Prólogo
Esta novela nació gracias a un breve suelto que leí en Le Monde, a principios de los sesenta, informando que una mini rebelión de un subteniente, un sindicalista y un puñado de escolares había estallado y sido aplastada casi al mismo tiempo en la sierra peruana. Veinte años después reconstruí esa historia, fantaseándola y documentándola, para mostrar, en un cotejo tenso, las dos caras de la ficción, según opere disfrazada de ciencia de la historia, o luciéndose en la literatura como pura invención.
La historia de Mayta es incomprensible separada de su tiempo y lugar, aquellos años en que, en América Latina, se hizo religión la idea, entre impacientes, aventureros e idealistas (yo fui uno de ellos), de que la libertad y la justicia se alcanzarían a tiros de fusil. Esta ilusión hizo correr ríos de sangre, desaparecer a muchos jóvenes generosos, entronizó dictaduras militares sanguinarias y, a fin de cuentas, retrasó veinte años la democratización de Hispanoamérica. Pero la novela se ocupa de estos asuntos sólo al trasluz de su tema central: la ambivalente naturaleza de la ficción, que, cuando se infiltra en la vida política, la desnaturaliza y violenta, y que, en la literatura, más bien, crea espectáculos que nos conmueven, enriquecen y ayudan a vivir. Sospecho que, a pesar de su apariencia, esta novela no es sólo la peor entendida y la más maltratada, sino también la más literaria de todas las que he escrito, aunque sus apasionados críticos vieran en ella —oh manes de la ideología— sólo una diatriba política.
La escribí entre 1983 y 1984, en Lima y en Londres, y cuando creía haberla terminado súbitamente se me apareció el modelo vivo de Mayta, para obligarme a rehacer el último capítulo. Era un hombre golpeado y sin memoria, que me escuchó, perplejo, relatarle las proezas de su biografía.
MARIO VARGAS LLOSA
Londres, junio de 2000
I
Correr en las mañanas por el malecón de Barranco, cuando la humedad de la noche todavía impregna el aire y tiene a las veredas resbaladizas y brillosas, es una buena manera de comenzar el día. El cielo está gris, aun en el verano, pues el sol jamás aparece sobre el barrio antes de las diez, y la neblina imprecisa la frontera de las cosas, el perfil de las gaviotas, el alcatraz que cruza volando la quebradiza línea del acantilado. El mar se ve plomizo, verde oscuro, humeante, encabritado, con manchas de espuma y olas que avanzan guardando la misma distancia hacia la playa. A veces, una barquita de pescadores zangolotea entre los tumbos; a veces, un golpe de viento aparta las nubes y asoman a lo lejos La Punta y las islas terrosas de San Lorenzo y el Frontón. Es un paisaje bello, a condición de centrar la mirada en los elementos y en los pájaros. Porque lo que ha hecho el hombre, en cambio, es feo.
Son feas estas casas, imitaciones de imitaciones, a las que el miedo asfixia de rejas, muros, sirenas y reflectores. Las antenas de la televisión forman un bosque espectral. Son feas estas basuras que se acumulan detrás del bordillo del Malecón y se desparraman por el acantilado. ¿Qué ha hecho que en este lugar de la ciudad, el de mejor vista, surjan muladares? La desidia. ¿Por qué no prohíben los dueños que sus sirvientes arrojen las inmundicias prácticamente bajo sus narices? Porque saben que entonces las arrojarían los sirvientes de los vecinos, o los jardineros del parque de Barranco, y hasta los hombres del camión de la basura, a quienes veo, mientras corro, vaciando en las laderas del acantilado los cubos de desperdicios que deberían llevarse al relleno municipal. Por eso se han resignado a los gallinazos, las cucarachas, los ratones y la hediondez de estos basurales que he visto nacer, crecer, mientras corría en las mañanas, visión puntual de perros vagos escarbando los muladares entre nubes de moscas. También me he acostumbrado, estos últimos años, a ver, junto a los canes vagabundos, a niños vagabundos, viejos vagabundos, mujeres vagabundas, todos revolviendo afanosamente los desperdicios en busca de algo que comer, que vender o que ponerse. El espectáculo de la miseria, antaño exclusivo de las barriadas, luego también del centro, es ahora el de toda la ciudad, incluidos estos distritos —Miraflores, Barranco, San Isidro— residenciales y privilegiados. Si uno vive en Lima tiene que habituarse a la miseria y a la mugre o volverse loco o suicidarse.
