El siglo

Javier Marías

Fragmento

Prólogo a la edición de 1995

Prólogo a la edición de 1995

Durante algunos años creí que esta novela, la cuarta que publicaba (pero ahora ya no sé si fue más bien la tercera), era la mejor de cuantas había escrito y que seguiría siéndolo durante bastante tiempo. Debí de ser casi el único en creerlo: los editores de 1983 la sacaron sin mucha fe y en completo silencio: se limitaron a imprimirla y distribuirla; la prensa la ignoró enteramente, no recuerdo que motivara una sola entrevista, ni siquiera radiofónica; los críticos se ocuparon de ella poco y tardíamente: me suena que hubo tres o cuatro reseñas respetuosas (contando los periódicos de fuera de Madrid y Barcelona, aunque sería ingrato no recordar una más que estimulante, de Zaragoza), y alguna de ellas salió con varios meses de retraso respecto a la publicación del libro; los lectores, por último, fueron escasos: si bien la antigua editorial no sirve ejemplares a las librerías aunque se le encarguen y contesta desde hace años que este título está agotado, yo aún recibo anualmente liquidaciones según las cuales todavía están sin venderse cerca de mil ejemplares de aquella exigua tirada. Es posible que ahora los salden.

Supongo que, en contra de lo que muchos escritores dicen la vida externa de los libros acaba influyendo en la idea y la estima que sus propios autores tienen respecto a ellos. Frente a tanta indiferencia, por tanto, no me sirvió de mucho que, sorprendentemente, El siglo fuera, junto con Herrumbrosas lanzas de Juan Benet, la novela más veces mencionada —tres— en respuesta a la pregunta «¿Qué tres obras destacaría en este periodo?», en una encuesta de la revista Ínsula (n.º 464-465, julio-agosto de 1985) sobre los diez primeros años novelísticos del postfranquismo. Tuve la suerte de que en aquella ocasión fueran consultados escritores muy amables o que me tenían aprecio. Lo cierto es que la vida de este Siglo fue tan corta y oscura que al cabo del tiempo acabé convenciéndome de que más valía que no fuera ésta mi mejor novela. Y aún es más: desde 1988, en que se decidió su reedición en Anagrama, he sido yo quien ha ido aplazando su posible y nueva vida, inseguro como estaba de que la mereciera y temeroso de su obligada relectura por mi parte: los textos propios se olvidan casi tanto como los ajenos, pero al volver sobre ellos se los reconoce irremediablemente y traen demasiados recuerdos, y a veces algún sonrojo. Si por fin se vuelve a dar este libro a la imprenta es porque parece haber algún lector que otro que no lo encuentra y con la suficiente curiosidad retrospectiva para haberlo buscado sostenidamente. También porque el rubor no ha sido insoportable.

No sería sin embargo muy prudente que ahora, tras releerlo en pruebas, dijera cuál ha sido mi impresión general, pero no está de más algún comentario a modo de advertencia y quizá descargo. El siglo es un libro bien raro, con sus capítulos alternados en primera y tercera persona. En la serie impar (cinco capítulos), el narrador, Casaldáliga, anciano y agonizante desde hace tiempo, inmóvil ante el lago junto al que vive ya retirado de su profesión de juez, rememora su pasado y relata su situación presente, en la que hay más de farsa que de ninguna otra cosa. En la serie par (cuatro capítulos), se va contando la historia de ese mismo personaje hasta sus treinta y nueve años, y debe entenderse que es alguien que nació con el siglo, en 1900. A la búsqueda de un destino «nítido e inconfundible», intenta primero ser mártir por amor, luego héroe de guerra, para finalmente convertirse en delator. Aunque más que intentar los dos primeros destinos, acaricia la idea de que se lo empuje a ellos, ya que esta es la historia de un abúlico, un cobarde, un pasivo y un indeciso, al menos hasta ese año de 1939 en que por fin empezó a ser activo.

Creo que si me interesó este asunto fue en parte por una cuestión familiar. Como he contado este año en algún artículo, mi padre fue denunciado en 1939, al término de la Guerra Civil, por quien había sido su mejor amigo (incluso habían publicado un libro juntos, con un tercero) y por ello pasó un tiempo en la cárcel. Esta historia siempre me impresionó desde niño, como también la revelación de que uno de nuestros más famosos escritores se hubiera ofrecido como delator, según parece, al «Cuerpo de Investigación y Vigilancia» franquista en plena guerra, para «prestar datos sobre personas y conductas», cuando dar nombres suponía enviar directamente al paredón a sus portadores. Supongo que con esta novela quise, en parte, intentar explicarme de qué modo personas valiosas o meritorias, de las que en principio era difícil esperar vilezas, podían llegar a cometer la mayor de todas sin verse aparentemente conminadas ni forzadas a ello. Pero esto es sólo un aspecto de la novela. Por un pudor excesivo, en ella no se mencionan el país ni las ciudades en que transcurre la acción, pero no es difícil entender que «la ciudad natal» es Barcelona, «la ciudad capital» Madrid y «la ciudad meridional» o «milenaria», Sevilla. En cuanto al paisaje lacustre que contempla Casaldáliga en su agonía, imagino que lo más parecido a eso que hay en España es la zona de marismas de Huelva. Lisboa sí aparece con su nombre, al pertenecer a otro país.

En contra de lo que preveía, al releer ahora El siglo no he hecho apenas cambios ni correcciones. En mi recuerdo se trataba de un libro denso, tanto en el buen como en el mal sentido de la palabra; en todo caso recargado en su lenguaje, en la longitud de su párrafo (hay uno que ocupa treinta líneas), en la adjetivación un tanto barroca, en el empleo algo pedante de algún que otro vocablo desusado o directamente inexistente en castellano, galicismos o anglicismos y hasta catalanismos deliberados. Con un comienzo bastante arduo. Hoy ya no escribo del mismo modo, pero creo que los libros quedan falseados si los corrige mucho el autor cuando, como en este caso, lleva unas cuantas obras y bastantes años más sobre sus espaldas. Yo tenía treinta de edad cuando terminé El siglo. Recuerdo que uno de sus editores, Pere Gimferrer, me preguntó por esa edad tras leerlo: sabía más o menos cuál era, y la novela, en cambio, le parecía más propia de un hombre de cincuenta, según me dijo. No sé si esto era bueno o malo según sus insospechados criterios, pero fuera como fuese, no me parece oportuno ni lícito que el hombre de cuarenta y tres que soy ahora haga intervenir su mano más experta o más cansada. También sus ojos leen de otra manera: si en 1983 sentía predilección por el capítulo titulado «Lisboa» y por el comienzo del mismo, ahora aprecia más alguna escena suelta, algún rasgo humorístico, alguno de los escasísimos diálogos, parte de la historia que sin embargo habría contado hoy de otro modo. Quizá suscribiría enteramente tan sólo unas pocas páginas: del capítulo IV, del capítulo VII a partir de que dice: «Después, después…». También algunos símiles, cuya práctica ha ido reduciendo en los últimos tiempos por considerarla en el fondo un recurso de poco mérito y al alcance de cualquiera: en particular suscribo uno que habla de «marinos sobrenaturales».

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