A mis dos «fieras», Gael y Yago,
que jamás leerán esta novela.
A Dani, por estar siempre.
A los lectores de mi blog, por su apoyo
y compañía a lo largo de tantos años.
1
Desayuno con diamantes
Hoy le he preguntado a Andrés por teléfono si yo era buena en la cama. Estábamos hablando sobre algo del colegio de los niños y se lo he soltado a bocajarro:
—Oye, una cosa, Andrés, ¿tú dirías que yo soy buena amante?
—¿Y esa pregunta, Carlota?, ¿a qué coño viene? Pues no sé. Estuvimos quince años juntos. Hubo etapas. Al final no, pero tampoco creo que fuera culpa tuya. Era más bien que no teníamos química sexual. Si te comparo con alguna de las tías que he conocido ahora...
—Hay que joderse. Ahora, cinco meses después de separarnos, ¿vas de dios del amor y del sexo, cuando conmigo te acostabas una vez al mes? ¿Tardaste quince años en ver que no teníamos química sexual?
—No empieces, por favor... Ya no —dice él con hastío.
No empiezo, no, porque si empiezo no paro. No sé en qué momento vi que lo nuestro no era normal, creo que fue más o menos en el mismo instante que pasé de ver a los otros hombres de entes transparentes a seres potencialmente follables. A partir de ahí todo se precipita.
El final de una relación es como un caballo desbocado, como una sangría. No hay quien lo detenga, ni torniquetes que poner, y si se ponen, la sangre saldrá por otro agujero.
Mi madre dice que todo se termina cuando te deja de apetecer acostarte con el otro. También que por lo general la gente se separa cinco años después de lo que debería. Esos cinco años son como el periodo de carencia que nos damos para mandarlo todo a la mierda o aguantar, o solucionar o follarnos a otros. O todo junto.
—Por lo menos —le digo a Andrés para zanjar la conversación—, no fuimos como esas parejas que dejan de acostarse durante un año o dos antes de separarse. Nosotros lo hacíamos una vez al mes, pero al menos lo hicimos hasta el final.
—Eso es verdad —dice.
—Y nos quisimos mucho, ¿no?
—Muchísimo, pero Carlota, el amor no es como tú lo ves. El amor como tú imaginas no existe, es un concepto del siglo diecinueve. Las cosas no son como en las películas ni en los libros.
—Así nos va —contesto con tristeza.
Después de quince años con la misma persona, ahora me gustaría saber si seré del tipo que gusta a los hombres, si soy buena en la cama o si puedo llegar a serlo. ¿Cómo hará una para saber eso? Preguntándoselo a los tíos con los que me acueste, supongo. Les pediré que me pongan nota. Compraré un cuadernillo donde iré apuntando cada polvo, la fecha y la nota que he sacado, a ver si voy mejorando. Veré películas porno y leeré novelas eróticas para aprender, me compraré un montón de juguetes distintos en el sex-shop, haré una lista con todo lo que quiero hacer en la cama, con todas las cosas que me faltan por probar. Pero ahora que lo pienso, no vale la pena gastar el tiempo en listas. Creo que me falta todo por probar.
Estas últimas semanas he empezado a hacer cosas sola, cosas yo, mí, me, conmigo. Las he dividido en fáciles (ir al cine, a comer, a museos y exposiciones) y difíciles (sentarse a cenar sola en un restaurante, viajar, salir de copas...).
El sábado supero con buena nota una prueba de las difíciles. Tengo un pase de prensa para ir al Festival Dcode, pero después de darle varias vueltas a la agenda, todo el mundo tiene plan, nadie quiere o puede venir conmigo. Me fastidia porque hay varios grupos que me apetece ver. Me quedo aburrida en casa viendo una peli y de repente me digo en voz alta: «¿Qué coño hago aquí un sábado por la noche pudiendo ir a un concierto cuando, además, hoy no están los niños?, ¿solo porque no me acompaña nadie me lo voy a perder?»
Entonces revuelvo mi armario en busca de un look de festival, lo que significa vestirme como si tuviera diez años menos: camiseta roquera, minifalda vaquera ultra corta, botas de cowboy... Lleno mi petaca de ron, la meto en mi bolsito de flecos y me planto sola en la Ciudad Universitaria, donde se celebra el concierto. Al rato de llegar —y tras haber pedido en una de las barras un Mini de Coca-Cola y vaciado media petaca en él—, ya estoy en las primeras filas bailando y brincando mezclada con el gentío. No pasa nada. Nadie me mira ni me señala con el dedo. Nadie piensa: «Pobrecilla, esta tía está colgada, no tiene quien la quiera.»
