Ava en la noche

Manuel Vicent

Fragmento

libro-3

 

Cuando lo detuvieron no ofreció ninguna resistencia. Pero una vez en comisaría puso como condición para confesar y relatar los pormenores del cuádruple asesinato que le sirvieran un cocido desde el famoso restaurante Lhardy y una botella de coñac Martell con la idea de compartirlos con los policías que lo iban a interrogar, como si se tratara de una agradable charla de sobremesa entre amigos.

El juicio había constituido un gran acontecimiento social. La cola de curiosos daba la vuelta a la manzana de la Audiencia Provincial y en ella, entre gentes del común, había caras muy conocidas de la farándula madrileña, artistas flamencos, reinas de la copla, algunas marquesas, toreros, señoritos de Serrano, y según algunos cronistas de tribunales también se pudo ver a un Orson Welles pletórico con su buena tripa y un puro en la boca. Algunos menesterosos madrugaban para coger la vez en la cola y cederla por cinco duros a algún pudiente rezagado. Durante la espera, antes de que abrieran las puertas de la Audiencia, se vendían barquillos, bombón helado, bocadillos y agua fresca, como en cualquier verbena castiza. Solo faltaba que un chulapo con la gorra ladeada accionara la manivela de un organillo con el codo y se expandieran por el aire las alegres notas de un chotis. Uno de los que no quisieron perderse el espectáculo fue el diestro Luis Miguel Dominguín, que había participado con el reo y con Ava Gardner en algunos saraos en Villa Rosa y deseaba echarle el último vistazo a su famoso pescuezo de toro con rizos de brillantina, sobre el cual todo el mundo esperaba que trabajaría el verdugo. Tales fueron la expectación y el bullicio del público dentro de la sala, que algunos se mostraron dispuestos a sentarse junto al reo en el banquillo de los acusados, el único sitio que quedaba libre. En cada sesión de las cinco jornadas que duró la vista, el asesino lució un terno distinto y se mostró sumamente correcto. Convicto y confeso, hizo alarde de ser todo un caballero, lo que se dice un gran español. Veredicto: culpable. Sentencia: cuatro penas capitales. «¡Qué lástima, solo pudieron aplicarle una, no más! ¿Y por qué no las cuatro?», exclamó Bobby Deglané en su programa de radio Cabalgata fin de semana. Y dicho esto, a continuación, sonó «La niña de fuego», de Manolo Caracol, que a la sazón andaba muy encelado con Lola Flores.

Amanecía un cielo sin nubes en Madrid aquel 4 de julio de 1959, el día en que lo ejecutaron. El reo se levantó temprano y, como si fuera un día cualquiera, dicen que se lavó la cara y pidió permiso al alguacil para cepillarse los dientes, entre los que brillaban cuatro muelas de oro de veintidós quilates, permiso que le fue denegado por si le daba por tragarse el cepillo; luego realizó algunas flexiones y estiramientos, se vistió con cierta parsimonia un traje de verano, camisa y pantalón blancos de algodón, chaqueta azul de lino, corbata de seda con pasador de un club de polo de Miami y zapatos ingleses de puntera cuadrada. Acicalado de esta manera, después de oír misa y de comulgar con devoción, a las seis de la madrugada, con paso sereno y sin perder el orgullo, se dirigió muy engallado al rincón del patio de la prisión de Carabanchel donde le esperaba, junto al tinglado del garrote, el verdugo Antonio López Sierra, alias «el Corujo», quien, temeroso de arruinar su prestigio si le flaqueaban las piernas, se había tomado tres cazallas para estar a la altura de la situación.

Se anunciaba un caluroso día de verano. En las acacias y moreras del barrio de Carabanchel habían comenzado a cantar los pájaros, y en un alero del patio de la cárcel zureaban unos palomos cuando, en el momento supremo de la ejecución, entre el verdugo y el reo, según parece, se cruzaron unas palabras que si bien no eran de cortesía, no estaban exentas de la buena educación recibida en el Colegio del Pilar.

—¿Me vas a hacer daño? —preguntó el reo.

—Tranquilo. Esto es un ver y no ver —respondió el verdugo con voz de aguardiente.

—Si te molesta la corbata, me la quito —le dijo el condenado.

—Basta con que se afloje el nudo.

—Me gustaría morir con ella puesta, y con el pasador. Después, si el alguacil lo permite, te la quedas de recuerdo o la vendes en el Rastro —fueron las últimas palabras del reo.

El verdugo pensó que hubiera preferido quedarse con sus cuatro muelas de oro. Era una lástima que se perdieran, ciertamente, a menos que algún sepulturero se hiciera cargo de ellas como parte del negocio clandestino del desguace de muertos que funcionaba en la capital de España. Qué pena tenerle que hacer esto a un señorito tan elegante, pensaría tal vez el verdugo. A continuación, inició la faena. Esa tarde toreaba Luis Miguel Dominguín un mano a mano con Antonio Ordóñez en la Feria de Julio en Valencia y Ava Gardner estaba en la barrera con abanico, gafas de sol, sombrero de paja fina, los antebrazos apoyados en la maroma, y, en un burladero de callejón, Hemingway tomaba notas sobre aquel verano sangriento y dejaba que las cámaras de los fotógrafos le frieran las barbas.

En la barra de un bar del Madrid castizo, por Tirso de Molina, mientras en la radio sonaba la canción «El emigrante», de Juanito Valderrama, ante una ración de gallinejas a la romana, un guardia civil con uniforme de faena explicaba a un corro que atendía en silencio:

—El garrote consiste en un dogal de hierro con un tornillo que avanza impulsado por una manivela hacia la cervical del condenado y actúa como una puntilla. El efecto es inmediato, pero si no se ejecuta correctamente, la agonía puede prolongarse mediante un forcejeo muy cruel.

—Como el descabello en los toros —comentó un aficionado.

—Eso es, sí señor, usted lo ha dicho. Pero hay que acertar a la primera. En cierto modo también se trata de un arte.

No sucedió así esta vez. Aunque el Corujo llevaba en su hoja de servicios trece trabajos de esta índole ejecutados con mucha pericia, entre ellos el de la envenenadora de Valencia, en esta ocasión, tal vez por estar demasiado bebido, su arte como puntillero no estuvo a la altura de lo que se esperaba, ya que tuvo que pelear durante veinte minutos con el rocoso y ensortijado pescuezo del condenado antes de que la argolla del garrote se lo rompiera. Durante este combate, en el que el taburete de asiento quedó casi destrozado, a cada rato se acercaba el forense con el fonendoscopio, lo aplicaba al pecho del reo y, al comprobar que el corazón, si bien a duras penas, aún latía, murmuraba:

—Todavía no.

Se refería a que el alma se resistía a salir de aquel cuerpo que sin duda llevaría en la barriga restos del festín que se despachó en capilla como última voluntad aquella misma noche, compuesto por una docena de ostras, un paté de oca, un puro habano y una botella de whisky Jack Daniel’s, pagado al parecer por su adinerada familia. En ese momento aún creía que por ser sobrino carnal del presidente del Tribunal Supremo, vástago del régimen, lo eximirían de la última pena. Lo pensó hasta el instante final, de ahí su desparpajo ante el destino, como toreando de salón a la muerte. Pudo haberse librado si no hubiera matado también a la criada, según cuentan que dijo el Caudillo antes de firmar el enterado como puntillero mayor del Estado español. Este pavo real tuvo el luctuoso honor de ser el último condenado a muerte con garrote vil por la justicia ordinaria. Y así acabó el garrote

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