Mil y una muertes

Sergio Ramírez

Fragmento

Título

El príncipe nómada
por Rubén Darío

Jubilosa mañana estival la de este domingo de julio, cuando he venido hasta el espléndido paraje mallorquín que sirve de egregio retiro a Su Alteza el Archiduque Luis Salvador desde hace no pocos años. Debéis saber que Miramar, la principesca propiedad, a medio camino entre Deyá y Valldemosa, fue una vez la alquería de Haddarán, en tiempos en que los árabes prodigaron en estas islas Baleares sus milagros de civilización oriental, muy prácticos unos, como las terrazas, canales de riego y aljibes para beneficiar las simientes, y muy espirituales los otros, como su escritura poética inscrita en arcos y paredes, para hacer hablar a las piedras.

El magnífico automóvil Richard-Brassier que el pintor Santiago Rusiñol me ha facilitado junto con su chauffeur, vestido de uniforme gris y altas botas como un comisario de policía, se ha abierto paso con su claxon estridente por el angosto y serpenteante camino para advertencia de las carretelas tiradas por morosos burros argelinos, cargadas de payeses, y de las galeras que llevan a los señores provinciales y a los orondos canónigos a paseo dominical.

La luz fresca vibra sobre las alturas y baja como fundida con el viento estremeciendo la fronda de los pinares, mientras el mar de faz cambiante repite los bruñidos reflejos solares en la lontananza vaporosa donde se disuelve el penacho de humo de un steamer, tan diminuto a la vista. Ya puede uno respirar hondo y a gusto el aire balsámico que se derrama pródigo, dándonos la bienvenida, y entonces parece que podéis escuchar la voz del divino Virgilio entre las frondas mecidas por los soplos eólicos: Hic arguta sacra pendebit fistula pinu.

El regio propietario vino a buscar aquí refugio hace años, huyendo de los rigores de la vida palatina. ¡Ah, tener uno el valor de abandonar por siempre las aglomeraciones urbanas, las “abominaciones rectangulares”!; ¡comprender el valor de la soledad y la benéfica confusión del propio espíritu con el de los seres sin palabra!; ¡dejar lo que llámase en el vocabulario religioso “el siglo”, y venir a acabar la tarea del vivir terreno en un lugar como éste!

Desde lo alto del risco, el paisaje va despeñándose en acantilados hasta el promontorio de Na Cova Foradada, una lengua de piedra teñida de coloraciones de hierro y cobre que entra en las espumas marinas como un dragón colosal, con su ojo pétreo horadado por los vientos, y al otro lado divisáis la cala de Sa Estaca, que sirve de fondeadero, y donde el Archiduque errante destinó en la altura un palacete para cierto personaje femenino a quien aún vela el misterio. Su nombre es Catalina.

Trájola en calidad de ama de llaves a estos parajes donde un día se oyó cantar el ruiseñor de Raimundo Lulio, el divino anacoreta, y ya se ve de qué halagadora manera la elevó en su afecto. Mas perseguida por el sino adverso del Archiduque, murió ella de lepra hace dos años, desfigurado el gentil rostro y habiendo sufrido la amputación de algunas falanges, un mal del que se contagió, según me dicen, durante una peregrinación a Palestina.

En una plazoleta del jardín se alza una jaula de férreos barrotes, y dentro de ella exhibe su egregio aburrimiento un buitre que os mira con algo de desidia y otro poco de asmática fiereza. Hay templetes que surgen entre los suntuosos pinares al borde del abismo, y uno de esos templetes lo consagró el Archiduque a Raimundo Lulio, en el mismo lugar donde el autor del mágico Libro de Blanquerna tuvo su rústico oratorio.

Me habían dicho que el augusto personaje se encontraba ausente en una de sus frecuentes escapadas por el Mediterráneo, pero no es así porque desde la capilla de Raimundo, que sirve de mirador, he visto al Nixe II, su potente yacht de tres palos, fondeado en la cala de Sa Estaca. Y luego le he visto a él y he admirado un espectáculo singular. Oíd.

Por el camino que desciende entre los cipreses rumorosos viene una extraña procesión, más parecida a una gavilla de saltimbanquis pintada por Goya que otra cosa, esperpentos de los que son tan queridos a Valle Inclán, los más de ellos cargando frescas brazadas de camelias, azafranes y peonias: una manola ya jamona, de mantilla y peineta, asentándose sobre sus tacones torcidos al andar; una payesa de esas que bailan boleras mallorquinas, ya pintando canas; un hindú de turbante con aire de fakir macerado por el hambre de sus ayunos, la boca untada de rojo con betel, y una cesta de mimbre bajo el brazo, que bien podría contener un fatídico áspid; un turco con su fez, calzado de babuchas bordadas, el torso musculoso desnudo, y grandes bigotes, imagen cabal del verdugo que os decapitaría sin dolor con su cimitarra centelleante; una miss de larga falda, con aire de institutriz inglesa, de sombrero adornado con pámpanos de trapo, y unos impertinentes con los que parece querer descifrar los arcanos del mundo al sostenerlos frente a sus ojos miopes; un chico mofletudo, vestido con traje marinero que le aprieta las carnes; un fraile tonsurado, de tosco hábito marrón, ya desleído, y alpargatas de peregrino; un caballero de estrecha levita y sombrero hongo, fiel imagen de un enterrador de esos cuya sola vista despiertan en mí espantos mórbidos.

Al cabo de la procesión, un anciano muy gordo y barbado, con chaqueta grasienta de color azul y gorra de visera, lleva un mono de Borneo montado a horcajadas en sus hombros, como si fuera un niño, y a su vera un perro sin alcurnia de raza salta y corretea en busca de la atención del mono, que por su parte le pela los dientes. Es el propio Archiduque. Y aún detrás de él, un fotógrafo carga fatigosamente el trípode de su cámara y se detiene a trechos a descansar con respiración jadeante, diríase un asmático, el chambergo estrafalario echado hacia delante con un sí es no de nonchalance, el cabello obscuro que cae en rizos nazarenos hasta sus hombros, los ojos ambarinos engastados en un rostro que se diría de maharajá o cacique indiano, uno de esos rostros misteriosos que los soles del trópico cuecen en sus implacables fulgores; mientras, una niña de sombrero de paja adornado de vistosas cintas que caen a sus espaldas, juguetea tras sus pasos.

Adefesios en su apariencia, pero ungidos del recogimiento que sólo encontraréis en esas sectas herméticas que en sus devaneos esotéricos suelen adorar al dorado Febo o a la pálida Selene. Pasóles desapercibida mi presencia y no supe a qué iban, pues me pareció impertinente perseguirlos. Cuando ya de regreso en Palma interrogo a Rusiñol acerca de la extraña visión, me informa que semejantes personajes forman el séquito del Archiduque, y le acompañan siempre en sus imprevistos periplos a bordo del Nixe II. Bien puede vérseles un día en Trieste, otro en Argel, otro en Palermo, otro en Alejandría, otro en el Pireo, y no pocas veces han sido tomados por los artistas de un circo de atracciones, o por una troupe de comédiens.

Al encontrarlos yo, se dirigían, me dice, a lanzar aquellas flores al mar, una ceremonia

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