de alarma de su casa. Parece que el equipo ha sido golpeado.

—Eh… bueno… pero no estoy en Buenos Aires. Por favor, llamen a la persona que quedó a cargo de la casa; ustedes tienen su número.

Más dormido que despierto, Walter hablaba automáticamente. El empleado (¿o la empleada?, no lograba dilucidarlo) hizo una pausa para buscar esos datos.

—Aquí figuran usted y la señora Cristina Vegnié. Nadie más.

—También tiene que figurar Walter Nafirier. Yo les di su número de teléfono hace tiempo. —La vigilia empezaba a apoderarse de su conciencia. No era la primera vez que recibía llamadas de ese tipo, y todas habían resultado falsas alarmas.

—¿Puede ser el señor Walter Ponce?

—No, ese soy yo. Tiene que figurar Walter Nafirier.

—No figura, señor Walter.

—Bueno, anote su teléfono —dijo resignado y, a esa altura, irremediablemente desvelado.

Bajó la escalera de la casa que había alquilado en la costa y donde se habían instalado con Cristina hacía más de un mes. Estaba desnudo (así era como dormía) y ni siquiera se molestó en ponerse una remera. A los 44 años tenía buen cuerpo, salvo por la panza, que aunque no le molestaba para moverse, era un puñal clavado en su amor propio que se retorcía con saña cada vez que pasaba frente a un espejo. Su piel había adquirido un tostado atractivo y su expresión se había relajado de manera notable gracias al descanso de las últimas semanas.

Había elegido para las vacaciones el mismo lugar que los años anteriores: una locación en la costa bonaerense con un bosque lo suficientemente frondoso para proponerse como balneario con encanto agreste, de esos que adoran los nuevos pequeñoburgueses y tienden a llenar los bolsillos de otros nuevos pequeñoburgueses. Un balneario con pasado inexistente, próspero presente y dudoso futuro, donde el número de casas aún no llegaba a cien y cuyos habitantes, todos ellos —como él y su mujer— urbanos ejemplares en busca de descanso a altísimos precios en esa zona de la costa, se reunían a diario en el pequeño conjunto de carpas del parador.

El insomnio se había apoderado de él; sabía que ya no volvería a conciliar el sueño. Permaneció un buen rato en la planta baja, revisó su cuaderno de anotaciones y hojeó por enésima vez un libro que le habían regalado para fin de año mientras fumaba un cigarrillo tras otro y tomaba vino. Fuera, en la oscuridad, el pequeño poblado se extendía en medio del bosque tupido. ¿Y si salía con el auto? ¿Adónde podría ir? Desechó la ocurrencia, pero la idea insistió, caprichosamente, tal vez porque ninguna otra cosa se podía hacer más que beber y fumar, o dormir. O quizás el insomnio tenía la característica de volver inexorable aquello perfectamente evitable, como ocurre con ciertos pensamientos que durante la noche parecen indispensables y al día siguiente vuelven a ocupar el lugar que les corresponde: el basurero preconsciente.

A lo mejor, lo que sucedía era que Walter no se resignaba a que la vida no fuera una constante aventura.

Intentó no hacer ruido: Cristina estaba profundamente dormida. Se puso una bermuda y una remera (en playas como esa, era el único vestuario posible), tomó las llaves y salió. Puso el auto en marcha, atravesó la entrada de la casa y una vez en la calle, mientras cerraba el candado del portón de acceso, tuvo la sensación de que se estaba equivocando, de que estaba haciendo algo incorrecto. Sin embargo, no se detuvo. Volvió al auto, se abrochó el cinturón de seguridad y en ese momento sintió lo que un instante después desaparecería gracias a la falsa seguridad que da el hecho de dominar un vehículo: miedo.

Automáticamente, manejó doscientos metros hasta llegar a la calle principal, la segunda paralela al mar. Su carácter céntrico se debía más a los futuros proyectos del balneario que a lo que entonces exhibía la triste avenida: poco más que un supermercado y tres restaurantes, además de ser el acceso al único parador de la playa. Enseguida advirtió que el hábito que lo había llevado sin pensar a la calle principal no tenía sentido esa noche, ya que él solo se proponía… ¿Qué podía proponerse él en aquel poblado artificial? Estaba haciendo lo que nunca hacía en Buenos Aires, donde podemos salir en medio de la noche a buscar cualquier cosa, aunque no sepamos qué, con la seguridad de que algo encontraremos o algo va a encontrarnos. Pero en un lugar como aquel, esas probabilidades se reducen a cero.

Quizás el insomnio había provocado en su cerebro cierto sopor que le impedía advertir lo obvio: lo único que podía hacer era dar vueltas por ahí con el auto hasta hartarse, hasta que amaneciese o hasta que el sueño comenzara a vencerlo. Pero así como un instante de miedo infundado lo había sorprendido poco antes, una percepción no menos caprichosa le hacía sentir un leve cosquilleo en el pecho y en los brazos: algo parecido a la excitación infantil cuando se aproxima el momento de subir a la montaña rusa. ¿Atracción por el vértigo?, ¿por el peligro?

Decidió perderse, y le resultó relativamente fácil. En medio de la oscuridad, era muy difícil leer los carteles señalizadores de las calles, aunque la pérdida de orientación nunca llegaba a prolongarse más que unos pocos minutos, porque al cabo de dos o tres giros por las boscosas bifurcaciones, aparecía iluminada alguna casa conocida o se alcanzaba a vislumbrar la inefable calle principal.

Cuando estuvo seguro de haber llegado a un lugar desconocido, detuvo el coche e intentó suspender los pensamientos dejando que su maquinaria intelectual se mantuviera en un ronroneo alerta pero inconsistente. Con los sentidos más aguzados que la razón, a la espera de que el corazón encontrase su propio ritmo, suspiró largo y profundo. Apagó el motor y de pronto el silencio fue absoluto, aunque rápidamente empezó a hacerse perceptible el sonido que la brisa provocaba en las ramas de los árboles, que en ese lugar formaban una bóveda tupida. Un impulso lo llevó también a apagar los faros, y la oscuridad fue completa; la luz de la luna, si la había (más tarde, cuando la locura se desencadenara, comprobaría que estaba casi en fase de llena), no alcanzaba a iluminar ese rincón. Era como estar en medio de la nada. Estaba convencido de que si el silencio hubiese sido absoluto hubiera podido volverse loco. Los escasos sonidos, el crujido de una pequeña rama seca, el canto de algún ave nocturna, le indicaban que ahí seguía vigente la realidad.

Los segundos le parecían interminables, y la idea de un minuto completo se volvía extraña, inmensa, inquietante. Entonces, de pronto, volvió el miedo, creciendo y envolviéndolo. No se trataba de ese sentimiento tan conocido y habitual en la vida urbana, ese al que era cool llamar pánico. Era una ráfaga creciente e imparable de miedo puro y auténtico, que lo hizo transpirar y le desbocó el corazón. En medio del terror, un momento de lucidez le reveló que algo delante del auto, muy cerca, lo miraba. Era la misma convicción rot

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