Pero estoy seguro que Mayta nunca se habituó. En el Colegio Salesiano, a la salida, antes de subir al ómnibus que nos llevaba a Magdalena, donde vivíamos los dos, corría a darle a don Medardo, un ciego harapiento que se apostaba con su violín desafinado a la puerta de la iglesia de María Auxiliadora, el pan con queso de la merienda que nos repartían los padres en el último recreo. Y los lunes le regalaba un real, que debía ahorrar de su propina del domingo. Cuando nos preparábamos para la primera comunión, en una de las pláticas, hizo dar un respingo al padre Luis preguntándole a boca de jarro: «¿Por qué hay pobres y ricos, padre? ¿No somos todos hijos de Dios?». Andaba siempre hablando de los pobres, de los ciegos, de los tullidos, de los huérfanos, de los locos callejeros, y la última vez que lo vi, muchos años después de haber sido condiscípulos salesianos, volvió a su viejo tema, mientras tomábamos un café en la plaza San Martín: «¿Has visto la cantidad de mendigos, en Lima? Miles de miles». Aun antes de su famosa huelga de hambre, en la clase muchos creíamos que sería cura. En ese tiempo, preocuparse por los miserables nos parecía cosa de aspirantes a la tonsura, no de revolucionarios. Entonces sabíamos mucho de religión, poco de política y absolutamente nada de revolución. Mayta era un gordito crespo, de pies planos, con los dientes separados y una manera de caminar marcando las dos menos diez. Iba siempre de pantalón corto, con una chompa de motas verdes y una chalina friolenta que conservaba en las clases. Lo fastidiábamos mucho por preocuparse de los pobres, por ayudar a decir misa, por rezar y santiguarse con tanta devoción, por lo malo que era jugando fútbol, y, sobre todo, por llamarse Mayta. «Cómanse sus mocos», decía él.
Por modesta que fuera su familia, no era el más pobre del colegio. Los alumnos del Salesiano nos confundíamos con los de los colegios fiscales, porque el nuestro no era un colegio de blanquitos como el Santa María o La Inmaculada, sino de chicos de estratos pobres de la clase media, hijos de empleados, funcionarios, militares, profesionales sin mucho éxito, artesanos y hasta obreros calificados. Había entre nosotros más cholos que blancos, mulatos, zambitos, chinos, niséis, sacalaguas y montones de indios. Pero aunque muchos salesianos tenían la piel cobriza, los pómulos salientes, la nariz chata y el pelo trinche, el único de nombre indio que yo recuerde era Mayta. Por lo demás, no había en él más sangre india que en cualquiera de nosotros y su piel paliducha verdosa, sus cabellos ensortijados y sus facciones eran los del peruano más común: el mestizo. Vivía a la vuelta de la parroquia de la Magdalena, en una casita angosta, despintada y sin jardín, que yo conocí muy bien, porque durante un mes fui allí todas las tardes a que leyéramos juntos, en voz alta, El conde de Montecristo, novela que me habían regalado en mi cumpleaños y que a los dos nos encantó. Su madre trabajaba de enfermera en la Maternidad y ponía inyecciones a domicilio. La veíamos desde la ventanilla del ómnibus, cuando abría la puerta a Mayta. Era una señora robusta, de cabellos grises, que daba a su hijo un beso expeditivo, como si le faltara tiempo. A su papá nunca lo vimos y yo estaba seguro que no existía, pero Mayta juraba que andaba siempre de viaje, por su trabajo, pues era ingeniero (la profesión reverenciada de aquellos tiempos).
He terminado de correr. Veinte minutos de ida y vuelta entre el parque Salazar y mi casa es decoroso. Además, mientras corría, he conseguido olvidar que estaba corriendo y he resucitado las clases en el Salesiano y la cara seriota de Mayta, sus andares bamboleantes y su voz de pito. Está ahí, lo veo, lo oigo y lo seguiré viendo y oyendo mientras se normaliza mi respiración, hojeo el periódico, desayuno, me ducho y comienzo a trabajar.
Cuando su madre murió —estábamos en tercero de media—, Mayta se fue a vivir con una tía que era también su madrina. Hablaba de ella con cariño y nos contaba que le hacía regalos en la Navidad y en su santo y que lo llevaba a veces al cine. Debía ser muy buena, en efecto, pues la relación entre él y doña Josefa se mantuvo después de que Mayta se independizó. A pesar de los percances de su vida, la siguió visitando regularmente a lo largo de los años y fue en casa de ella, precisamente, que tuvo lugar aquel encuentro con Vallejos.
¿Cómo es ahora, un cuarto de siglo después de aquella fiesta, doña Josefa Arrisueño? Me lo pregunto desde que hablé con ella por teléfono y, venciendo su desconfianza, la persuadí que me recibiera. Me lo pregunto al bajar del colectivo que me deja en la esquina del paseo de la República y la avenida Angamos, a las puertas de Surquillo. Éste es un barrio que conozco bien. Venía de chico, con mis amigos, en noches de fiesta, a tomar cerveza en El Triunfo, a traer zapatos a renovar y ternos a darles la vuelta, y a ver películas de cowboys en sus cines incómodos y malolientes: el Primavera, el Leoncio Prado, el Maximil. Es uno de los pocos barrios de Lima que casi no ha cambiado. Todavía está lleno de sastres, zapateros, callejones, imprentas con cajistas que componen los tipos a mano, garajes municipales, bodeguitas cavernosas, barcitos de tres por medio, depósitos, tiendas de medio pelo, pandillas de vagos en las esquinas y chiquillos que patean una pelota en plena pista, entre autos, camiones y triciclos de heladeros. La muchedumbre en las veredas, las casitas descoloridas de uno o dos pisos, los charcos grasientos, los perros famélicos parecen los de entonces. Pero, ahora, estas calles antaño sólo hamponescas y prostibularias son también marihuaneras y coqueras. Aquí tiene lugar un tráfico de drogas aún más activo que en La Victoria, el Rímac, El Porvenir o las barriadas. En las noches, estas esquinas leprosas, estos conventillos sórdidos, estas cantinas patéticas, se vuelven «huecos», lugares donde se venden y se compran «pacos» de marihuana y de cocaína y continuamente se descubren, en estos tugurios, rústicos laboratorios para procesar la pasta básica. Cuando la fiesta que cambió la vida de Mayta, estas cosas no existían. Muy poca gente sabía entonces en Lima fumar marihuana, y la cocaína era cosa de bohemios y de boîtes de lujo, algo que usaban sólo algunos noctámbulos para quitarse la borrachera y continuar la farra. La droga estaba lejos de convertirse en el negocio más próspero de este país y de extenderse por toda la ciudad. Nada de eso se ve, mientras camino por el jirón Dante hacia su encuentro con el jirón González Prada, como debió hacerlo Mayta aquella noche, para llegar a casa de su tía madrina, si es que vino en ómnibus, colectivo o tranvía, pues en 1958 todavía traqueteaban los tranvías por donde ruedan ahora, veloces, los autos del Zanjón. Estaba cansado, aturdido, con un leve zumbido en las sienes y unas ganas enormes de meter los pies en el lavador de agua fría. No había mejor remedio contra la fatiga del cuerpo o del ánimo: esa sensación fresca y líquida en las plantas, el empeine y los dedos de los pies sacudía el cansancio, el desánimo, el malhumor, levantaba la moral. Había caminado desde el amanecer, tratando de vender Voz Obrera en la plaza Unión a los trabajadores que bajaban de los ómnibus y tranvías y entraban a las fábricas de la avenida Argentina, y, luego, hecho dos viajes desde el cuarto del jirón Zepita hasta la plaza Buenos Aires, en Cocharcas, llevando primero unos esténciles y luego un artículo de Daniel Guérin, traducido de una revista francesa, sobre el colonialismo francés en Indochina. Había estado horas de pie en la minúscula imprenta de Cocharcas, que, pese a todo, seguía editando el periódico (con pie de imprenta falso y cobrando por adelantado), ayudando al tipógrafo a componer los textos y corrigiendo pruebas, y, luego, tomando un solo ómnibus en vez de los dos que hacía falta, ido al Rímac, donde, en un cuartito de la avenida Francisco Pizarro, dirigía todos los miércoles un círculo de estudios con un grupo de estudiantes de San Marcos y de Ingeniería. Y después, sin darse un respiro, con el estómago que protestaba porque en todo el día sólo le había echado un plato de arroz con menestras en el restaurante universitario del jirón Moquegua (al que aún tenía acceso por un carnet del año de la mona, que cada cierto tiempo falsificaba, actualizándolo), había asistido a la reunión del Comité Central del POR(T), en el garaje del jirón Zorritos, que había durado dos horas largas, humosas y polémicas. ¿Quién podía tener ganas de una fiesta después de ese trajín? Aparte de que siempre había detestado las fiestas. Las rodillas le temblaban y sus pies parecían pisar ascuas. Pero ¿cómo no ir? Salvo por ausencia o cárcel, nunca había faltado. Y en el futuro, cansado o no, con los pies deshechos o no, tampoco faltaría, aunque fuera sólo para una visita veloz, el tiempo de decirle a la tía que la quería. La casa estaba llena de ruido. La puerta se abrió en el acto: hola, ahijado.
