Esos cielos

Bernardo Atxaga

Fragmento

Capitulo 1

Era una mujer de treinta y siete años que había pasado la última parte de su vida en prisión. Menuda, de expresión habitualmente seria, vestía con pulcritud y con prendas de corte masculino; al caminar, era lenta, tranquila; al hablar, su voz sorprendía, porque era ligeramente ronca; al mirar, sus ojos parecían duros, dos esferas de color marrón a las que el tiempo había sacado un brillo sombrío. Después de su puesta en libertad, había pasado una noche horrible, deambulando por los bares de la ciudad, Barcelona, y durmiendo con un hombre al que acababa de conocer. Luego, a la mañana siguiente, después de más bares y más caminatas, había decidido volver a su ciudad natal, Bilbao. Cuarenta minutos más tarde, estaba ya frente a una de las puertas automáticas de la estación del tren.

La puerta sintió su cercanía y vibró con fuerza, como si las dos hojas de cristal fueran a separarse de un momento a otro, y luego, actuando esta vez como un espejo —ella se había quedado quieta y mirándose— le mostró con precisión los pormenores de su figura, la maleta de cuero que llevaba agarrada con las dos manos, las medias de color negro, los mocasines también negros, la chaqueta de ante con el lazo rojo del sida prendido en la solapa, la camisa blanca, la cabeza de pelo muy corto. Una y otra vez sus ojos repasaron la imagen, como una persona que acaba de vestirse y no está muy segura de su aspecto.

—No estoy tan mal —dijo en voz baja fijando la vista en sus piernas. Después de los años de encierro, verse de cuerpo entero le resultaba raro. Los espejos de la cárcel no solían pasar de los cuarenta centímetros de altura.

La puerta volvió a temblar y dos jóvenes extranjeras, muy corpulentas las dos, con mochilas que se elevaban por encima de sus cabezas, salieron de la estación ocupando el lugar donde había estado su imagen. Dos pasos más, y se plantaron frente a ella.

Could you help me, please? —le preguntó una de ellas desplegando con brusquedad, como si fuera un paraguas, lo que parecía un plano de la ciudad. Su voz tenía un deje insolente, a la manera de las estudiantes quinceañeras de las series de televisión.

No, I can’t —dijo la mujer sin ni siquiera levantar la vista. No tenía humor para ponerse a examinar un plano de una ciudad de la que, prácticamente, sólo conocía la cárcel. Además, despreciaba a los turistas. A los turistas en general y a los turistas de mochila en particular.

La sequedad de la respuesta sobresaltó a las dos jóvenes, aunque, después del primer momento, la reacción derivó en una mueca voluntariamente exagerada. ¿Cómo podía tratarlas de aquella manera? ¿No tenía educación? ¿Por qué era tan agresiva?

«Oléis a sudor. Más os valdría buscar una ducha», pensó la mujer, pasándose la maleta a una sola mano y cruzando la línea de la puerta. No entendió lo que le gritaron las dos extranjeras. El inglés que había aprendido en la cárcel le servía para leer y también, en cierta medida, para hablar, pero no para entender los insultos de británicos o norteamericanos.

Una vez dentro del edificio tuvo la sensación de que se mareaba, el presentimiento de que, si seguía avanzando hacia la gente que se arremolinaba en las salas de espera o frente a las taquillas, las piernas acabarían por fallarle, y se apresuró a buscar refugio en la zona trasera de una de las tiendas, menos transitada, más vacía que el resto. A su alrededor, por todas partes, ocurrían cosas: una luz roja comenzaba a parpadear, un niño tropezaba con el carro de las maletas y caía de bruces al suelo, alguien corría con la cabeza vuelta hacia el panel electrónico de los horarios. Y en los momentos de calma, cuando el movimiento general declinaba, sus ojos tropezaban —como el niño que se había caído de bruces— con el destello de las columnas acristaladas o con el plástico chillón, amarillo o rojo, de algunas superficies.

«Así que nos dejas. Pues muchas felicidades, de verdad. De ahora en adelante tendrás toda la electricidad que quieras.»

Las palabras que Margarita, una de sus compañeras de celda, le había dicho en su despedida de la cárcel cobraban evidencia en el interior de la estación. Había electricidad por todas partes: arriba, en el techo, repleto de plafones de luz; y abajo, en el suelo, donde las lámparas del edificio —las del techo y otras cien más— se reflejaban en las plaquetas creando una atmósfera brillante que acababa por afectar a todos los objetos expuestos en el edificio, desde las revistas o los libros hasta los caramelos de las tiendas de dulces. La diferencia con respecto a la cárcel era, desde luego, enorme, porque allá, en las celdas y en los pasillos, reinaba sobre todo la oscuridad; una especie de polvo gris que se esparcía por el aire y ahogaba la poca luz de las bombillas y los fluorescentes.

Los ojos de la mujer se movieron inquietos de un lado a otro, primero hacia la pizzería que quedaba a su izquierda, al fondo, luego hacia la zona de las cafeterías, pero no vio el mostrador de la oficina de información. No estaba en el lugar que ella recordaba, enfrente de las taquillas. En cuanto al panel de los horarios —que también le resultaba nuevo—, el nombre de Bilbao no figuraba entre los destinos de los trenes que estaban a punto de salir.

Apretó los labios y suspiró con fastidio. El reloj de la estación —un Certina negro y blanco, muy sobrio— marcaba las dos y veinte de la tarde. En el de su muñeca —también un Certina, de hombre— eran las dos y veintitrés. Sí, se arrepentía de no haber llamado aquella mañana a la estación. Estaba acostumbrada a los horarios fijos de la cárcel, a una vida que discurría, no como un río o una corriente marina, sino como las ruedecillas de los relojes, girando siempre sobre el mismo eje y sin cambiar nunca de velocidad, y cualquier imprevisto, cualquier indefinición, le producía desasosiego. Debía informarse cuanto antes de sus posibilidades de viaje.

Volvió a coger la maleta, ahora con la mano izquierda, y se acercó al grupo de viajeros que esperaba en un recinto equipado con sillas de plástico de color verde. Un chico joven, con uniforme de soldado, leía un periódico deportivo. Se acercó hasta él y le solicitó ayuda. ¿Podría informarle de los horarios?

—¿Por qué no se lo pregunta al ordenador? —le dijo el soldado, señalándole una columna rectangular. A media altura, la columna tenía una ventanilla, y en la ventanilla una pantalla luminosa de color azul.

Dejó la maleta en el suelo y se esforzó en seguir las instrucciones del ordenador. Pero lo único que consiguió fue que la máquina le informara de los trenes que marchaban a localidades próximas a Barcelona o a ciudades como París, Zúrich o Milán. Volvió a suspirar. Aquello era un fastidio.

—¿Necesita ayuda?

El soldado se había acercado hasta la columna rectangular. Ella le explicó que no lograba encontrar el horario de los trenes con destino a Bilbao.

—No hay ninguno hasta las once de la noche —le dijo el soldado sonriendo con una

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos