Vida del fantasma

Javier Marías

Fragmento

Nuestros rostros

Así como los relojes digitales no permiten imaginar ni visualizar el transcurso del tiempo, que los relojes analógicos de siempre simbolizan con sus agujas móviles y su esfera, en la actualidad los rostros de las personas no van variando como solían, paulatinamente y siempre en una dirección —hacia adelante—, sino que parecen helarse durante años y luego transformarse a saltos. Cierto que la cirugía estética es una práctica cada vez más extendida, pero no lo bastante para poder achacarle a solas la responsabilidad de este misterio. Parece más bien como si los deseos colectivos, de una sociedad y una época, tuvieran suficiente fuerza para realizarse, el deseo de juventud en las nuestras: da la impresión de que los cambios y alteraciones a que están sujetos los rostros sufrieran largos estancamientos y cada vez, por tanto, hubiera más gente ‘de edad indefinida’, como se decía antes. Hasta el punto de que cuando se produce de veras un empeoramiento en el aspecto de algún conocido, raro es oír sin más: ‘Cómo ha envejecido’, sino que la tendencia es a preguntarse si estará enfermo o habrá padecido desgracias descomunales, como si el deterioro físico ya no fuera atribuible al mero paso del tiempo, sino a algo anómalo e incontrolable, una maldición o una catástrofe, la inminencia de la muerte. Así, los únicos cambios que hoy empiezan a parecer naturales son precisamente los que no lo eran, los muy bruscos y los que no resultan visibles ni ras treables, como en un reloj digital nunca será visible ni rastreable —tal vez ni explicable— el paso de las 11.59 a las 12 en punto, que allí se llama 12.00. Los rostros parecen condenados a perseverar y ser siempre el mismo o a hacerse de pronto irreconocibles.

Es posible que esta inmutabilidad aparente y prolongada de las facciones llegue a hacérsenos lo acostumbrado, y que las máscaras acaben cayendo, en efecto, tan sólo en los preámbulos de la muerte, o aun después si hay fortuna: la devastación del rostro cuidadosamente conservado durante decenios como anuncio y reconocimiento del término. Es posible que en el futuro las caras ya no lleven dibujados nunca los trazos de sus biografías o sus trayectorias, que resulte iluso intentar averiguar en los rasgos de alguien el tipo de vida que habrá recorrido, las experiencias por las que habrá atravesado, o bien algo más simple, su carácter. Pero todavía hoy tendemos a escrutar los rostros tratando de adivinar con quién o qué historia se corresponden, queremos que nos hagan algún efecto, todavía pretendemos que nos sirvan para hacernos una idea —una primera idea— de la clase de individuo que tenemos enfrente, a fin de aproximarnos o rehuirlo, de confiar en él o de descartar su trato.

Lo malo es que cuando todavía no se ha perdido este hábito y esta expectativa, cada vez resulta más difícil ver algo verdaderamente personal en los rostros. Cada época tiene los suyos, a veces inequívocamente, y eso nos permite reconocer los que son del pasado, o incluso percibir alguno del presente como anticuado. Tal vez dentro de bastantes años los que ahora pueblan los periódicos y las pantallas de televisión nos parezcan enérgicos y diferenciados, y sus miradas —sobre todo las de aquellos que ya hayan muerto— se nos aparecerán llenas de significado y de expresividad y memoria. Tal vez. Lo cierto es, sin embargo, que hoy por hoy, sin la perspectiva ni la benevolencia que quizá nos otorgue el paso del tiempo aún no llegado, la mayoría de las caras que se nos ofre cen parecen ser rostros sin huellas, en consonancia con esa extraña congelación del aspecto de que antes hablaba. Pero ahora no me estoy refiriendo solamente a las marcas y arrugas y protuberancias que una operación o un astuto maquillaje pueden disimular, aplazar y hasta suprimir, sino a las huellas —llamémoslas interpretables— que antaño dejaban una acción cometida o una omisión grave, un padecimiento o la visión del horror, una inmensa alegría o una mala noticia o un determinado carácter, una infancia feliz o bien desdichada, un triunfo o un fracaso, una pérdida o una ganancia, un recuerdo o un revés imborrables. Parece que las personas se avergonzaran de que les hayan pasado cosas, de que la vida vaya escribiendo también en sus frentes.

