Máscara de sombras

Linsey Miller

Fragmento

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El olor denso y salobre del cuero empapado en sudor se filtraba a través de mi máscara de tela. Por el camino, a contraviento, se me acercaba un carruaje acompañado por guardias. Desde mi árbol, me incliné un poco para asomarme y vislumbré una luz que parpadeaba: la lámpara de un pescante. La pintura azul del carruaje, salpicada de barro, relucía con brillos dorados.

Dejé escapar un gemido.

—Nobles.

Las ramas que me sostenían crujieron con el peso de alguien que trepaba por el tronco. Al instante saqué un cuchillo. La condena por robar a un noble era la horca.

Pero solo si lograban capturarte.

—¡Por Dios, Sal! ¿Dónde te has metido?

Entre el follaje apareció de improviso el rostro de Rath, y se acomodó en mi rama.

—El objetivo de esconderse es que no puedan verte. —Lo empujé hacia atrás y, de un tirón, le bajé la máscara que le cubría la cara—. ¿Qué es lo que quieres?

Rath me dio un golpecito en la nariz con su bastón.

—¿Estás pensando en robar a los Erlend?

Los Erlend eran tan duros y fríos como las tierras que gobernaban, y tan despiadados como la muerte. Les divertiría mucho presenciar mi ahorcamiento.

Apreté los nudos que sujetaban mi máscara en la nuca.

—¿Vas a guardar silencio?

Rath se tapó la boca con la mano y señaló con la cabeza el carruaje, que en aquel momento ya casi estaba pasando por debajo de nosotros. Avancé todo lo que pude hasta el extremo de la rama, y observé con atención la ventana del vehículo. Si no tuviera hombros, podría colarme por ella con facilidad.

—Esto va a ser divertido —comenté meneando la cabeza.

Esto iba a doler.

—¿Divertido de divertirse? —Rath se frotó el muñón en el que antes estuvo su dedo meñique—. ¿O divertido de «como falles nos ahorcan a los dos»?

—Divertido.

Rath soltó un resoplido y se bajó de mi árbol. Se oyeron sus pisadas en la hojarasca, y a continuación surgió entre la espesura un silbido suave y prolongado. Un silbido, un carruaje y una oportunidad para satisfacer nuestra cuota.

Los caballos pisoteaban el barro acercando a los soldados cada vez más hacia nuestros escondites. Diez guardias montados y con corazas rodeaban el carruaje. Miraban a derecha e izquierda, pero nunca hacia arriba. Respiré hondo y me así con más fuerza a la rama. El convoy estaba pasando justo por debajo de mí.

Dejamos caer las redes. Los soldados, con las lanzas y los brazos enredados en la malla, empezaron a lanzar aullidos, y el cochero se detuvo de golpe. Rath emitió otro silbido.

En aquel momento salté de la rama. Mis botas rasgaron el cortinaje que cubría la ventanilla y dejaron fuera de combate a un pasajero con un fuerte golpe en la cabeza. Al deslizarme en el interior me rocé los hombros con los dos marcos de la ventana. Saqué mi cuchillo.

—¿La bolsa o la vida? —pregunté girándome hacia el noble.

—La bolsa.

El noble —una dama— era apenas mayor que yo y medía media cabeza menos, pero cuadró sus delgados hombros y me miró por encima de unas gafas de montura metálica. Señaló con un gesto de cabeza la criada que yo había dejado inconsciente de una patada.

—Ella también.

Me abstuve de dar la habitual orden de «callad y soltad los puñales» e hice un gesto afirmativo.

—Trato hecho. Las joyas, el dinero y todos los artilugios que llevéis encima.

Por fin, alguien lo bastante inteligente para comprender que esta batalla la tenía perdida.

La dama se quitó los anillos que llevaba en los dedos. Yo le quité la bolsa a la criada con una mano sin dejar de apuntar con mi cuchillo a la dama con la otra. Por más que pareciera una persona inteligente, no me fiaba de que un noble no fuera a clavarme un alfiler de sombrero por la espalda.

Emitió un carraspeo.

—¿Algún problema, Erlend? —le pregunté volviéndome hacia ella.

—No. —Miraba fijamente mi cuchillo—. Y cuando os dirijáis a mí llamadme «milady», o de lo contrario absteneos de hablarme.

Dibujé una ancha sonrisa e hice una pequeña reverencia. Muy propio de un Erlend, pero mejor eso que ponerse a chillar y forcejear.

—Naturalmente, milady.

La dama se removió en su asiento. Sus joyas le formaban un puñado de plata en el regazo, y su bolsa permanecía entreabierta encima de unos papeles arrugados. Había entrelazado las manos para disimular que le temblaban.

—Os habéis olvidado de una cosa. —Tomé un pequeño medallón que llevaba al cuello, con sumo cuidado para no asustarla. No era que disfrutase de asustar a la gente, sobre todo a las personas que actuaban de modo inteligente mientras yo les robaba. Pero siendo eficiente se obtenían los mismos resultados que siendo malo—. Y no voy a apuñalaros, a no ser que vos me apuñaléis primero a mí.

—Me estáis robando a punta de cuchillo —dijo al tiempo que me apartaba la mano. Una sonrisa burlona transformó su expresión tranquila en el gesto Erlend que yo conocía tan bien—. No vale nada.

—Lleva rubíes auténticos. —Le di la vuelta. La cara frontal del medallón estaba adornada con pétalos de rosa hechos con láminas de cobre e incrustados de rubíes. Busqué el cierre y lo abrí. Dentro había dos retratos: uno de un niño de mejillas sonrosadas y otro de una mujer tocada con un velo azul que tenía la misma nariz alargada que la dama del carruaje. Me guardé el cuchillo en la funda que llevaba al cinto y solté el colgante—. Quitáoslo.

Ella se llevó las manos al cuello.

—No vale nada.

—Silencio. No voy a llevármelo, pero es necesario que lo ocultéis.

No quería que llegase Rath de improviso y viera a aquella dama llevando todavía una joya al cuello; se pasaría varios días riéndose de mí y se quedaría con el medallón.

Ella empezó a desabrochárselo, y maldijo en voz baja cuando se le enredó la cadena en el pelo.

—¡Silencio! No habléis. —Había quedado un mechón de cabello castaño enrollado en torno a la delgada cadena. Lo liberé, y al hacerlo inhalé el perfume de agua de rosas que llevaba la dama, y que me hizo farfullar—. Si mi jefe se entera de que os he permitido conservar esto, me cortará la mano.

—Procuraré que en la orden de búsqueda no figure que habéis sido piadoso conmigo. —Sonrió. Levemente—. Pero... gracias.

Era la primera vez que alguien me daba las gracias por robarle. Además, poseía una belleza inquietante, con aquel cabello oscuro y rizado y aquel mentón que transmitía seguridad en sí misma, y me hacía frente sin pelear. Se necesitaba inteligencia y temple para hablar con altanería.

Por fin, se apartó, y con ella el perfume de agua de rosas.

—Escondedlo. Lamento haberos estropeado el pei

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