Algunos me preguntan si he venido sola, pero me miran más con interés que con lástima. «Es que perdí a mis amigas. No consigo encontrarlas», digo. Y ya está. Es muy fácil perder amigas en un festival, una explicación de lo más convincente.
Al final un grupo de chicos bastante más jóvenes que yo se acercan a hablarme y ya no me separo de ellos en toda la noche. Acabo en una fiesta improvisada en un ático de la calle Montera. Un actor de series medio famoso me tira los trastos y yo los recojo.
Salgo de allí a las nueve de la mañana, aún bajo los efectos de las copas. Odio que se me haga de día cuando salgo por la noche. La luz del día es despiadada, no respeta nada, mucho menos las caras de los que han salido. Creo que hasta de vieja seguiré prefiriendo la noche. En la oscuridad y el silencio de la noche todos los gatos son pardos y casi todo está permitido. Lo malo parece mejor, y lo bueno, también mejor.
La Gran Vía está semidesierta. Me cruzo con un par de paseantes de perros, que vuelven a casa con el periódico del domingo y el pan, de esos que siempre te dan ganas de empujar, todos bien dormidos y aseados, oliendo a colonia de ducha.
Decido ir andando a casa, así me despejo un poco. Compro para llevar una especie de dónuts con un café en el McDonalds y me paro en el escaparate del Aristocrazy de Gran Vía con Fuencarral. Salvando las distancias, la escena me recuerda vagamente a la de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes comiéndose el cruasán mientras mira el escaparate de Tifanny’s.
Pienso que cuando Aristocrazy se parezca a Tiffany’s, yo podré parecerme a Audrey Hepburn... o viceversa.
2
De repente, el último verano
Al final de una relación uno solo quiere que el otro se vaya para ocupar la parte vacía del armario con su ropa y tirarse a otros. Ni pena ni nostalgia ni recuerdos ni memoria. Solo quieres sexo. Romper una cama. Que te empotren contra una pared. Que te miren. Que te deseen. Sentirte de nuevo viva y coleando. Da igual el dolor. Es como cuando muere alguien querido, que dicen que después se tienen ganas de follar. Esto igual, duele pero quieres vivir.
¿Cuándo supe yo que lo nuestro ya no tenía remedio? El día de la playa. Entonces me di cuenta de que aquello era lo que quería y que la vida con Andrés era justamente lo que no quería.
Cuando eres más joven, el tiempo no pasa en toda su dimensión. Te da igual. Piensas que vas a vivir para siempre. Pero ahora ya no. Como él mismo dice: «Ya nos queda más por detrás que por delante.»
Quiero a Andrés, pero también le odio un poco. Le odio por todos los polvos que me robó, por todos los orgasmos que no me hizo tener, por las aventuras sexuales que no vivimos, por las obscenidades que nunca me dijo. Le tengo cierto rencor. Era joven y merecía follar como loca: en los coches, en los parques, en las calles, en las playas, en las fiestas, en los baños de los bares, en las copas de los árboles, en las casas de nuestros padres. Fui una señora a los veinticinco y ahora me va a tocar ser mujer fatal a los cuarenta. Todo lo que me perdí a cambio de amor...
El amor, claro, esa palabra mágica... Me gustaría ir al hospital y decirle al médico: «Póngame un chute de amor intravenoso, que me valga ya para toda la vida. Deme un parche de amor que se libere poco a poco, un amor suavecito, que casi no se note.»
Cuando ya empezaba a no poder más, pasó aquello.
Estoy con Andrés y los críos en la playa, en Ibiza, un par de años antes de separarnos. Teo tenía entonces seis y Diana ocho. Agosto. Ellos se van a dar un paseo largo después de comer. Yo tomo el sol en la tumbona. Gotitas de sudor me caen por el ombligo. Me voy a la orilla, con mi biquini brasileño y mis tetas al aire. Los niños al principio se avergonzaban de mí, ahora ya se han acostumbrado. Andrés ya hace tiempo que ni me mira, quizás es porque casi no tengo tetas. Soy una mujer desperdicio o debería decir más bien una mujer desperdiciada.
