Kimokawaii

Enrique Planas

Fragmento

«Hubo una época en que lo consideraban el artífice de la sensualidad femenina».

Releyó la frase y reconoció la muletilla fácil al inicio, el aggiornado pero igualmente manido «había una vez» para redactar una efeméride. Sin embargo, el cierre de edición apremiaba y no dejaba tiempo para inventar. Iba a lo seguro, y por eso continuó: «prueba de ello es su espléndido Retrato de la señora Luisa de Salcedo, realizado cuando el artista tenía 27 años. Uno de sus mejores cuadros, académica representación del refinamiento y la elegancia. Influenciado sin duda por el icónico Retrato de Madame de Pompadour de François Boucher, el pintor de la corte de Luis XV. Observe fijamente a la modelo. ¿Recuerda acaso mejor ejemplo de belleza deseable, a la vez que distante?».

Sabía que interrogar al lector al final del párrafo era un recurso fácil para generar una ilusión de cercanía y complicidad, pero eso tampoco lo detuvo. No calibró siquiera la exacta antonimia de las palabras distante y deseable. A nadie le importaría, pensó. También evitó los datos básicos, como reseñar el nacimiento del pintor Evaristo Fernández en Huancavelica el 1º de setiembre de 1842 y su muerte en Lima, el 20 de octubre de 1930. Aquello le parecía un planteamiento demasiado escolar. Observó nuevamente la reproducción que ilustraría al día siguiente la página cultural del diario: la perfección de porcelana de la piel, los ojos brillantes que evitan con coquetería al observador, el ramo de rosas descansando sobre su vientre. Hace solo unas horas había apreciado de cerca, por primera vez, aquella pintura. No era común que el municipio capitalino abriera su pinacoteca al público, pero al cumplirse 150 años del nacimiento del artista la ocasión lo ameritaba.

No podía explicar racionalmente por qué se sintió tan atraído por aquel cuadro de entre todos los seleccionados para la muestra. En su artículo, describía con profusión de adjetivos el excelente oficio, su ejecución espontánea y preciosista, los colores frescos que realzaban la belleza de una dama pintada con admiración y galantería. Se trataba de un retrato aristocrático, voluptuoso y elegante, en el cual la modelo mira hacia un punto indeterminado fuera del cuadro. Al periodista cultural le fascinaba la frágil sensualidad de su carne húmeda y nacarada. A pesar de que siempre acostumbraba tener a su disposición las palabras exactas para interpretar cualquier imagen artística, tras minutos de contemplación del retrato las había olvidado todas, envuelto en sedas, arropado entre almohadones, acariciado por aquella mujer desconocida.

Volvió a teclear: «Bien podríamos considerar este retrato el símbolo de un artista en ascenso, potencialmente capaz de conquistarlo todo».

Olvidó esa frase pomposa tras el punto aparte para emprender el capítulo común en toda hagiografía, la fugaz temporada en la que un artista se siente poderoso e inmortal: la juventud. Escribió: «En 1883, Fernández tocó las puertas del taller del pintor Ignacio Merino, el único artista peruano que había sabido hacerse un lugar en los salones parisinos de la época. Tras obtener una beca oficial para estudiar pintura, buscó el consejo del maestro con la creencia de que en la capital francesa encontraría su destino. Por entonces, Merino pintaba La mano de Carlos V, y no malgastaba su tiempo en tertulias con aprendices. Sin embargo, con ese joven compartiría recomendaciones que, aunque escuetas, le abrirían los ojos. Le explicó que con tantos competidores en la ciudad, su ingreso a la Academia de Bellas Artes se le presentaría muy difícil, por lo que le sugirió viajar a Roma, donde existía un grupo bien establecido de pintores peruanos y sería más fácil tentar su ingreso a la escuela».

El periodista cultural revisó los apuntes de su entrevista. El director de la galería municipal, un historiador de arte especializado en pintura decimonónica, le había contado que, en Roma, Fernández había trabado relación con un cónsul peruano apellidado Salcedo. El funcionario era esposo de una guapísima dama de sociedad italiana, y en las conversaciones entre ambos surgió la idea de pintar un retrato para ella. El experto, la única fuente consultada para su artículo, le comentó discretamente una picardía que había permanecido en secreto por más de un siglo:

–Resulta que, después de tantas sesiones, doña Luisa y el pintor llegaron a conocerse más íntimamente –susurró.

Con esa revelación redactaba entonces. No sería la crónica más original, pero tenía suficiente melodrama como para sostener 700 palabras. Sería cuestión de estilo conseguir que los lectores pasaran por alto su pobreza de fuentes y los vacíos cronológicos. Volvió a mirar la reproducción al lado de su pantalla y la cómplice sonrisa de doña Luisa parecía sumarse gustosa a la travesura.

Continuó escribiendo: «Le tomó meses al embajador entender que el lienzo significaba para Fernández algo más profundo que un simple trabajo por encargo. La familia, al enterarse de aquella vulgar historia de cuernos, descolgó el cuadro y lo mantuvo escondido por años. El observador que valore los detalles descubrirá en la obra una marca en la parte inferior, como si un listón retirado después hubiera ocultado por mucho tiempo la firma del artista».

El periodista cultural pasó por alto otros datos del pintor, estos sí confirmados: sus diez años en Italia donde asimiló la estética clasicista más depurada, o su aún más larga estancia francesa, donde practicó una pintura suelta y colorista. Pensó que podía resultar aburrido para el lector abundar en detalles sobre los reconocimientos que el pintor peruano gozó al abrazar una escuela académica en decadencia, como fueron la Segunda Medalla en el Salón de París de 1900 o la Legión de Honor, un año después. Decidió saltar hasta 1920, cuando Fernández, invitado por el gobierno del presidente Leguía, regresó al Perú con el encargo de dirigir la Academia de Las Artes.

«Ya en su aldea, no tardó en cosechar todos los aplausos: era el creador de mayor prestigio, el retratista más solicitado. La aristocracia limeña lo buscaba por su estilo severo y amable, rico en juegos de luz y sombra. El mismo presidente de la República sería su cliente más poderoso: el pintor disimuló su baja estatura en retratos que luego colgarían en toda dependencia pública. Asimismo, vistió cada palacio oficial con imágenes épicas de conquistadores, próceres de la Independencia y héroes de guerras perdidas en grandes dimensiones, técnica apastelada y encuadre convencional. Sin embargo, el exceso de elogios y la escasez de estímulos empezarían a reflejarse en la calidad de sus encargos. Los años pasaron, sin que Fernández olvidara su Retrato de la señora Luisa de Salcedo».

Releyó el último párrafo. No estaba satisfecho del todo, pero su editor volvió a recordarle su deadline. A veces creía que el único trabajo de un editor periodístico era apurar el paso de sus redactores, como lo hacía el responsable de llevar con el tambor el ritmo de los remeros en la galera romana de Ben Hur. Aceleró así ese último párrafo: «Fue a inicios de la década del veinte que pudo volver a Roma, cuan

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos