El invierno que tomamos cartas en el asunto

Ángeles Doñate

Fragmento

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Contenido

  1. Memorias de papel

  2. Rosa

  3. Voces del pasado

  4. Deudas que no se pueden saldar

  5. Alma

  6. Picotazos

  7. Mara Polsky

  8. Oasis

  9. Álex

10. Letras y ollas

11. Hypatia

12. En un callejón sin salida

13. Giros cósmicos

14. Nombres que imprimen carácter

15. Sarai/Manuela

16. Cazador cazado

17. Principios

18. Al otro lado del mar

19. Sara

20. Esperando a Margot

21. Adivina quién viene a Porvenir

22. La lista

23. Karol

24. El club de los poetas vivos

25. Más vale antes que después

26. Becarios de Cupido

27. Soledades

28. Treinta y nueve maneras de decirte te quiero

29. Golpes bastardos

30. Allí donde tú estés

31. Formas de decir adiós

32. Millas por recorrer

33. Manos arriba: esto es una fiesta

34. Páginas por leer, momentos por vivir

35. El último eslabón

Agradecimientos

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Todas las cartas de amor son ridículas.

No serían cartas de amor si no fuesen ridículas.

También escribí en mi tiempo cartas de amor,

como las demás, ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,

tienen que ser ridículas.

Pero, al fin y al cabo, solo las criaturas

que nunca escribieron cartas de amor

sí que son ridículas.

Quién me diera en el tiempo en que escribía

sin darme cuenta cartas de amor ridículas.

La verdad es que hoy mis recuerdos de esas cartas de amor

sí que son ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,

como los sentimientos esdrújulos,

son naturalmente ridículas.)

FERNANDO PESSOA

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1

Memorias de papel

Uno de los placeres de leer viejas cartas es saber que ya no necesitan respuesta.

LORD BYRON

—¿Quién necesita un cartero en un mundo donde ya no se escriben cartas? —preguntó Sara arrastrando muy despacio las palabras, que pesaban por culpa de la derrota.

Su voz triste, deshilachada, quedó flotando. Precedió a un silencio espeso que invadió todos los rincones.

A Rosa, su vecina, le pareció que justo en ese momento empezaba el invierno en su pueblo y en su corazón. Se puso a mirar las baldosas de las paredes de su cocina, algunas ya descascarilladas. Prestó atención al pequeño armario en el que guardaba las ollas y platos. Luego dirigió la vista hacia la despensa que Sara le había ayudado a llenar. A sus ochenta años, algunos días las fuerzas no le alcanzaban para algo tan cotidiano.

Ausente, la anciana sacaba brillo a las dos alianzas de oro que llevaba en su casi transparente mano izquierda. Siempre que intuía algo que no le gustaba, se aferraba a sus anillos de boda en busca de sosiego. Estaba segura de que allí donde estuviera su Abel la acompañaba y le daba fuerzas.

—Pero, Sara... —musitó Rosa—, ¿estás segura de que...?

No se atrevió a formular la pregunta por miedo a una respuesta que aun así, le llegó.

—Cerrarán la oficina de correos de Porvenir. Hablan de enviarme a la capital justo después de Navidad. Lo llaman reaprovechamiento de recursos, reducción de gastos o qué sé yo... Algo así ponía en el correo electrónico que me han enviado desde la central.

Dos meses, pensó la anciana.

—Es una trastada a mis cuarenta y cinco años y tres niños —añadió la más joven—. He crecido en este pueblo y aquí han nacido mis hijos. En el pueblo somos una gran familia. Si me trasladan, todo cambiará.

La cartera extravió la vista a través de la ventana. Como si hablara solo para ella, susurró entonces:

—Me volveré loca en las calles de la capital, pero no me queda otro remedio que aceptar el traslado. Tengo cuatro bocas que alimentar.

Rosa miró el reloj de la mesita. Eran casi las doce de la noche. En cuanto Sara se había ido a su casa, el corazón se le había desbocado. Las palpitaciones le golpeaban las sienes y no le dejaban dormir.

Se había preparado dos infusiones de tila bien cargadas. Siguiendo los consejos de su médico, había cenado una sopa ligera. Había fregado los platos, puesto en remojo las lentejas para el día siguiente y doblado la ropa ya limpia.

Pero nada de todo eso había conseguido borrar de su mente la mala noticia: ¡iban a trasladar a su vecina! Por más que trataba de imaginársela fuera de Porvenir, no lo conseguía. «El pueblo no tiene nada especial: ni ermitas prerrománicas ni héroes de la independencia, pero es nuestro», pensó Rosa mientras buscaba su bolsa de labor en el armario. Y eso le pareció suficiente razón para amarlo.

Porvenir era un laberinto de piedra y pizarra donde vivían apenas mil personas, además de las que ocupaban una docena de casas perdidas por los prados de alrededor. Desde hacía muy poco, un anillo de urbanizaciones modernas se empeñaba en ahogarlos a todos. Para Rosa, los recién llegados eran unos desconocidos. Estaba convencida de que solo eran aves de paso, que habían traído el tren de alta velocidad y la especulación inmobiliaria.

«¿Cómo puede ser que Sara, mi niña Sara, se vaya antes que ellos?», se preguntó.

Recordó entonces el día en que esta había nacido. Nevaba fuerte.

Llamaron a la puerta. El vecino de arriba tenía la cara lívida. Apenas hacía unos meses que se había mudado para trabajar de cartero. Desesperado, le dijo que su mujer se había puesto de parto y el médico no iba a llegar a tiempo. Rosa se miró las manos pero supo que no tenía alternativa.

«Tu madre y yo te trajimos al mundo», le gustaba decirle a Sara cuando era niña. «Tu padre se desmayó con la primera gota de sangre y el médico llegó cuando ya te teníamos limpita.»

Para ella, que era estéril, fue el momento en que más cerca estuvo de parir un hijo.

Rosa sintió una punzada de miedo. Se sentó en la butaca del salón y se aferró a sus brazos. Una certeza se abría paso entre sus pensamientos borrosos: si trasladaban a Sara, se quedaría sola en aquella casa.

Tembló nada más imaginarlo.

La primera vez que durmió allí fue la noche de bodas con Abel.

Era una vivienda austera y sólida de piedras ocres. El constructor solo se había permitido un capricho: una veleta con una lechuza de hierro forjado. «El animal de la sabiduría», le gustaba repetir a su marido.

En la planta baja estaba el garaje. En el prim

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