A unos cincuenta metros de donde estoy, en la orilla, hay un tío bueno, de los que precisamente no me suelen gustar, un poco tipo monitor de gimnasio. Odio a esa clase de cachas producidos a los que les brillan los músculos. Siempre pienso que deben tenerla pequeña. Todo lo que es demasiado evidente me tira para atrás y creo que esconde una mentira. Cuando algo se exhibe demasiado, cuando de algo se presume en exceso, cuidado.
Está solo. Me mira. Yo le miro. Me sonríe. Bajo los ojos algo cortada. Veo que se acerca un poco, no mucho. Saco culo mientras remoloneo en la orilla. Me gusta sentirme observada. Es excitante. Si hay algo que me gusta de mí es mi culo. Lo tengo redondo como una manzana. Ya no tengo abuela, pero esa justamente era una de las cosas que ella me decía.
Me voy metiendo poco a poco en el agua exhibiéndome como un pavo real, sabiendo perfectamente que él no me quita la vista de encima. Nado hacia unas boyas próximas y me quedo suspendida en la cuerda. La orilla se ve lejos. No hago pie. Se oye el zumbido de las lanchas y los gritos amortiguados de los niños.
El desconocido mazas se mete en el agua sin dejar de mirarme. Viene nadando hacia mí poco a poco, como un tiburón hacia su presa. Me vuelvo, le doy la espalda. Mi corazón late a mil por hora. Quiero escapar pero, sin embargo, me quedo muy quieta.
Llega por fin a donde estoy y se agarra a la cuerda de la boya abrazándome por detrás. Noto perfectamente su erección contra mi culo. Se queda así unos segundos. Oigo su respiración agitada pegada a mi oreja, casi como un jadeo. Su lengua se mete en mi oído como una serpiente hambrienta. Yo no me puedo mover ni tampoco hablar. Soy una estatua de sal, petrificada por el miedo y la excitación. No quiero mirar hacia la orilla para ver si han llegado Andrés y los niños. No porque no me vean, ¡qué va! No quiero perderme esto. Que me vean casi me da igual, en esos momentos. Me podrían matar, que no me movería.
Así de espaldas como estamos y agarrados a la cuerda de la boya, me mete la mano en la braga del biquini y empieza a masturbarme, con movimientos rápidos y circulares, justo como a mí me gusta. Su lengua sigue dando vueltas por mi oreja. Miro su brazo moreno, su mano moviéndose frenética a través del agua, su reloj... Tardo medio segundo en correrme. Es un larguísimo orgasmo y no puedo reprimir los gemidos. No me oye nadie. No hay nadie. Noto su polla aún más dura frotándose contra mí. Él me da la vuelta y únicamente me dice una cosa: «Ahora me toca a mí.» Entonces guía mi mano por debajo de su bañador. No es tan grande como la de Andrés pero si más gruesa. Empiezo a masturbarle. Veo su cara de placer. Acelero el ritmo mientras le miro fijamente a los ojos. El corazón se me sale por la boca. Al fin se corre. Él también gime.
Nos quedamos suspendidos en la cuerda un minuto, sin mediar palabra.
«Me llamo, Héctor, encantado. Ha sido muy excitante. Gracias.»
Se vuelve nadando hacia la playa. Yo aún me quedo unos instantes sujeta a la cuerda, en estado de shock. Cuando llego a la orilla mi desconocido ha desaparecido, o al menos ya no está al alcance de mi vista.
Vuelvo a la tumbona. Los niños y Andrés ya han regresado del paseo. Todos leen. Es una bonita estampa familiar.
No me siento mal. Ni mala. Ni puta ni nada. Solo cachonda.
Me pongo la parte de arriba del biquini. No me apetece que Andrés me vea las tetas. Algo ha cambiado.
Un par de horas más tarde, cuando dejamos la playa con todos los bártulos a cuestas, le veo en la hamaca con una chica y un bebé pequeño. Me saluda disimuladamente con la mano y sonríe.
Ese fue el día que supe que ya no había vuelta atrás.
3
¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?
Llevo desde que me separé sin acostarme con nadie, el último fue Andrés. Como siempre, echamos el polvo del mes algo antes de que se fuera.
Con las ganas que tenía de sexo y no me surge nada. Me masturbo a diario, incluso varias veces al día. En ocasiones, me pongo pelis en el Pornhub, como método de aprendizaje más que nada, para no parecer que no tengo ni idea en el hipotético caso de encontrar un amante un día de estos.
