Divisadero

Michael Ondaatje

Fragmento

cap1

Junto a la cabaña de nuestro abuelo, sobre una elevada cresta, frente a la pendiente donde crecen castaños de Indias, a lomos de su caballo, se halla Claire, envuelta en una gruesa manta. Ha acampado por la noche y ha encendido un fuego en el hogar de la pequeña estructura que nuestro antepasado construyó hace más de una generación, y en donde, al llegar a este país, vivió como un ermitaño o una criatura del monte. Era un soltero autosuficiente que con el tiempo se convirtió en propietario de toda la tierra que se veía desde allí. No se decidió a casarse hasta los cuarenta, y al hijo que tuvo le dejó esta granja junto a la carretera de Petaluma.

Claire se mueve despacio por encima de dos valles llenos de bruma matutina. La costa queda a su izquierda. A la derecha el camino hacia Sacramento y los pueblos del delta, como Río Vista, y también hacia las poblaciones que son una reliquia de la Carrera del Oro.

Convence al caballo para que descienda a través de la blancura junto a árboles muy compactos. Ha estado oliendo a humo durante los veinte últimos minutos y, en las afueras de Glen Ellen, ve arder el bar del pueblo: el pirómano de la zona ha atacado pronto, con la seguridad de que el local estaría vacío. Claire lo contempla desde lejos sin desmontar. Territorial, su caballo, raras veces permite que se le monte de nuevo: sólo se le puede engañar una vez al día. Ni jinete ni animal se fían del todo el uno del otro, aunque el caballo es el mejor aliado de mi hermana Claire, y ella utilizará cualquier truco que se salga de lo establecido para evitar que se encabrite y corcovee. Lleva bolsas de plástico con agua y se inclina hacia delante y se las rompe en el cuello, de manera que Territorial cree que es su propia sangre y se calma por espacio de un minuto. Cuando Claire monta a caballo pierde su cojera y, convertida en centauro, tiene a su cargo el universo. Algún día conocerá a un centauro y se casará con él.

El fuego tarda una hora en extinguirse. El bar de Glen Ellen siempre ha sido escenario de peleas, e incluso ahora Claire ve escaramuzas que se inician en las calles, quizá para honrar el hito todavía en llamas. Acerca el animal a la roja madera resbaladiza de un madroño y se come las bayas, luego desciende hasta el pueblo y deja atrás el fuego. Muy cerca, al pasar, oye el ruido, semejante a un trueno, de las últimas vigas que se hunden, y aleja el caballo del sonido.

De vuelta a casa pasa cerca de viñedos con sus calefactores de aspecto prehistórico que mantienen el aire en movimiento para que las viñas no se hielen. Diez años atrás, cuando Claire era muy joven, los braseros ardían toda la noche para mantener tibio el aire.

Casi todas las mañanas entrábamos en la cocina a oscuras y cortábamos en silencio gruesas lonchas de queso. Mi padre bebía una copa de vino tinto. Luego nos íbamos al establo. Coop ya estaba allí, retirando con el rastrillo la paja sucia, y enseguida empezábamos a ordeñar a las vacas, la cabeza apoyada en su costado. Un padre, sus dos hijas de once años, y Coop, el asalariado, pocos años mayor que nosotras. Nadie había hablado todavía, sólo se había oído ruido de cubos y el de las puertas que seguían oscilando después de abrirlas.

En aquellos días Coop hablaba muy poco, tan sólo monologaba en voz baja, como si el lenguaje fuese una cosa poco segura. En esencia aclaraba lo que veía: la luz en el establo, por dónde trepar la próxima valla, qué pollo separar de los demás para capturarlo y metérselo bajo el brazo. Claire y yo le escuchábamos siempre que podíamos. Coop era por entonces un alma sin sombras. Nos dábamos cuenta de que su actitud taciturna no surgía de un deseo de distanciarse sino de sus vacilaciones en materia de palabras. Su experiencia era del mundo material, en el que nos protegía. Pero en el mundo del lenguaje se convertía en nuestro alumno.

En aquella época, nosotras dos funcionábamos casi siempre por cuenta propia. Nuestro padre, viudo, nos había criado sin ayuda de nadie, y estaba demasiado ocupado para prestar atención a sutilezas. Se daba por satisfecho si sacábamos adelante nuestros quehaceres y se enfadaba enseguida si era difícil encontrarnos. Desde la muerte de nuestra madre era Coop quien escuchaba nuestras quejas y preocupaciones, y quien nos cedía el protagonismo cuando pensaba que era eso lo que queríamos. Para nuestro padre Coop era prácticamente invisible. Lo formaba para granjero y nada más. Pero lo que Coop leía eran libros sobre campamentos y minas de oro en el noreste de California, libros sobre quienes lo habían arriesgado todo al girar a la izquierda en el codo de un río, y de ese modo habían encontrado una fortuna. En la segunda mitad del siglo XX llevaba, por supuesto, un retraso de cien años, pero sabía que en los ríos, o bajo determinados tipos de hierba, o en las sierras con pinares, aún quedaban afloramientos áureos.

Existía un libro, poco más que un folleto de lomo blanco, que encontré en lo alto de una estantería en el vestíbulo de la granja. Entrevistas con californianas: mujeres desde los primeros tiempos hasta el día de hoy. Como muchas de aquellas pioneras no escribían, archiveros de Berkeley se habían trasladado con grabadoras para recoger los relatos de sus vidas y el ambiente de otras épocas. En la monografía figuraban historias que se remontaban a comienzos del siglo XIX y que llegaban hasta el presente, desde «El relato de doña Eulalia» hasta «El relato de Lydia Méndez». Lydia Méndez era nuestra madre. Fue allí, en aquel libro, donde descubrimos a la mujer que murió la semana en que Claire y yo nacimos. Sólo Coop, de nosotros tres, que trabajaba en la granja desde pequeño, la había conocido. Para Claire y para mí no era más que un rumor, un fantasma que nuestro padre no mencionaba casi nunca, alguien cuyas respuestas quedaban recogidas en unos cuantos párrafos de aquel librito, y que se nos mostraba en una descolorida fotografía en blanco y negro.

Todas las protagonistas del libro eran seres humildes, pensaban que la historia sucedía a su alrededor, no dentro de ellas. «Crecimos en la gran llanura central, al noroeste de Los Ángeles, donde mi padre trabajaba en las minas de asfalto. Me casé a los dieciocho años y el día de nuestra boda bailamos muchísimas piezas con la música de La Vaquilla y El Grullo: los violinistas y los guitarristas, dijo mi marido, eran los mejores de la región. La mesa de caballetes con la comida se instaló junto a la gran roca en el pastizal. El padre de mi marido desembarcó treinta años antes en San Francisco y aquel mismo día, según me cuentan, tomó el barco para Petaluma y construyó esta casa. Cuando llegué había mil gallinas ponedoras. Pero mi marido no quería emplear a otras personas para trabajar en la granja, de manera que sólo teníamos vacas lecheras y cultivábamos maíz; los zorros mataban a las gallinas y era demasiado costoso protegerlas. También había otros animales —gatos monteses y coyotes— en las colinas, además de serpientes de cascabel en los bosques de secuoyas; y una vez vi un puma. Aunque la verdadera maldición eran los cardos. Luchábamos para impedir su avance. Pero nuestros vecinos nunca dominaron el arte y las simientes de los suyos volaban hasta

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