Hechos poco fieles

Lena Andersson

Fragmento

libro-2

Prólogo

Uno de los últimos días de abril, a la hora de comer, una floristería de Karlstad recibió un recado singular: una persona deseaba poner un nombre distinto al suyo en la tarjetita que acompañaba la gerbera que había encargado. La flor debía ser entregada a las seis de la tarde en el Scalateatern, en el número 1 de Västra Torggatan. Las instrucciones eran minuciosas y detalladas, y cargaban con el peso de la ansiedad de que el recado no fuera llevado a cabo a la perfección. Todo parecía extremadamente importante para la persona que telefoneaba.

A las seis menos diez, una empleada de la floristería fue caminando desde la tienda hasta el Scalateatern en la fresca tarde de primavera, con una gerbera envuelta y una tarjeta que decía:

«¿Te acuerdas de mí? Cómo íbamos a poder olvidarlo… Encuéntrate conmigo en la plaza mayor aquí en Karlstad a las 22 h. Llevo una margarita en la solapa. Ilse.»

La flor fue entregada en taquilla, donde la empleada de la floristería explicó quién era el destinatario y subrayó que la entrega debía tener lugar durante los aplausos finales. También sus instrucciones eran minuciosas y detalladas, nada debía fallar. Después, volvió a casa con su marido, con quien especuló durante la cena sobre qué clase de relación podía haber detrás de la broma.

—Ella debe de quererlo con locura —dijo la empleada de la floristería, tal vez con algo nuevo y un atisbo de ensueño en la voz, pues su marido se vio claramente molesto y preocupado, allí sentado en su sitio de la mesa, el que siempre había tenido.

—Ese tipo de mujeres no quieren a nadie —dijo.

—¿Crees que él ya está pillado?

—Esas chorradas no se las haces a tu marido.

—A lo mejor habría que hacerlas.

—Si las mujeres escogieran a hombres disponibles, luego no tendrían que insinuarse y complicarse de esa manera. ¿Acaso no son famosos los actores por sus líos de faldas?

La empleada de la floristería dejó el cuchillo y el tenedor en la mesa y dijo:

—Estaba tan ansiosa. Llamó varias veces para controlar si habíamos escrito bien la tarjeta e insistía en que no debía aparecer su nombre sino el de Ilse. Lo deletreó tres veces, y a las cinco y media llamó para comprobar que estábamos de camino. Estaba avergonzada y decidida al mismo tiempo, fue bastante pesada, pero a la vez pedía disculpas por darnos trabajo extra. Era conmovedor, de alguna manera. No deja de resultar curioso.

libro-3

 

Ester Nilsson había alcanzado esa edad en la que te haces mayor cada vez que cumples años. Según ella, empezaba a los treinta y siete. A lo largo de los cinco años que habían pasado desde entonces había publicado cuatro volúmenes de texto denso, dos de lírica antilírica y dos ensayos filosóficos. En cuanto al amor, había estado en plena e ininterrumpida actividad, sin padecer aprendizajes coercitivos; para hilar más fino, consideraba que había que sopesar ese tipo de aprendizajes frente al riesgo de caer en el tedio y la pena de una vida pasiva gobernada por el miedo al rechazo y al fracaso.

También se podía definir diciendo que no se había vuelto cínica, que padecía una suerte de ingenua ausencia de prejuicios: cada situación y persona eran nuevas, debían ser juzgadas desde la raíz y en base a sus propios méritos, debían tener la oportunidad de ir en contra de lo dictaminado por la naturaleza y hacer lo correcto.

En los últimos seis meses había escrito su primera obra teatral, que iba a representarse en otoño en el teatro provincial de Västerås. La obra le daría un nuevo giro a su vida, pero de eso aún no sabía nada. La pieza se llamaba Trío y era una triste reflexión sobre las agonías del amor. La intención de Ester Nilsson había sido el realismo psicológico y, tal y como ella lo veía, era justo lo que había conseguido plasmar, pero la crítica la tomaría por teatro del absurdo.

Conoció a Olof Sten, uno de los actores de la obra, en el cotejo en agosto. Ester nunca había oído su nombre ni le sonaba su cara, pero después de aquella primera reunión que duró todo el día experimentó un aleteo familiar en su interior que no tenía ninguna intención de reprimir. Había algo en la forma en que su mirada se prolongaba en la de ella, limpia, vulnerable y desnuda, y en su voz grave y melódica, en lo que decía y en lo que no, en el hecho de que no saliera cháchara banal de sus labios, sino que más bien mostrara una moderación que Ester apreciaba mucho. El resto era reconocimiento y segregaciones químicas que se encontraban y coincidían, y que no tendría ningún sentido cuestionar o siquiera preguntarse por ellas. El enamoramiento carece de palabras y de sintaxis, por muchos intentos que se haga de vestirlo de gala con el abecedario.

Olof Sten llevaba una camisa burdeos que daba la impresión de ser demasiado abrigada para la época del año, pero parecía ir fresco en ella. La primera pregunta que Ester le hizo fue cómo escribía su nombre.

—Con efe y una e —dijo él y la miró una vez más, como si entendiera.

Trío iba de un hombre atrapado en un matrimonio infeliz que conocía a otra mujer, pero no se atrevía a dejar a su esposa. La obra no era profética. Nada es profético. Las predicciones no parecen ser más que atención excesiva a cosas que han pasado. Lo que ha pasado vuelve a pasar tarde o temprano, en algún sitio, alguna vez. Y no pocas veces le sucede a la misma persona, pues el ser humano tiene sus patrones.

Cuando, hacia la tarde, la función concluyó y los participantes se dispersaron en distintas direcciones, Ester fue a buscar a Olof Sten para hacerle una pregunta irrelevante que había tardado unos minutos en pensar. Por la forma en que él se comportó con ella, le pareció muy claro que no pertenecía a nadie. Más tarde cogió el tren a casa desde Västerås, con el anhelo atacando sus células, nervios y vasos sanguíneos. Mientras subía por Fleminggatan desde la estación central, estaba profundamente sumida en fantasías de abrazos y demás procedimientos.

Al día siguiente le mandó su último poemario a su casa de Estocolmo, junto con un saludo en el que había trabajado un buen rato para que sonase liviano e indiferente. Menos de una semana más tarde, cuando Olof hubo pasado por casa el fin de semana, ella recibió una carta de agradecimiento escrita a mano en la que él le decía que se lo leería con mucho interés. Ester le volvió a escribir, preguntándole si no podrían ir un día a tomar un café, durante algún descanso de los ensayos. Pasaron otro fin de semana y dos días laborales, tras los cuales él la llamó desde Västerås para decirle que había leído su libro y que le había gustado. De lo de ir a tomar una café no comentó nada. Al menos, nada que Ester pudiera oír. Tiempo después comprendería que él había dicho que sí a su propuesta, pero de forma tan críptica y enmarañada que ella lo había pasado por alto; a media conversación, Olof había mencionado que durante el fin de semana había pasado por delante de una cafe

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