Cuando los niños se van con Andrés paso un par de días perdida. La casa está demasiado silenciosa. Nadie sale a recibirme como un torbellino por las escaleras cuando llego del trabajo, nadie desordena, no hay que hacer zumos de naranja por las mañanas...
Como diría Kiko Veneno, les echo de menos tanto como les echo de más. Luego se me pasa. Una semana soy madre y otra soy yo. Sé que las madres a tiempo completo se sienten celosas de mí, en cambio yo no envidio sus vidas. Soy una madre part-time y, por supuesto, tendré que encontrar un amante part-time, uno que me haga el amor un viernes de cada dos y que no me mande a la mierda por ello.
Se supone que el trabajo es uno de los sitios para ligar, pero en la agencia el panorama es desolador. Demasiado jóvenes o casados y con novias, más vistos que el tebeo. Y nuestros clientes, casi todos cocineros, más de lo mismo. Dicen que los cocineros son sexis. A mí me parecen bastante tontos; debe de ser que trabajo con ellos y les veo de otra forma. Se creen artistas de vanguardia. Artista era Rembrandt, no un tío que hace un tartar, por muy bueno que esté. Hay alguno que tiene un pase, pero esos salen con modelos, presentadoras de tele o, similares, justamente el tipo de tía que no come. Ya lo dice el refrán, Dios le da pan a quien no tiene dientes.
Mi madre propone que me apunte a un curso de fotografía o de cocina, que allí seguro que hay gente interesante. Que vaya a reuniones del colegio a ver si encuentro algún papá separado, que me meta en grupos de senderismo para conocer gente, que visite los museos y espere a que alguien me hable. Pero yo no quiero conocer gente. Sino más bien acostarme con gente. El amor no entra en mis planes. Ya tuve de eso y mira lo que me pasó.
«Ahora quiero lo que no tuve ¿lo comprendes, mamá? ¿Comprendes, mami, que no me voy a pasar tres horas haciendo sushi para echar un polvo, que no me gusta caminar por senderos ni ir en chándal, que nadie me va a hablar en el Museo del Prado mientras miro Las Meninas? No, mamá, nadie se enamorará de mí en Mercadona empujando el carrito de la compra. Esas cosas no pasan en la vida real.
»El amor de tu vida o el polvo de tu vida nunca aparece en la parada del autobús, mami, a ver si te enteras. Tampoco aparece cuando menos te lo esperas. Yo no lo espero ahora y no veo que aparezca.»
Es precisamente Andrés quien me dice que me meta en Tinder o en Adopta un Tío. Me sorprende esta relación de falso colegueo que tenemos apenas unos meses después de separarnos. No sé si pretende darme a entender que no le importo. Podrá liarse con otras, pero sé que aún le importo. Dice que «todo el mundo» está ahí, que aunque no sea para el sexo me dará un chute de ego. «Tú estás buena. Conseguirás muchos likes.»
«Ya me lo podías haber dicho hace un año, capullo. Entonces igual no habría acabado lo nuestro. Qué te costaba darme un poco de siglo diecinueve.»
Le pregunto a Diana qué hace papá por las noches cuando está con ellos y me dice que «estar con el ordenador y a veces con el móvil». Los niños parece que no se enteran de nada, pero se enteran; están al loro de todo. El otro día estábamos haciendo una tarta y va ella y me dice: «¿Mamá, tú por qué echaste a papá de casa?» Y yo: «Pero, mi vida, yo no le eché de casa. Los dos decidimos separarnos y pensamos que era mejor que se marchase él porque esta casa es de la abuela.» Pero lo cierto es que sí, le eché de casa. Yo no lo hubiera dicho tan crudamente.
Me decido a meterme en Tinder. Foto en biquini. Aunque me faltan tetas con el push-up del bañador parece que tengo más. Hay que echar «toda la carne en el asador». También sonriente, siempre sonriente. A los hombres les gustan las tías naturales, ese tipo de mujeres con la cara lavada que siempre sonríen y van en vaqueros, sudadera, llevan zapatillas deportivas blancas y tienen pecas.