—Hola, madrina —dijo Mayta—. Feliz cumpleaños.
—¿La señora Josefa Arrisueño?
—Sí. Pase, pase.
Es una mujer que se conserva bien, pues tiene que haber dejado atrás los setenta. No lo delata en absoluto: su piel no luce arrugas y en sus cabellos trigueños hay pocas canas. Es regordeta pero bien formada, con unas caderas abundantes y un vestido lila ceñido por una correa roja. La habitación es amplia, oscura, con sillas disímiles, un gran espejo, una máquina de coser, un televisor, una mesa, un Señor de los Milagros, un san Martín de Porres, fotografías en la pared y un florero con rosas de cera. ¿Fue aquí la fiesta en la que Mayta conoció a Vallejos?
—Aquí mismo —asiente la señora Arrisueño, echando una mirada circular. Me señala una mecedora atiborrada de periódicos—: Los estoy viendo, ahí, conversa y conversa.
No había mucha gente, pero sí humo, voces, retintín de vasos y el vals Ídolo a todo el volumen del pickup. Una pareja bailaba y varias seguían el ritmo de la música batiendo palmas o canturreando. Mayta sintió, como siempre, que sobraba, que en cualquier momento metería la pata. Nunca tendría desenvoltura para alternar en sociedad. La mesa y las sillas habían sido arrinconadas de modo que hubiera sitio para bailar, y alguien tenía una guitarra en los brazos. Estaban las gentes previsibles y otras más: sus primas, sus enamorados, vecinos del barrio, parientes y amistades que recordaba de otros cumpleaños. Pero al flaquito parlanchín lo veía por primera vez.
—No era un amigo de la familia —dice la señora Arrisueño—, sino enamorado o pariente o algo de una amiga de Zoilita, la mayor de mis hijas. Ella lo trajo y nadie sabía nada de él.
Pero pronto supieron que era simpático, bailarín, bueno para el trago, contador de chistes y conversador. Después de saludar a sus primas, Mayta, con un sándwich de jamón en una mano y un vaso de cerveza en la otra, buscó una silla donde derrumbar su cansancio. La única libre estaba junto al flaquito, quien, de pie, accionando, mantenía atento a un corro de tres: las primas Zoilita y Alicia y un viejo en zapatillas de levantarse. Tratando de pasar desapercibido, Mayta se sentó junto a ellos, a esperar que corriera el tiempo prudente para irse a dormir.
—Nunca se quedaba mucho —dice la señora Arrisueño, revolviendo sus bolsillos en pos de un pañuelo—. No le gustaban las fiestas. No era como todo el mundo. Nunca lo fue, ni de chico. Siempre serio, siempre formalito. Su madre decía: «Nació viejo». Ella era mi hermana ¿sabe? El nacimiento de Mayta fue la desgracia de su vida, porque, apenas supo que había quedado embarazada, su novio se hizo humo. Hasta nunca jamás. ¿Usted cree que Mayta sería así por no haber tenido padre? Sólo venía a mi santo por cumplir conmigo. Yo me lo traje aquí cuando murió mi hermana. Fue el hombrecito que no me dio Dios. Sólo hijas tuve. Zoilita y Alicia. Las dos en Venezuela, casadas y con hijos. Les va muy bien allá. Yo hubiera podido casarme de nuevo, pero mis hijas se oponían tanto que me quedé viuda nomás. Un gran error, le digo. Porque, ahora, vea usted lo que es mi vida, sola como un hongo y expuesta a que los ladrones se metan aquí cualquier día. Mis hijas me mandan algo todos los meses. Si no fuera por ellas, no pararía la olla ¿sabe?
Mientras habla, me examina, disimulando apenas su curiosidad. Tiene una voz con gallos, parecida a la de Mayta, unas manos como tamales, y, aunque sonría a veces, ojos tristes y aguanosos. Se queja de la vida que sube, de los atracos callejeros —«No hay una sola vecina en esta calle que no haya sido asaltada por lo menos una vez»—, del robo a la sucursal del Banco de Crédito con un tiroteo que causó tantas desgracias, y de no haber podido irse también a Venezuela, donde, al parecer, sobra la plata.
—En el Salesiano, creíamos que Mayta se metería de cura —le digo.
—Mi hermana también lo creía —asiente, sonándose—. Y yo. Se persignaba al pasar por las iglesias, comulgaba cada domingo. Un santito. Quién lo hubiera dicho ¿no? Que terminara comunista, quiero decir. En ese tiempo parecía imposible que un beato se volviera comunista. También eso cambió, ahora hay muchos curas comunistas ¿no? Me acuerdo clarito el día que entró por esa puerta.
Avanzó hasta ella con sus libros del colegio bajo el brazo y, cerrando los puños como si fuera a trompearse, recitó de un tirón lo que venía a anunciarle, esa decisión que lo había tenido en vela toda la noche:
—Comemos mucho, madrina, no pensamos en los pobres. ¿Sabes lo que comen ellos? Te advierto que, desde hoy, sólo tomaré una sopa al mediodía y un pan en la noche. Como don Medardo, el cieguito.
—Por esa ventolera terminó en el hospital —recuerda doña Josefa.
La ventolera le duró varios meses y lo fue enflaqueciendo, sin que en la clase adivináramos el porqué, hasta que el padre Giovanni nos lo reveló, lleno de admiración, el día que lo internaron en el Hospital Loayza. «Todo este tiempo ha estado privándose de comer, para identificarse con los pobres, por solidaridad humana y cristiana», murmuraba, pasmado con lo que la madrina de Mayta había venido a contar al colegio. A nosotros la historia nos dejó confusos, tanto que no nos atrevimos a hacerle muchas bromas cuando volvió, repuesto a base de inyecciones y tónicos. «Este muchacho dará que hablar», decía el padre Giovanni. Sí, dio que hablar, pero no en el sentido que usted creía, padre.
—En mala hora se le ocurrió venir esa noche —suspira la señora Arrisueño—. Si no hubiese venido, no habría conocido a Vallejos y no habría pasado nada de lo que pasó. Porque fue Vallejos el invencionero, eso lo sabe todo el mundo. Mayta venía, me daba el abrazo y al ratito se iba. Pero esa noche se quedó hasta el último, habla que habla con Vallejos, en ese rincón. Habrán pasado veinticinco años y me acuerdo como si fuera ayer. La revolución para aquí, la revolución para allá. Toda la santa noche.
¿La revolución? Mayta se volvió a mirarlo. ¿Había hablado el muchacho o el viejo en zapatillas?
—Sí, señor, mañana mismo —repitió el flaquito, elevando el vaso que empuñaba en la mano derecha—. La revolución socialista podría empezar mañana mismo, si quisiéramos. Como se lo digo, señor.
Mayta volvió a bostezar y se desperezó, sintiendo cosquillas en el cuerpo. El flaquito hablaba de la revolución socialista con el mismo desparpajo con que, un momento atrás, contaba chistes de Otto y Fritz o la última pelea de «nuestro crédito nacional, Frontado». A pesar de su cansancio, Mayta se puso a escuchar: eso que estaba pasando en Cuba no era nada comparado con lo que podría pasar en el Perú, si quisiéramos. El día que los Andes se muevan, el país entero temblará. ¿Sería aprista? ¿Sería rabanito? Pero, un comunista en la fiesta de su madrina, imposible. Mayta no recordaba haber oído jamás hablar a nadie de política en esta casa.
—¿Y qué está pasando en Cuba? —preguntó la prima Zoilita.
—Ese Fidel Castro juró que no se cortará la barba hasta derrocar a Batista —se rió el flaquito—. ¿No has visto lo que hacen por el mundo los del 26 de Julio? Pusieron una bandera en la Estatua de la Libertad, en Nueva York. Batista se hunde, es ya un colador.
—¿Quién es Batista? —preguntó la prima Alicia.
—Un déspota —explicó el flaquito, con ímpetu—. El dictador de Cuba. Lo que pasa allá no es nada comparado con lo que puede pasar acá. Gracias a nuestra geografía, quiero decir. Un verdadero regalo de Dios para la revolución. Cuando los indios se alcen, el Perú será un volcán.
—Bueno, pero ahora bailen —dijo la prima Zoilita—. Aquí se viene a bailar. Voy a poner algo movido.
—Las revoluciones son cosa seria, yo por lo menos no soy partidario —oyó Mayta decir al anciano en zapatillas, con voz pedregosa—. Cuando el levantamiento aprista de Trujillo, el año treinta, hubo una matanza de padre y señor mío. Los apristas se metieron al cuartel y liquidaron no sé cuántos oficiales. Sánchez Cerro mandó aviones, tanques, los aplastó y fusilaron a mil apristas en las ruinas de Chan Chan.
—¿Usted estuvo ahí? —abrió los ojos el flaquito, entusiasmado. Mayta pensó: «Las revoluciones y los partidos de fútbol son para él la misma cosa».
—Yo estaba en Huánuco, en mi peluquería —dijo el viejo en zapatillas—. Hasta allá arriba llegaron ecos de la matanza. A los pocos apristas que había en Huánuco, los correteó y metió en cintura el prefecto. Un militarcito de mal genio, muy enamoradizo. El coronel Badulaque.
Al poco rato, la prima Alicia también se fue a bailar y el flaquito pareció desanimarse al ver que se había quedado con el anciano de único interlocutor. Descubriendo a Mayta, le estiró el vaso: salud, compadre.
—Salud —dijo Mayta, chocando su vaso.
—Me llamo Vallejos —dijo el flaquito, estrechándole la mano.
—Y yo Mayta.
—Por hablar tanto, perdí a mi pareja —se rió Vallejos, señalando a una muchacha con cerquillo, a la que Pepote, un lejano primo de Alicia y Zoilita, trataba de pegarle la cara mientras bailaban Contigo en la distancia—. Si la aprieta un poco más, Alci le manda su sopapo.
Parecía de dieciocho o diecinueve, por su esbeltez, su cara lampiña y su pelo cortado casi al rape, pero, pensó Mayta, no debía ser tan joven. Sus ademanes, tono de voz, seguridad, sugerían alguien más cuajado. Tenía unos dientes grandes y blancos que le alegraban la cara morena. Era uno de los pocos que llevaba saco y corbata, y, además, un pañuelito en el bolsillo. Sonreía todo el tiempo y había en él algo directo y efusivo. Sacó una cajetilla de Inca y ofreció un cigarrillo a Mayta. Se lo encendió.
—Si la revolución aprista del treinta hubiera triunfado, otro gallo cantaría —exclamó, echando humo por la nariz y por la boca—. No habría tanta injusticia ni desigualdad. Se habrían cortado las cabezas que hay que cortar y el Perú sería otro. No creas que soy aprista, pero al César lo que es del César. Yo soy socialista, compadre, por más que digan que militar y socialista no cuadran.
—¿Militar? —respingó Mayta.
—Alférez —asintió Vallejos—. Me recibí el año pasado, en Chorrillos.
Carambolas. Ahora entendió de dónde salían el corte de pelo de Vallejos y sus maneras impulsivas. ¿Era eso lo que llamaban don de mando? Increíble que un militar hubiera dicho esas cosas.
—Fue una fiesta histórica —afirma la señora Josefa—. Porque Mayta y Vallejos se conocieron y también porque mi sobrino Pepote conoció a Alci. Se enamoró de ella y dejó de ser el vago y mataperro que era. Buscó trabajo, se casó con Alci y se fueron a Venezuela también, quién como ellos. Pero parece que andan ahora cada uno por su lado. Ojalá que sean sólo chismes. Ah, lo reconoce ¿no? Sí, es Mayta. Hace un montón de años.