Se podría pensar, tras lo que acabo de decir, que los rostros se han hecho hieráticos, y que en el fondo esa supresión de la huella de la experiencia en ellos no es sino una manifestación del pudor y el buen gusto, el aprendizaje de la reserva y aun del secreto, algo tan difícil como recomendable. Y sin embargo no suele ser así: por el contrario, las caras son cada vez más gesticulantes, como las voces más vociferantes; la expresión de los deseos, los chascos o las sorpresas se ve a menudo acompañada de muecas y de movimientos de los brazos y manos, la mayoría importados. Eso es probablemente lo que ha hecho que los actores actuales resulten elementales al lado de los de la vieja escuela: Gary Cooper o el propio John Wayne, con sus limitaciones, decían con su mirada mucho más de lo que hoy puede decir con toda su técnica el mejor de los actores, Robert de Niro, cuyos ojos son en cambio casi siempre opacos, apenas revelan nada. Han desaparecido los llamados ‘rostros nobles’, como el de Rex Harrison o el de Henry Fonda, y si pensamos en aquellas caras que todos hemos visto, en las de los más famosos personajes, difícilmente encontramos alguna que en sí misma nos llame la atención y nos interese. Las de antaño digamos que podían ‘estudiarse’, las de hoy apenas si resisten un vistazo: por barajar unos ejemplos, es innegable  que las facciones de Churchill, con su gordura, encerraban más misterio que las de Alfonso Guerra, un villano de tebeo; las de Stalin, con sus bigotes de farsa, más doblez que las de Mitterrand, figura del museo de cera; las de Kennedy, con su sonrisa perpetua, más ensoñación que las de Margaret Thatcher, careta de carnaval veneciano; las de Mussolini, con su mandíbula hiriente, más gravedad que las de Jordi Pujol, un ninot de carne y hueso. Pero no son sólo los políticos o los actores, sino la gente de profesiones menos llamativas, a la que sin embargo es también en televisión como mejor se ve, por la sencilla razón de que su pantalla la miramos impunemente, sin poder ser vistos por aquellos que contemplamos: la miramos, por tanto, sin recato y sin prevención, miramos a las personas a nuestras anchas, y de ahí principalmente su éxito, de que el espectador permanezca oculto. Pues bien, es curioso que en un medio en el que deberían importar la voz, la dicción y la imagen, la mayoría de los corresponsales y locutores que aparecen en él tengan voces estridentes, pronuncien defectuosamente (‘bondaz’, ‘eccelente’, ‘esazto’) y ofrezcan a menudo rostros que parecen el producto de la degeneración de la especie o, en el mejor de los casos, de una sosería que invita al languidecimiento. Muchos parecen haber sido elegidos por su inadecuación para salir en una pantalla, independientemente de sus virtudes periodísticas, que no toca aquí poner en tela de juicio.

Pero más alarmante resulta ver las caras de las personas que se asoman a esas pantallas ocasionalmente, por ejemplo los concursantes de los infinitos concursos. Es posible que en sus casas o con sus amigos recobren algo de su carácter, su individualidad, su dignidad y su historia, pero vistos en la circunstancia de ganar o perder chucherías sus rostros son digitales, como si a la entrada del estudio de televisión hubieran dejado su biografía junto con el abrigo para convertirse en anónimas estampas sumisas y sonrientes, ávidas y satisfechas, impúdicas y aspaventosas, que se aplauden a sí mismas cuando acier tan a machacar una frase o se desternillan con s

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