Echo un vistazo a los hombres que hay en la aplicación y casi todos me parecen feos y, sobre todo, cutres: tíos escalando montañas, en cuartos de baño feos poniendo poses patéticas, en ascensores del trabajo, tíos en el Machupichu, en barcos, en el gimnasio, tíos «amigos de sus amigos», tíos que dicen que no saben lo que quieren pero sí lo que no quieren, tíos que han estudiado en la «universidad de la vida»... Es un auténtico súper de personajes chungos. Me encuentro también con el perfil de Andrés; es de los pocos guapos que hay. Me hace gracia. Tiene puesta una foto que le hice hace un año en vacaciones. Pone que es «bohemio» e «intelectual». Yo debo de ser «tonta del culo» y «gilipollas», pero por lo menos, como dice él, aún estoy buena.
Los niños llegan mañana, así que hoy es mi última noche sola. Eso me recuerda que antes de recogerles debo ir al súper. Igual que soy madre a tiempo parcial también voy al súper a tiempo parcial. El resto del tiempo como huevos medio pasados, medios tomates, medios limones, ensaladas de loquehaya. Soy una mujer fatal, pero en el sentido literal de la palabra fatal.
Cuando pienso en mí misma como madre no puedo evitar pensar en la frase que le dice Rett a Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó: «Hasta una gata sería mejor madre que tú.» ¿Seré yo una madre-gata? Si el setenta por ciento del tiempo pienso en lo mismo, ¿qué lugar ocupan mis hijos?, ¿para qué se tienen hijos? No sé responderme. Supongo que, como dice Woody Allen, se tienen para que empujen tu silla de ruedas cuando estés en el asilo.
A veces, cuando me masturbo dejo las cortinas medio descorridas. Me excita la idea de que los vecinos puedan verme. Me tumbo boca abajo en la cama o el sofá, pongo varias almohadas debajo de mi tripa, elevo el culo y me meto despacito mi vibrador por detrás mientras me acaricio el clítoris y muevo mis caderas suavemente. Entonces miro por la ventana esperando ver una cortina medio descorrida, unos ojos detrás de algún cristal.
Estos días tengo una fantasía recurrente. Estoy en mi clase de Bikram Yoga. Cuarenta y dos grados de temperatura y cuarenta por ciento de humedad. El calor y la sensación de asfixia son insoportables, mareantes. De repente, reparo en que soy la única mujer de la sala. Todo son hombres, empezando por el profesor, que es escandalosamente guapo. Hombres escurridizos como peces y con minúsculos bañadores que no dejan nada a la imaginación. Veo cómo el sudor les cae a chorros por sus espaldas, por sus piernas, resbala en gotitas por los dedos de sus manos. Me fijo en sus culos y sus brazos en tensión. No puedo respirar. Quiero salir de la clase pero, por alguna razón, no puedo. Está cerrado y yo atrapada con todos esos hombres.
El profesor se acerca a mí, me coge del cuello con suavidad y hace que me tumbe en el suelo. Me tapa la boca con su mano y empieza a recorrer mi cuerpo muy despacio con su lengua. Me va lamiendo todo el sudor al tiempo que me empapa con el suyo. Noto cómo me falta el aire. Los otros alumnos se van aproximando poco a a poco hacia donde estamos hasta formar un círculo a mi alrededor. Entonces el profesor se aparta y ellos van acercándose a mí... uno a uno.
No solo me apetece sexo a secas, para eso me seguiría masturbando y ya está. Quiero cazar. Sentir que pese a mis casi cuarenta años aún puedo hacerlo. Quiero reírme, emborracharme, salir, tener resacas... Mi plan es bailar hasta que todo se solucione.
¿En qué momento me volví así? Y sobre todo: ¿cuándo volveré a ser yo? No sé si yo soy esta o la de antes. En algún momento encontraré la intersección. Pero soy una madre y las madres no se masturban delante de los vecinos. Las madres hacen bizcochos y listas de tareas pendientes.
Además de en Tinder, me meto también en Adopta un Tío. Las de la agencia que no tienen pareja reniegan de los sitios de Internet. Prefieren ligar en «la vida real», no se fían, ya se sabe, puede pasar cualquier cosa. Sí, cualquier cosa como follar, por ejemplo. Así están algunas, de mal humor y avinagradas, con cara de necesitar un par de revolcones. Como si en la realidad hubiera tanto para elegir. Además, en la vida real también puede pasar «cualquier cosa».
Pero, claro, mis compañeras son las típicas a las que les preguntas: «¿Qué tal el fin de semana?» Y te responden: «Bien, tranquilito», ese tipo de tías. El tipo de tías con las neveras ordenadas, las bragas clasificadas por colores en el armario y que nunca se comen las patatas fritas en el bar.