En la imagen, esfumada en los contornos, amarillenta, parece de cuarenta o más. Es una instantánea de fotógrafo ambulante, tomada en una plaza irreconocible, con poca luz. Está de pie, una bufanda suelta sobre los hombros y una expresión de incomodidad, como si la resolana le hiciera cosquillas en los ojos o lo avergonzara posar ante los transeúntes, en plena vía pública. Lleva en la mano derecha un maletín o un paquete o una carpeta, y, a pesar de lo borroso de la imagen, se advierte lo mal vestido que está: los pantalones bolsudos, el saco descentrado, la camisa con un cuello demasiado ancho y una corbata con un nudito ridículo y mal ajustado. Los revolucionarios usaban corbata entonces. Tiene los cabellos alborotados y crecidos y una cara algo distinta a la de mi memoria, más llena y ceñuda, una seriedad crispada. Ésa es la impresión que comunica la fotografía: un hombre con un gran cansancio a cuestas. De no haber dormido lo suficiente, haber caminado mucho, o, incluso, algo más antiguo, la fatiga de una vida que ha llegado a una frontera, todavía no la vejez pero que puede serlo si atrás de ella no hay, como en el caso de Mayta, más que ilusiones rotas, frustraciones, equivocaciones, enemistades, perfidias políticas, estrecheces, malas comidas, cárcel, comisarías, clandestinidad, fracasos de toda índole y nada que remotamente se parezca a una victoria. Y, sin embargo, en esa cara exhausta y tensa se trasluce también de algún modo esa probidad secreta, incólume ante los reveses, que siempre me maravillaba reencontrar en él a lo largo de los años, esa pureza juvenil, capaz de reaccionar con la misma indignación contra cualquier injusticia, en el Perú o en el último rincón del mundo, y esa convicción justiciera de que la única tarea impostergable y urgentísima era cambiar el mundo. Una foto extraordinaria, sí, que atrapó de cuerpo entero al Mayta que conoció Vallejos aquella noche.
—Yo le pedí que se la tomara —dice doña Josefa, volviendo a colocarla en la repisita—. Para tener un recuerdo de él. ¿Ve esas fotos? Todos parientes, algunos lejanísimos. La mayoría muertos ya. ¿Ustedes eran muy amigos?
—Dejamos de vernos muchos años —le digo—. Después, nos encontrábamos algunas veces, pero muy de cuando en cuando.
Doña Josefa Arrisueño me mira y yo sé lo que piensa. Quisiera tranquilizarla, disipar sus dudas, pero es imposible porque, a estas alturas, sé tan poco de mis proyectos sobre Mayta como ella misma.
—¿Y qué va a escribir sobre él? —murmura, pasándose la lengua por los labios carnosos—. ¿Su vida?
—No, su vida no —le respondo, buscando una fórmula que no la confunda más—. Algo inspirado en su vida, más bien. No una biografía sino una novela. Una historia muy libre, sobre la época, el medio de Mayta y las cosas que pasaron en esos años.
—¿Y por qué sobre él? —se anima la señora Arrisueño—. Hay otros más famosos. El poeta Javier Heraud, por ejemplo. O los del MIR, De la Puente, Lobatón, esos de los que se habla siempre. ¿Por qué Mayta? Si de él no se acuerda nadie.
En efecto ¿por qué? ¿Porque su caso fue el primero de una serie que marcaría una época? ¿Porque fue el más absurdo? ¿Porque fue el más trágico? ¿Porque, en su absurdidad y tragedia, fue premonitorio? ¿O, simplemente, porque su persona y su historia tienen para mí algo invenciblemente conmovedor, algo que, por encima de sus implicaciones políticas y morales, es como una radiografía de la infelicidad peruana?
—O sea que tú no crees en la revolución —simuló escandalizarse Vallejos—. O sea que eres de los que creen que el Perú seguirá tal cual hasta el fin de los tiempos.
Mayta le sonrió, negando.
—El Perú cambiará. La revolución vendrá —le explicó, con toda la paciencia del mundo—. Pero tomará su tiempo. No es tan fácil como tú crees.
—En realidad, es fácil, yo te lo digo porque lo sé —Vallejos tenía la cara brillante de sudor y los ojos tan fogosos como las palabras—. Es fácil si conoces la topografía de la sierra, si sabes disparar un máuser y si los indios se alzan.
—Si los indios se alzan —suspiró Mayta—. Tan fácil como sacarse la lotería o el pollón.
La verdad, nunca soñó que el cumpleaños de la madrina resultara tan entretenido. Había pensado, al principio: «Es un provocador, un soplón. Sabe quién soy, quiere jalarme la lengua». Pero unos minutos después de estar conversando con él, estuvo seguro que no; era un angelito con alas, no sabía dónde estaba parado. Y, sin embargo, no sentía ninguna gana de tomarle el pelo. Lo divertía oírlo hablar de la revolución como de un juego o proeza deportiva, algo que se lograba con un poquito de esfuerzo e ingenio. Había en el muchacho tanta seguridad e inocencia, que provocaba seguir oyéndole esos disparates toda la noche. Se le había quitado el sueño y estaba en el tercer vaso de cerveza. Pepote bailaba siempre con Alci —el chotis Madrid, de Agustín Lara, coreado por la concurrencia— pero al alférez parecía importarle un pito. Había arrastrado una silla junto a Mayta y, sentado a horcajadas, le explicaba que cincuenta hombres decididos y bien armados, empleando la táctica de las montoneras de Cáceres, podían encender la mecha del polvorín que eran los Andes. «Es tan joven que podría ser mi hijo», pensó Mayta. «Y tan pintoncito. Debe tener todas las chicas que quiera.»
