Cerbero son las sombras

Juan José Millás

Fragmento

cap1

 

Querido padre: Es posible que en el fondo tu problema, como el mío, no haya sido más que un problema de soledad. Y, sobre todo, de no haber encontrado el punto medio entre la soledad y los otros. Hasta ahora cada cual ha venido ocultándolo a su manera, aunque las circunstancias no nos hayan facilitado mucho esta labor.

Ahora, que tal vez penséis que he alcanzado un poco de tranquilidad, me acuerdo de ti, porque la adolescencia ha venido a hacerme el chantaje de todos los veranos y, según puedes ver, estamos en invierno, cosa que me ha desquiciado un poco, pues me hace sospechar que desde ahora el chantaje será continuo; por lo menos hasta que mi vejez iguale a la tuya. Entretanto recurro, como un preso, a hacer pequeños trabajos que mantengan ocupados mis dedos. Y de este modo les construyo amorosas jaulas con complicadísimos alambres y maderas que antes eran cajas para contener puros. Tengo pocas herramientas, pero es bastante para escapar a la tarde. Con una paciencia que jamás escuché en mí doblo cuidadosamente los alambres y los introduzco después por los pequeños orificios de las tablitas, que antes eran cajas para puros. Cuando me pongo sobre la cama, atravesándola diagonalmente, siento un gran placer en mis riñones, que ya no están para que los tenga todo el día doblados construyéndoles jaulas. Pero me levanto en seguida y con frecuencia por ver si alguna ha comenzado a parir. Quiero ver a sus hijos, lampiños y ciegos, que también son mamíferos como yo. A última hora, mientras se sedimentan las cenizas de la tarde, muerden los barrotes con desesperación para escapar o para afilarse los dientes. Entonces hago lo posible por tener pensamientos ajenos hasta que consigo arrancarme una sonrisa.

Pero estas sonrisas no duran demasiado, porque es difícil anclar el recuerdo, y me vienen a la memoria rostros que no intento evocar. A veces, eres tú; a veces, Jacinto. A veces, mamá.

Y cuando mi recuerdo gira en torno a ti, la memoria me traslada a aquel tren en el que viajamos juntos. Sé que pensé en el mar que abandonábamos, y que me pregunté con qué palabras recordaría todo aquello cuando pasaran unos años. Jacinto había conseguido ponerse junto a la ventanilla, y con el paisaje evitaba los difíciles encuentros que se producían entre el resto de la familia. Mamá se levantaba con demasiada frecuencia para ir al servicio. No estaba descompuesta, como decía, sino que se iba a llorar a solas su desgracia. La desgracia de mamá era la nuestra, pero yo estoy seguro de que ella la pensaría como suya. Mi hermana no cumplió en aquel viaje ninguna función en especial. No sé de qué color iba vestida, pero me la imagino de rosa y negro, enturbiado el aire con sus miradas de animal resignado. Yo me preguntaba con frecuencia qué iba a ser de nosotros, como si no estuviese siendo todavía, como para aliviarme en la posibilidad de un futuro mejor. Y admiraba tu fortaleza para soportar aquella huida incómoda y ciega, llevando sobre el pecho o sobre la razón la angustia de cuatro vidas para las que tú, sin duda, habías planeado un azar con más posibilidades de triunfo sobre el miedo. Llevabas la camisa sucia, y eso armonizaba muy bien con aquellos bancos de madera, que al cabo del tiempo aún me duelen en las costillas. Te asustaste cuando el policía de paisano que acompañaba al revisor te pidió la documentación familiar con educación y alevosía. Todo estaba en regla, y tal vez comprendiste, mientras perdías la mirada en el perfil de Jacinto, que el miedo viviría contigo el resto de tus días; luego, cuando la concentraste en su expresión, supiste que habías comenzado a transmitirlo. Diez horas tardó aquel correo en llegar a Madrid, y sólo me levanté una vez; tú, ninguna.

Aquella noche, en una pensión céntrica y barata, te vi orinar por primera vez. Lo hiciste en el lavabo de la habitación, mientras nos sonreías a Jacinto y a mí. «Todo el mundo —dijiste— hace esto en las pensiones». Luego nos explicaste que ya habías alquilado una casa (al decir casa se te quebró la voz), pero los muebles no llegarían hasta el día siguiente. Mamá y la pequeña Rosa habían ido a pasar la noche a casa de unos familiares.

Otras veces me descuido y soy atrapado momentáneamente por el ambiente exterior, aun si me coloco en diagonal sobre la cama. Esta situación dura mientras dura el silencio. Por eso me veo obligado a introducir finísimos alambres por entre los barrotes de las jaulas, para herirlos levemente. Y entonces, adelantándome unos momentos al instante, los estoy viendo ya lamerse las pequeñísimas úlceras que les he producido. Ellos, entretanto, se han puesto a lanzar gritos agudos y afilados, que me liberan del ambiente exterior. Un escalofrío recorre la parte central de mi cuerpo cuando alguna de las hembras, que se mueven ya con mucha dificultad, presenta cara al alambre enseñando los dientes, y qué asco.

Por fin el tiempo real alcanza inevitablemente al tiempo imaginario, y ahí están las hembras y los machos lamiéndose las úlceras (en el suelo de los recintos han quedado algunas gotitas de sangre), mientras que yo pienso en mí mismo sin moverme —para no alborotar el aire de la tarde— y entono hacia adentro un extraño cántico que a nada conduce, ya que no me evita darme cuenta de la falta de sentido real e imaginario que tiene el establecer tales divisiones, debido a que más me duele a mí y me envejece y me hace llegar antes el tiempo imaginario. Y me trastoca.

Caminábamos evitando instintivamente el centro del oscuro pasillo, atentos a la amenaza del suelo roto y de las vigas con carcoma a flor de cal. Recordé que el día anterior se te había quebrado la voz. Las habitaciones de la casa, demasiado grandes, estaban colocadas al azar a un lado y otro del pasillo en un desorden increíble de espacios desiguales. Todo era oscuro. Tu voz, que contestaba a Jacinto «estas construcciones antiguas son muy sólidas», llegó a mis oídos sin que yo hubiese puesto ninguna voluntad en ello, y por el momento sólo pude grabar en mi memoria el tono. Haríamos algunos arreglos —mentira— y compraríamos tal vez algunos muebles que cambiasen poco a poco el aspecto de la casa, hasta el punto, quizá, de quitarnos el miedo al centro del pasillo. Y si nos convencíamos por fin de que la calidad de una huida no guarda ninguna relación con la distancia al punto de fuga, recuperaríamos posiblemente algo de la tranquilidad que nos correspondía; si bien es cierto que la tranquilidad acaba por llegar de todas formas, coincidiendo o no con nuestros deseos.

Al principio sería difícil soportar nuestras miradas oblicuas, los inevitables encuentros de las manos dirigiéndose fatalmente al mismo trozo de pan durante las comidas, las rarezas de Jacinto, en el que habían comenzado a manifestarse los primeros signos de la enfermedad, tus ineficaces consuelos al inoportuno llanto de mamá y la sombra de la pequeña Rosa, que tomaría nota de aquellas situaciones desde el rincón más oscuro de la casa. Me pregunté quién sería el primero en atreverse a hablar de los problemas inmediatos, cuando en dos o tres semanas comenzase a escasear el dinero, cuando irse a dormir se convirtiese en la esperanza de aman

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