Cuando tú estás aquí

Joan Brady

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

No sé qué tiene Nueva Jersey, pero si me lo preguntaran diría que Dios pasa allí más tiempo de la cuenta. No soy nada creyente —doce años en un colegio de monjas se encargaron de ello—, pero he vivido muchas experiencias religiosas y la mayoría, por no decir todas, han tenido lugar en el estado más ridiculizado de Norteamérica. No sabría explicar por qué a Dios le gusta tanto Nueva Jersey, pero supongo que siempre ha sentido debilidad por los desamparados y por quienes son objeto de burla.

Crecí en una pequeña ciudad costera llamada Kingfish Cove, a unos ciento diez kilómetros de Nueva York. Aunque no era Lourdes, se sucedían los milagros. Sólo nos faltaba la publicidad. Por ejemplo: en tres años consecutivos, un fuerte huracán que iba derecho a la ciudad se volatilizó a escasos kilómetros de la costa. O Frankie Garbarino, que se arrojó desde el Belmar Bridge y se desnucó contra una roca que sobresalía en el muelle. Todos decían que se quedaría paralítico de cuello para abajo, pero durante dos semanas la ciudad entera le dedicó misas y novenas y hoy Frankie corre maratones. Da la impresión de que Dios aparece cada vez que estoy a punto de volverle la espalda.

De todos modos, Kingfish Cove es la clase de localidad que la gente sueña con abandonar desde joven. Siempre en busca de una vida mejor, un clima más suave, un ritmo más tranquilo; lo típico. Hay personas dispuestas a irse bien lejos para comenzar de nuevo, a lugares como California, Washington u Oregón. Quienes han crecido aquí parecen más dispuestos (o tal vez más desesperados) que la mayoría a viajar hasta el punto geográfico más lejano con el propósito de encontrar lo que buscan. A veces lo consiguen; como en mi caso, por ejemplo.

Decidí marcharme en el invierno de 1994, cuando un récord de trece ventiscas azotó el litoral oriental. Acababa de comprarme un abrigo verde oliva de cachemira y se desató la peor de las tormentas. Aquello fue como una epifanía. Pensé que estaría mejor en cualquier otro lugar. Eso es lo maravilloso de crecer en Jersey: vaya uno adonde vaya, seguramente es mejor; así que es imposible llevarse una decepción. A veces me compadezco de quienes nacen en lugares más agradables porque, lo sepan o no, se llevarán un buen chasco si alguna vez deciden cambiar de aires.

Me alegra decir que, aunque los doce años de colegio religioso mantuvieron a raya mi lado impulsivo durante una época, no lograron eliminarlo por completo. Tenía veintiséis años y trabajaba de fisioterapeuta para uno de los cirujanos ortopédicos de la zona el día que decidí cambiar mi destino. Iba de camino a un garito llamado Epstein’s Barr, que frecuentaba la gente del hospital, cuando tomé la trascendental decisión de marcharme. Lo único que sabía era que no quería pasar el resto de mi vida en bares esperando a que acabara el invierno y trabajando duro luego para ponerme en forma para el verano, que apenas dura un abrir y cerrar de ojos.

Pero el invierno implacable no fue lo único que me empujó a buscar pastos más verdes, por así decirlo. Fue... bueno... todo. No me entusiasmaba fichar de lunes a viernes para rehabilitar a ancianas con caderas fracturadas. Tampoco podía alardear de mi vida amorosa. Aparte de varias citas decepcionantes, no había sentido la menor atracción por nadie desde la universidad. En las escasas ocasiones en que me permitía intimar con alguien, la vocecita de mi conciencia comenzaba a hablar: «Cuidado —me decía—. No te fíes. No te entregues.»

Por otro lado, estaba la tempestuosa relación de mis padres, que se había deteriorado rápidamente en los últimos años. Aunque las discusiones y las amenazas verbales siempre habían formado parte de su dinámica, la ira y el antagonismo solían desvanecerse mucho antes de pasar al plano físico. Sin embargo, empecé a ver que mi madre llevaba cinco morados redondos y pequeños en la parte superior de los brazos, como si alguien la hubiera agarrado con fuerza. Mi madre siempre lo negó; pero entonces los morados fueron apareciendo también en las piernas y en la cara. Un día me presenté en medio de una discusión bastante acalorada. Mi madre lloraba, y las cinco marcas del brazo todavía estaban rojas, demasiado recientes para haberse puesto moradas.

Hablé con mis hermanas del incidente, pero ellas ya tenían sus propios problemas y enseguida me aseguraron que no se produciría ningún enfrentamiento inminente. Mi hermana mayor, Mo, era maestra de escuela y había tenido una racha de mala suerte con los últimos hombres con los que había salido, por lo que seguía soltera. Lisa, la menor de las tres, acababa de dejar la universidad para casarse con su novio deportista. Dos semanas después de la boda, lo fichó un equipo de rugby profesional (cuyo nombre siempre será un misterio) y se marchó. Mo siempre me recordaba que papá era un «perro ladrador, poco mordedor», y Lisa me decía que no me preocupara porque «mamá y papá siempre han tenido una relación apasionada».

En cualquier caso, seguí observando de cerca a mis padres; me presentaba sin avisar y buscaba con disimulo el menor atisbo de morado en la piel de mi madre. Cuando me di cuenta, había transcurrido un año sin incidentes importantes. Llegué a pensar que estaba loca; lo cual no es tan difícil si las Hermanas de la Caridad te han enseñado a desapegarte de sentimientos e instintos. El ejemplo más memorable al respecto fue cuando la clase de segundo curso ensayaba para la Primera Comunión, y las monjas nos dijeron que miráramos hacia delante y que no nos diéramos la vuelta, aunque el banco de atrás se estuviese quemando. Cuando se obedece una orden así, no cuesta llegar a la conclusión de que se está loco.

En cualquier caso, no parecieron producirse cambios entre mis padres y dejé las cosas como estaban. Fue entonces cuando me di cuenta de que me estaba aletargando a nivel emocional. No sentía nada —ni bueno ni malo— y comencé a eludir cada vez más a los hombres del trabajo.

Poco a poco, fui observando impotente que mis amigos y compañeros de trabajo se casaban y formaban familias. Empecé a temer que había nacido sin el cromosoma para las relaciones amorosas, si es que existe algo así. Lo único que sabía era que quería volver a sentir algo, pero parecía estar muerta de cuello para abajo.

Así que ese tempestuoso viernes por la tarde de 1994 pasé por delante del Epstein’s Barr y me dirigí hacia los contenedores que el Ejército de Salvación tenía en Main Street. Dejé el coche en marcha mientras salía, me quitaba el abrigo de cachemira nuevo y lo donaba. Iría a un lugar donde nunca necesitaría un abrigo para el invierno. El plan consistía en conducir rumbo al oeste y no parar hasta que se acabara la carretera; que el destino me llevara a donde quisiera.

Sentí un alivio inmenso cuando me quedé sin abrigo en medio de la nieve cegadora. Las monjas del colegio me habían inculcado la idea de que todo lo que sienta bien es pecado, pero supuse que el único pecado verdadero era sentirse tan infeliz como me habí

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