Cuerpos sucesivos

Manuel Vicent

Fragmento

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El otoño, entre todas las hojas amarillas, parecía haber preparado una hoja de acero sólo para que ellos se encontraran. Ana y David se conocieron al final de septiembre en la Residencia de Estudiantes, un lugar que conserva todavía el aire de balneario de entreguerras en el cerro de los Vientos o colina de los Chopos, como llamaba el poeta Juan Ramón Jiménez a esa elevación arbolada de la calle del Pinar, en Madrid. Recién separado de su mujer, David estaba hospedado allí desde el principio del verano en compañía de jóvenes becarios, profesores extranjeros en año sabático y algún artista de paso por la ciudad. Aquella tarde se celebraba en la Residencia un concierto de música de cámara. Un quinteto de cuerda y piano iba a interpretar dos piezas de Schubert en la misma estancia, ahora renovada con maderas nobles y muebles de diseño, donde en otro tiempo habían actuado Stravinski o Debussy y dieron conferencias Madame Curie o Paul Claudel a aquellos universitarios e intelectuales con pajarita de la Segunda República. Los residentes de hoy adoptan todavía aquel espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Son finos y un poco desgarbados, con un punto de despiste, como corresponde al diseño anglosajón de la casa. Ese aire de especie en vías de extinción tenía también David Soria. Alto, flaco, con el pelo gris sobre las orejas, con una elegancia en el esqueleto un poco devastada, era uno de esos tipos que mientras va pensando en la armonía de las esferas tropieza con la primera silla y que al explicar en la mesa con demasiada pasión cualquier teoría vuelca sobre el mantel un vaso o una botella con la mano descontrolada. En eso estribaba el encanto de este profesor maduro. Usaba gafas redondas con montura de acero y ropa buena suavemente desgastada, algo pasada de moda, y era difícil imaginarlo sin un libro o cartapacio bajo el brazo.

A la hora del concierto Ana Bron se presentó en la sala de actos de la Residencia de Estudiantes con un jersey rojo de cuello alto, vaqueros ceñidos, zapatillas deportivas y el estuche del violonchelo colgado del hombro. David estaba sentado en la primera fila cuando ella avanzó hacia el piano por el pasillo central y al principio ni siquiera le llamó la atención aquella mujer rubia, pese a que su forma de vestir y de andar, un poco apanterada, en nada se correspondía con lo que se espera de una violonchelista. Los demás componentes del quinteto parecían tan informales como ella, por eso a David no le sorprendió el beso en la boca que Ana le había dado al pianista, ni reparó especialmente en su rostro durante todo el concierto hasta el momento en que se produjeron las lágrimas.

Comenzaron a sonar los primeros acordes de Schubert y, aunque lejos de esta colina de los Chopos se oía el tráfico de un Madrid polvoriento y satánico, la última luz de septiembre penetraba por los ventanales del jardín dorando el aire de la sala llena de un público compuesto por familias de antiguos alumnos de la Institución, ancianas muy decoradas, universitarios con una palidez de biblioteca y chicas elegantes aunque un poco traslúcidas. La trucha es una composición de Schubert para pianoforte, violín, viola, violonchelo y contrabajo con aire de pastoral lleno de felicidad, no exento de melancolía, en la que el oyente es inducido a imaginar en medio de un paisaje de alta montaña el fluir de unas aguas transparentes cuyo sonido se confunde con los mejores sueños. El quinteto era excelente. El violonchelo de Ana Bron iba marcando la melodía básica mientras los dedos del pianista volaban estableciendo en el espacio una emoción acorde con los sentimientos más refinados.

David estaba absorto en su propia nostalgia. El crepúsculo de otoño se concertaba con la memoria de sus días perdidos y el lirismo de la música hizo que sintiera de nuevo una punzada de ansiedad en el estómago. Se preguntó una vez más por qué de un tiempo a esta parte la perfección de un cuerpo adolescente, la suavidad de un paisaje, el recuerdo de una vieja canción, el silencio de una playa solitaria, cualquier clase de armonía le proporcionaba una profunda amargura, como si se estuviera despidiendo de cada uno de los placeres que habían conformado su espíritu. Un hombre está acabado cuando la belleza le pone triste. Esta desazón espiritual sentía ahora David mientras sonaba Schubert, pero como en otras ocasiones trató de refugiarse en alguna sensación placentera de su juventud y esta vez, para consolarse, convocó la imagen de las higueras y granados que crecían en las grietas más altas de las ruinas. Las había visto entre los sillares de Éfeso, de Pérgamo, de Epidauro, en las murallas medievales de Rodas, en otros derruidos baluartes. A esas fortalezas abandonadas habían ascendido las aves durante la larga paz, llevando en sus patas las semillas de esos frutales que luego arraigaron en mitad de los torreones, en la cima de los santuarios cuyos dioses habían desaparecido y también en los acantilados junto al nido de las águilas. De igual modo, pensaba David, la destrucción o soledad a la que estaba sometido podría ser visitada todavía por un ave azul y en los resquicios más inaccesibles de su alma depositaría simientes de flores y entonces volvería para él la gloria, aunque estuviera llena ya de melancolía.

El concierto tenía una segunda parte. A continuación de La trucha se interpretó La muerte y la doncella, una pequeña pieza para dos violines, viola y violonchelo. El pianista abandonó la sala; el joven del contrabajo se sentó entre el público y en su lugar entró otro violín. La muerte y la doncella, de Schubert, es una composición muy patética y fue en el scherzo cuando se produjo un hecho emotivo que obligó a buena parte del público a fijarse en aquella violonchelista rubia. Conmovido por la música David se hallaba al borde del llanto, pero en ese momento vio que era Ana Bron la que había comenzado a llorar de forma muy evidente, ya que, teniendo las manos ocupadas con el instrumento, nada podía hacer para secarse los ojos empañados. El contraluz del ventanal dibujaba muy limpias sus lágrimas, una detrás de otra, que se deslizaban por su mejilla rodeando la comisura de la boca muy pintada y, aunque Ana delicadamente trataba de sorberlas, no lo conseguía.

David tuvo una extraña sensación. Vio que una de aquellas lágrimas se teñía de rojo con el carmín y se convertía en una gota de sangre en los labios de Ana y luego continuaba su camino hasta el extremo de la barbilla y allí se detenía frenada por una leve cicatriz hasta que el peso del dolor, que no era distinto de la ley de la gravedad, la hizo caer sobre la madera del violonchelo y la gota de sangre resbaló lentamente por todo el cuerpo del instrumento, como una nota musical desprendida del arco, hasta llegar al suelo, y allí se transformó en un punto de oro sobre la baldosa blanca. Como el resto del público David también imaginó que la violonchelista no había podido eludir la emoción de la música, pero poco después sabría que aquellas lágrimas estaban unidas a las marcas moradas que Ana exhibía en la garganta y que no lograba cubrir del todo el cuello alto del jersey.

Durante el cóctel que siguió al concierto Ana B

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