Siempre he pensado que hay dos tipos de mujeres, las que comen guarradas y las que no. Y dos tipos de hombres... los que bailan y los que no.
En Adopta un Tío me piden que ponga «mi lista de la compra», la clase de hombre que me gustaría encontrar, y escribo:
«Quiero alguien que me haga la cena, me haga el amor y me haga el desayuno.»
También pongo una frase de John Waters: «Si no tienen libros en casa, no te los tires.»
...Y me quedo tan ancha.
4
Encontrarás al hombre de tus sueños
Estoy empezando a odiar mi trabajo. Me presionan por todas partes, los clientes, los periodistas, y sobre todo Carmen, nuestra directora de Cuentas. A veces, solo tengo ganas de coger el bolso y largarme, y otras de pillar una escopeta recortada, según el día.
En los trabajos hay dos tipos de actitud: decir a todo que sí a los jefes con una gran sonrisa falsa, y luego hacer lo que te dé la gana —lo que suele hacer la mayoría—, o protestar por todo lo que no te parece bien y crearte fama de persona conflictiva. Esa soy yo.
Nunca supe venderme, y eso es básico en profesiones como la mía y en todas en general. Los que crecen en las empresas y los que más dinero ganan dedican al menos la mitad de su tiempo a la autopromoción. Son ese tipo de gente que en realidad no hace demasiado pero lo parece, que tienen actitud y aspecto de «ganadores», de esos que apenas producen durante la semana pero luego mandan mails a las tantas de la noche y hacen ver que trabajan los fines de semana porque claro, «no les da la vida», los mismos que se suelen aprovechar del trabajo de los demás y que en las reuniones en vez de «no tengo ni idea» o «no lo sé» dicen cosas como «lo desconozco» o «lo ignoro». Esos que van siempre corriendo aunque no tengan ninguna prisa.
Ojalá me atreviera a dejar todo esto para dedicarme a escribir, pero soy demasiado cobarde y demasiado vaga. Cobarde porque no me atrevo a renunciar a una nómina todos los meses, y vaga porque creo que no tengo el tesón suficiente para llegar siquiera a publicar un libro. Sin embargo, me paso la vida envidiando a quienes lo consiguen. Pero los que lo logran supongo que van a por ello y se esfuerzan. Yo ni lo intento. Creo simplemente que soy mediocre y nunca llegaré a nada en la vida, a nada que desee en realidad.
Yo sí sé lo que quiero, pero me da demasiada pereza lo que hay que hacer para conseguirlo.
De vez en cuando, y cuando la jefa no anda al acecho y está reunida con los clientes, me dedico a chatear a ratos desde el móvil con mis ligues de Internet. Todas las conversaciones empiezan igual, no hay ni pizca de ingenio, humor u originalidad. Me aburro terriblemente ya antes de empezar.
—Tienes una sonrisa preciosa (no me digas).
—¿Cómo va el lunes? (mal, ¿cómo va a ir?).
—Me gusta tu biquini (lo que te gusta son mis tetas).
—Hola, guapis (holi, gilipollas).
—¿Qué tal el finde? (intentando follar pero ya ves).
—Eres muy sexy (tú no).
—Qué morbazo tienes (bonita manera de empezar una conversación).
—¿Cómo se presenta la semana? (currando, cuidando de mis dos hijos y haciendo las cosas de la casa, ¿y la tuya?).
En cuanto a los gustos de la gente, son aterradores:
Libros: el que estoy leyendo, siempre hay uno bueno que leer.
Música: toda.
Cine: siempre.
Miro también los perfiles de las mujeres para ver cómo está la competencia y no son mucho mejores, lo cual me consuela: todas aparecen con gatos, haciendo morritos en cuartos de baño o practicando senderismo.
Por lo que veo hasta ahora, es bastante fácil empezar a hablar con gente, pero se pierde un tiempo excesivo en chatear con unos y otros, sobre todo al principio, cuando tienes que contar tu vida entera. Por ser más práctica, redacto un texto en Word y lo pego igual en todos los chats.
«Me llamo Carlota y soy de Madrid. Vivo en Chamberí, en el centro. Me separé hace unos meses y tengo dos hijos en custodia compartida, de 10 y 8. Soy relaciones públicas. Trabajo en una agencia de comunicación que lleva clientes relacionados con la gastronomía, restaurantes, vinos, etc. Me apasiona mi trabajo. En mi tiempo libre voy al cine (me encanta el cine clásico), leo, voy a exposiciones y me masturbo.» (Lo último no, eso no lo pongo.)