—¿Y tú a qué te dedicas? —dijo Vallejos.
Era una pregunta que siempre lo ponía incómodo, aunque estaba preparado para responderla. Su respuesta, medio verdad medio mentira, le sonó más falsa que otras veces:
—Al periodismo —dijo, preguntándose qué cara pondría el alférez si lo oyera decir: «A eso de lo que hablas tanto, meando fuera de la bacinica. A la revolución, qué te parece».
—¿Y en qué periódico?
—En la agencia France Presse. Hago traducciones.
—O sea que hablas franchute —hizo una morisqueta Vallejos—. ¿Dónde lo aprendiste?
—Solito, con un diccionario y un libro de idiomas que se ganó en una tómbola —me cuenta doña Josefa—. Usted no me lo creerá pero yo lo vi con estos ojos. Se encerraba en su cuarto y repetía palabras, horas de horas. El párroco de Surquillo le prestaba revistas. Él me decía: «Ya entiendo algo, madrina, ya voy entendiendo». Hasta que lo entendió, porque se pasaba los días leyendo libros en francés, créame.
—Por supuesto que la creo —le digo—. No me extraña que lo aprendiera solito. Cuando se le metía algo, lo hacía. He conocido pocas personas tan tenaces como Mayta.
—Hubiera podido ser un abogado, un profesional —se lamenta doña Josefa—. ¿Sabía que ingresó a San Marcos a la primera intentona? Y con buen puesto. Muchachito todavía, de diecisiete o dieciocho a lo más. Hubiera podido sacar su título a los veinticuatro o veinticinco. ¡Qué desperdicio, Dios mío! ¿Y para qué? Para hacer política, para eso. No tiene perdón de Dios.
—¿Estuvo muy poco en la universidad, no es cierto?
—A los pocos meses o, a lo más, al año, lo metieron preso —dice doña Josefa—. Ahí empezaron sus calamidades. Ya no regresó a esta casa, se fue a vivir solo. Desde entonces de peor a pésimo. ¿Dónde está tu ahijado? Escondido. ¿Dónde anda Mayta? Preso. ¿Ya lo soltaron? Sí, pero lo andan buscando de nuevo. Si le dijera todas las veces que la policía vino aquí a revolverlo todo, a faltarme el respeto, a darme sustos, creería que exagero. Y si le digo cincuenta veces me quedo corta. En vez de estar ganando juicios, con la cabeza que le dio Dios. ¿Es vida ésa?
—Sí, lo es —la contradigo, suavemente—. Dura, si usted quiere. Pero, también, intensa y coherente. Preferible a muchas otras, señora. No me puedo imaginar a Mayta envejeciendo en un bufete, haciendo todos los días una misma cosa.
—Bueno, eso quizá sea verdad —asiente doña Josefa, por educación, no porque esté convencida—. Desde chiquito se podía adivinar que no tendría una vida como los demás. ¿Se ha visto nunca que un mocosito deje un buen día de comer porque en el mundo hay gente que pasa hambre? Yo no me lo creía ¿sabe? Se tomaba su sopa y dejaba lo demás. Y en la noche, su pan. Zoilita, Alicia y yo nos burlábamos: «Te das tus banquetes a escondidas, tramposo». Pero resulta que era cierto, no comía nada más. Si de chico le daba por eso, por qué no iba a ser de grande como fue.
—¿Viste Deshojando la margarita, con Brigitte Bardot? —cambió de tema Vallejos—. Yo la vi ayer. Unas piernas largas, largas, que se salen de la pantalla. Me gustaría ir a París alguna vez y ver a la Brigitte Bardot de carne y hueso.
—Déjate de hablar tanto y bailemos —Alci acababa de zafarse de Pepote y a tirones quería levantar a Vallejos de la silla—. No voy a pasarme toda la noche bailando con ese pesado que se me