Fungus (edición en castellano)

Albert Sánchez Piñol

Fragmento

libro-4

CAPÍTULO I

Ric-Ric, fugitivo y anarquista, se pierde en los Pirineos, donde descubre una naturaleza salvaje y una humanidad cruel

En 1888 todos los que querían atravesar aquella muralla de picos llamada Pirineos lo hacían por un estrecho valle en cuyo centro había una solitaria población llamada la Vella. Los habitantes de la Vella eran buenos y humildes, pero entre ellos también habitaba otro tipo de individuos: los que preferían el lucro a la ley, los que cruzaban por caminos de montaña para evitar fronteras y aranceles, a los que todo el mundo llamaba muscats por el color violeta oscuro de su barretina.

La barretina morada los identificaba. Algunas de aquellas gorras oscuras medían ocho palmos. Si era necesario, la utilizaban como cuerda o cinturón; o como zurrón, cuando no tenían sacos. Rellena de grava, se convertía en una porra silenciosa. Pero sobre todo era un código. Si alguien la llevaba doblada hacia atrás, quería decir que vendía trigo. Doblada hacia la izquierda, que vendía utensilios; y a la derecha, armas. Un nudo significaba que el dueño de la gorra había matado a un hombre; dos nudos, a dos hombres o más. Una barretina en la que hubieran atado una ramita de romero era una advertencia: «Peligro, la Guardia Civil ronda por aquí». Los muscats compartían intereses y supersticiones, y, como sucede con los pescadores, consideraban que en sus viajes transfronterizos debían evitar la presencia de mujeres, que daban mala suerte. Bebían cantidades inverosímiles de vincaud, un vino mezclado con hierbas que servían muy caliente, y cuando el vincaud se les subía a los ojos podían matar a un hombre con la misma indiferencia con la que decapitaban a un conejo. No eran buenas personas.

Los muscats llevaban paquetes de contrabando de veinticinco kilos atados a la espalda. Con aquella carga, montaña arriba, era imposible hacer el trayecto entre España y Francia sin pasar una noche fuera, en un refugio. Por eso todos los muscats de la Vella conocían la casa de Cassian. O, como decían en su idioma, el ostal de Cassian.

En 1888, mil años después de que naciera Filomeno, en las cumbres de los Pirineos orientales vivía un hombre que aseguraba ser descendiente directo del gran guerrero. Se llamaba Cassian, y de su primitivo antepasado había heredado la altura imponente, la barba roja y las cejas aún más rojas. Como había perdido el pelo rojo, era de esos hombres que lucen la calvicie como un atributo. Para compensarla se había dejado crecer unas largas patillas que empalmaban con un bigote casi naranja que destacaba sobre el mentón pelado. Gobernaba su ostal como si fuera un reino oculto en lo más alto de la montaña, en medio de un pequeño prado de hierbajos pisoteados por los muscats. La degradación del entorno anunciaba la presencia humana: el ostal estaba rodeado de residuos; herraduras viejas y baratijas oxidadas, huesos de ganado muerto medio enterrados y detritos de todo tipo.

El edificio era un rectángulo con el tejado de pizarra negra. Dentro, había una pared atravesada por una barra pringosa de madera sin pulir, sostenida por barriles viejos, de la que colgaban unos faldones de arpillera. La barra estaba cubierta de agujeritos en los que reposaban cadáveres de moscas que habían sufrido una agonía horrible, sumergidas en charcos de la bebida del valle: el vincaud. Al fondo estaba la chimenea. Una boca enorme y ahumada, con tres ganchos de hierro ennegrecido de los que colgaban grandes ollas, bárbaras y panzudas.

Los muscats no tenían amigos. Y, aun así, a veces Cassian hacía confidencias a alguno de sus huéspedes.

—¿Sabes una cosa? —le decía—. Soy descendiente de Filomeno, el gran guerrero franco, y algún día encontraré el Poder, que se oculta muy cerca de aquí, en alguna parte.

Ric-Ric irrumpió en el ostal de Cassian una tarde de otoño de aquel 1888. Entró con aquellos ojitos y aquellas cejas negras; entró con aquel pelo largo, como de Jesús en la cruz, y a nadie, ni a Cassian ni a los muscats, se le pasó por la cabeza que aquel hombre tan pequeño iba a cambiar su existencia. A nadie se le pasó por la cabeza que incluso iba a transformar los Pirineos y el mundo entero. Nadie pensó algo así. Y con razón. Menudo cuadro. Nunca habían visto a nadie tan poco preparado para la montaña. Zapatos de ciudad, un abrigo negro desgastado y raído, y un bombín tan negro como la barba y el bigote. Era un individuo rechoncho, ancho de tórax, con los brazos y las piernas un poco cortos pero fuertes. Era todo él algo desaliñado, algo ridículo: con un ojo miraba como un zorro, y con el otro como una gallina. Entró y se sentó delante de la chimenea temblando de frío y abrazándose como si su cuerpo fuera una cáscara.

Cassian le informó de que aquello no era un hotel, sino un escondite; un lugar clandestino en el que solo recalaban los contrabandistas. Si quería pasar la noche allí tendría que pagar tres reales. Pero el hombrecillo no tenía ni uno. Entonces un viejo muscat alzó la voz:

—Seguro que es un confidente.

Y otro, que masticaba trozos de un gran queso, le preguntó:

—¿Quién te envía? ¿La policía española o la francesa?

Cassian preguntó a todo el mundo:

—¿Qué hago?

Y los muscats, con la naturalidad de quien pregunta por una dirección en la calle, le contestaron:

—Garganta, garganta.

Cassian sacó un arma de debajo del mostrador. Hacía años, un carlista camino del exilio le había pagado la estancia con aquel revólver. Era una buena arma, un Lefaucheux modelo 1863. En la culata ponía: «Fábrica de Oviedo». Cassian cargó las seis balas en el tambor y a punta de pistola obligó a Ric-Ric a salir con él del ostal.

Dieron doscientos pasos, Ric-Ric con el cañón del Lefaucheux clavado en los riñones, hasta que llegaron al borde de una garganta. Allí, en la cima del mundo, era más fácil matar, porque allí arriba el olvido sustituía la violencia: despeñaban a un hombre, y la naturaleza simplemente se lo tragaba como si nunca hubiera existido. Solían lanzar a las víctimas a gargantas, que no eran exactamente barrancos, sino grietas abismales. Los muscats decían que las gargantas de los Pirineos estaban tan llenas de cadáveres que cualquier día los huesos desbordarían las profundidades.

Cassian hizo que Ric-Ric se detuviera delante de una de aquellas gargantas, un agujero que se abría en el suelo como un pozo, pero con una boca que no era redonda, sino estrecha y alargada como la sonrisa de un demonio. No se veía el fondo. Cuando Ric-Ric estuvo entre la garganta y el arma, Cassian volvió a insistir:

—Paga los tres reales y dejaré que te marches.

Ric-Ric cayó de rodillas, sollozando, y confesó: huía de la ley porque era un revolucionario ácrata. Cuando lo llevaban a comisaría, lo golpeaban con una barra de hierro. «Ríete, ríete —le decían—, a ver si ahora te ríes». Y él, medio loco, siempre contestaba: «Ric, ric!», «Me río, me río». De ahí le venía el nombre. Pero aquel año de 1888 Barcelona era sede de una Exposición Universal. La autoridad quería limpiar la ciudad de chusma, había más policía que nunca, y él, harto de palizas, había escapado de la urbe. Pero ya no podía alejarse más: al otro lado de la frontera también había polis y jueces. Acabó

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