Debería pensar también en operarme las tetas; todas las amigas separadas que tengo es lo primero que hacen, pero claro, son doce mil euros que, francamente, no tengo. Con una talla noventa y cinco seguro que arrasaba en Internet. ¿Me darían un crédito para eso? Se los podría pedir a mi madre. Me da vergüenza decir en el banco que necesito dinero para unas tetas.
5
Ratatouille
Me pregunto si estaré buena para la media de los tíos. Tampoco es que consiga muchos likes estos días en Tinder y eso me hace pensar que quizá no soy ni la mitad de guapa de lo que me creo.
Antes de ponerme «en el mercado» tengo que adecentarme un poco. Ya no estoy como a los veinticinco, eso está claro. Las patas de gallo se me notan no solo cuando me río, cuando no me río también y me salen como unos trocitos de carne por la cintura del vaquero que tampoco están nada mal. Andrés las llamaba «las agarraderas», yo las lorzas. Me consuela pensar, que por lo que oigo y leo por ahí, los tíos no se suelen fijar tan en detalle en nuestros defectos y lo que a nosotras nos parece «tripa» a ellos les resulta sexy.
Lo cierto es que después de tener críos una tiene bastantes posibilidades de acabar con aspecto de ama de cría. A mí no me pasó, pero eso sí, la maternidad más que la vida me cambió las tetas. Primero la naturaleza te regala en el embarazo dos preciosas tetas y luego esos pequeños seres chupadores te las dejan como dos uvas pasas. Hay que tomárselo como que durante nueve meses alquilamos unas tetas que no son nuestras ni nunca lo serán.
De todas formas casi nadie me ve «pinta de madre», y menos mal, porque si algo no quiero tener ahora es «pinta de madre». O sí, pero de MILF, quiero ser una madre follable, como indica el término: madres a las que te gustaría follarte.
Mi compi Eva me dice hoy en el café que para convertirme en una mujer sexy y seductora antes hay que pasar un poco por «chapa y pintura».
«Lo primero es el tema de los pelos. Si quieres que te coman bien el coño y que te lo quieran comer lo tienes que tener sin pelos, como una Barbie.»
Ahora que lo pienso debo de ser de las pocas que nunca le han mirado el coño a una Barbie... quizá soy la única que no le levanta las faldas a las muñecas.
—Pero ¿no te haces la láser? —me pregunta.
—No, porque a mí no me comían el coño —le respondo.
—Igual por eso no te lo comían, bonita, ¿no lo has pensado?
—Puede ser. No veo qué tienen los pelos de malo. Siempre han estado ahí... protegen.
—Protegen las bragas, pero los pelos... no sé qué quieres que te diga. O sea que el sexo para ti era sota, caballo y rey, ¿no?
—No, más bien sota, sota y sota —digo con tristeza.
—Pues hay que follar bien, Carlota, que follar da alegría.
—No, si yo hacerlo lo hacía, pero muy mal, por lo que se ve. Pero no sé, como que me daba igual. Con el amor me valía.
No puedo tener estas conversaciones. Me da mucha pena de mí misma. Cuando me quiero autoconsolar, pienso en las palabras de mi madre: «Mujer, tuviste amor, y dos hijos, eso es lo más importante.»
Busco en Google «depilación de pubis integral Madrid» y me devuelve una dirección relativamente cerca de mi casa. La esteticista, por decirlo de alguna manera, me dice que ella es «la mayor especialista en pubis de Madrid». Pienso que yo tendría que haberme dedicado a eso, a ser la mayor especialista en algo.
—Soy un poco como un ginecólogo —me dice—, me paso el día viendo chichis.
—Bueno, yo me paso el día viendo cocineros gilipollas —le digo—. Es mejor lo tuyo.
Me ordena abrirme de piernas en una camilla y me va arrancando todo el pelo de cuajo, metiéndome cera caliente en huecos y pliegues que no sabía ni que tenía. Grito de dolor.
—Esto es peor que parir —le digo.
—¿Quieres que te deje un «bigotito» tipo Hitler o te lo quito todo?
—No, no, deja, sin bigotito y menos tipo Hitler —digo yo—, ya que estoy en faena quítamelo todo, que parece que los pelos no se llevan nada ahora.
—Uy qué va. Pelos solo los de la cabeza. Ya verás ahora qué cómodo va a ser para el sexo oral y para la regla.
—Ya. Mi exmarido llevaba años pidiéndomelo y lo hago ahora, cuando justo me acabo de separar.
—Bueno, pues genial para tu nueva vida de soltera —me dice, como disculpándome—; ahora vamos con el culo.
—¿Cómo con el culo? —digo con horror.
—En el culo también hay pelos, nena. Anda ponte a cuatro patas que es solo un momentito... No sabes la de gente que se hace ahora blanqueamientos...
—¿Blanqueamientos de qué? ¿De dientes?
—Como se ve que te acabas de separar, cariño... —me contesta ella.
Llego a casa, me desnudo para darme una ducha y, efectivamente, estoy como la Nancy. Me siento muy actriz de peli porno. Me gusta, me veo más sexy. Entra Diana... Los críos entran y salen como les da la gana de mi cuarto de baño.
—¿Qué ha pasado con tus pelos? —pregunta.
—Me los quité para estar más limpita —le digo.
—Ah, vale, ¿nos pintamos las uñas? —Me encanta cómo son los niños. Pasan de una cosa a otra sin respiro. Ellos sí que viven intensamente.
Más tarde, y ahora que puedo verlo bien, decido quitarme las bragas, abrir las piernas y plantarme un espejo delante, a ver qué hay ahí. Es bonito y rojo, pero me inquieta ver accidentes geográficos que no identifico. Creo que tengo cosas que aún no sé para qué sirven. Las ciencias naturales nunca fueron mi fuerte.
Esta semana la jefa me llama al despacho. Va embutida en un vestido morado que parece a punto de estallar. Quizás en su casa no haya espejos o sean como los del callejón del Gato, y deben de darle una imagen deformada.
—Como supongo que sabes (puñalada 1), vamos a empezar ya el proyecto de renovación de todas las webs de los clientes de la agencia. De aquí a enero la idea es que cambien todas sus páginas web y ponerles en marcha las redes sociales, pero ya en serio. Creo que puedes ser la persona indicada para liderar el tema a pesar de que últimamente te veo un poco..., ¿cómo lo diría?, distraída (puñalada 2).
»Sé que te has separado hace poco; quizá sea eso. Lo que sí te pido es profesionalidad: intenta que tu vida personal no afecte a tu trabajo. Más ahora que sabes que en breve llega una nueva directora a la agencia y todos vamos a estar pendiendo de un hilo. Yo misma no sé cuál va a ser mi futuro aquí.
«Yo sí, hija de puta, que vas a seguir ganando dicen que doscientos mil euros al año tocándote las narices», pienso. Pero digo:
—Sí, tienes razón, Carmen. Lo he estado pasando algo mal por temas personales, los niños, la custodia compartida ya sabes... pero te juro que me ilusiona mucho este proyecto. Lo voy a hacer bien. Mil gracias por la confianza.
—Me consta que Verónica, la nueva directora, tiene pensado fichar a una persona de su confianza para echarte una mano, pero tú liderarás el proyecto. Hoy tienes la primera reunión a las 16.00 en el Ábalos. Estará Axel Fernández directamente. Se quiere involucrar en el tema de la web desde el principio.
Salgo del despacho echando espuma por la boca. Axel Fernández es el único de los cocineros con los que trabajamos que está bueno. Salía con una modelo, pero he leído en alguna revista que lo han dejado hace poco. Llevo unas pintas demenciales para reunirme a solas con él. Hoy tenía el típico día de «me pongo cualquier cosa» y la he cagado: una falda larga, una camisa de cuadros y un chaleco de borreguito encima. ¿De qué me vale ser semiguapa si voy así vestida?
Cuando llega la hora de irme me arreglo un poco en el baño de la agencia, cojo mis bártulos y me voy en un taxi a La Moraleja, donde está el restaurante de Axel. Mierda de ambientadores de pino de los taxis. Llego al sitio ya con ganas de devolver.
Axel y yo nunca nos hemos encontrado a solas. Tampoco he ido a su restaurante, el Ábalos. Las pocas ocasiones en las que le he visto ha sido de refilón cuando ha ido alguna vez a reuniones en la agencia. Las compañeras que han tratado algo más con él dicen que es el típico guaperas un poco gilipollas. Todos los muy guapos son tontos. Es una verdad universal, un axioma tan cierto como «Al final morimos».
El restaurante es minimalista, como so