El mapa de los días (El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares 4)

Ransom Riggs

Fragmento

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Qué rara es la mente. Asimila ciertas cosas con facilidad y se niega a aceptar otras. Yo acababa de sobrevivir al verano más surreal de mi vida. Había viajado a épocas remotas, domesticado monstruos invisibles; incluso me había enamorado de la antigua novia de mi abuelo, que vivía atrapada en el tiempo… Y únicamente ahora, en un presente ordinario, en una urbanización de Florida, me costaba creer lo que veían mis ojos.

Allí estaba Enoch, desparramado en nuestro sofá beis, tomando Coca-Cola en el vaso de los Tampa Bay Buccaneers de mi padre; y Olive, que se desataba los cordones de los zapatos para flotar hasta el techo y columpiarse en círculos colgada del ventilador; allí estaban Horace y Hugh, en la cocina, Horace curioseando las fotos de la nevera mientras Hugh se preparaba un tentempié; y Clare, boquiabierta por partida doble ante el gran monolito negro del televisor de pared; y Millard, entretenido con las revistas de decoración de mi madre, que parecían subir flotando desde la mesita baja y luego abrirse por sí mismas, las huellas de sus pies desnudos impresas sobre la alfombra. Una confluencia de mundos con la que había fantaseado mil veces, pero que no me atrevía a soñar posible. Y sin embargo la tenía delante: el antes y el después, colisionando con la potencia de dos planetas.

Millard ya había intentado explicarme cómo habían conseguido llegar a mi casa sanos y salvos. El colapso del bucle que había estado a punto de costarnos la vida en el Acre del Diablo había reiniciado sus relojes internos. No acababa de entender por qué, pero sabía que ya no corrían peligro de sufrir un catastrófico envejecimiento instantáneo si permanecían demasiado tiempo en el presente. Envejecerían día a día, igual que yo, la deuda de los años al parecer condonada, como si no hubieran pasado buena parte del siglo XX reviviendo una misma jornada soleada. Sin duda se trataba de un milagro —un caso sin precedentes en la historia peculiar— y pese a todo el prodigio no se me antojaba tan increíble como el hecho de que estuvieran aquí: de tener a Emma junto a mí, tan fuerte y encantadora como siempre, su mano entrelazada con la mía, sus ojos verdes resplandecientes según observaba la sala, asombrada. Emma, que había poblado mis sueños en las largas y solitarias semanas transcurridas desde mi regreso a casa. Llevaba un recatado vestido gris por debajo de las rodillas, zapatos planos y recios para poder salir corriendo en caso de ser necesario, el cabello rubio oscuro recogido en una coleta. Décadas de ineludible responsabilidad la habían tornado práctica hasta la médula, pero ni la obligada prudencia ni el peso de los años que llevaba a cuestas habían conseguido apagar esa chispa infantil que le prestaba una luz tan intensa. Era dura y tierna a un tiempo, ácida y dulce, adulta y casi una niña. Su capacidad de albergar tantas facetas distintas era lo que más me gustaba de ella. Su alma era insondable.

—¿Jacob?

Me estaba hablando. Quise responder, pero tenía la cabeza tan embotada como en esos sueños en los que todo discurre a cámara lenta.

Movió la mano delante de mi cara y luego hizo chasquear los dedos, un gesto que arrancó una chispa de su pulgar, como si hubiera rascado fósforo. Sobresaltado, volví en mí.

—¡Ay! —dije—. Perdona.

—¿Dónde estabas?

—Es que… —Agité la mano como apartando telarañas en el aire—. Me alegro de verte, eso es todo.

Terminar una frase me resultaba tan complicado como abarcar diez globos con los brazos.

Su sonrisa no logró ocultar del todo una leve preocupación en su semblante.

—Ya sé que debe de ser rarísimo para ti, eso de que nos hayamos presentado aquí tan de repente. Espero que la sorpresa no te haya aturdido demasiado.

—No, no. Bueno, un poco sí. —Señalé con la cabeza la sala y a todos sus ocupantes. Un desorden feliz acompañaba a nuestros amigos allá donde iban—. ¿Seguro que no estoy soñando?

—¿No estaré soñando yo? —Me tomó la otra mano y me la estrechó, y tuve la sensación de que su calor y solidez devolvían cierta consistencia al mundo—. No sabría decirte las veces que me he imaginado a mí misma visitando esta pequeña ciudad, a lo largo de los años.

Por un momento me quedé desconcertado, pero enseguida… claro, mi abuelo. Abe había vivido en la zona desde el nacimiento de mi padre; había visto su dirección de Florida en las cartas que Emma guardaba. Su mirada se nubló como si se perdiera en sus propios recuerdos y yo noté el desagradable pellizco de los celos; pero al momento me avergoncé de mí mismo. Emma tenía derecho a recordar el pasado y razones de sobra para sentirse tan aturdida como yo por la colisión de nuestros mundos.

Miss Peregrine irrumpió en la sala como un vendaval. Se había despojado de su abrigo de viaje y ahora lucía una llamativa chaqueta de tweed verde y pantalones de montar, igual que si acabara de dar un paseo a caballo. Recorrió la sala impartiendo órdenes:

—¡Olive, baje ahora mismo! ¡Enoch, quite los pies del sofá! —Me indicó por señas que me acercara y señaló la cocina con la cabeza—. Míster Portman, hay asuntos que requieren su atención.

Emma entrelazó el brazo con el mío para acompañarme, un gesto que le agradecí; todavía tenía la sensación de estar flotando.

—¿No podéis esperar un rato para empezar a besuquearos? —nos espetó Enoch—. ¡Si acabamos de llegar!

Rauda como el rayo, Emma usó la mano libre para chamuscarle la coronilla. Enoch retrocedió palmoteándose la cabeza para sofocar el humo, y yo me reí con tantas ganas que mi mente se libró de unas cuantas telarañas.

Sí, mis amigos eran reales y estaban aquí. No solo eso, sino que miss Peregrine había prometido que se quedarían un tiempo. Para aprender unas cuantas cosas del mundo moderno. Y disfrutar de unas vacaciones, un merecido descanso de la miseria del Acre del Diablo, que, con la desaparición del soberbio caserón de Cairnholm, se había convertido en su hogar temporal. Pues claro que podían quedarse y estaría encantado de alojarlos en mi casa. Ahora bien, ¿cuál era el plan, exactamente? ¿Qué pasaba con mis padres y mis tíos, que ahora mismo se encontraban en el garaje bajo la atenta vigilancia de Bronwyn? La magnitud de la situación me sobrepasaba, así que decidí barrer a un lado las cuestiones prácticas, de momento.

Miss Peregrine charlaba con Hugh junto a la nevera abierta. Desentonaban a más no poder entre el acero inoxidable y las superficies despejadas de la moderna cocina de mis padres, como actores que se hubieran confundido de escenario. Hugh agitaba un paquete de palitos de queso envueltos en plástico.

—¡Pero aquí solo hay comida rara y llevo siglos sin probar bocado!

—No exagere, Hugh.

—No exagero. Corre el año 1886 en el Acre del Diablo y fue allí donde desayunamos por última vez.

En ese momento, Horace salió de la despensa con aire decidido.

—He terminado el inventario y estoy francamente sorprendido. Un saco de bicarbonato, una lata de sardinas en sal y una caja de mezcla para galletas infestada de gorgojo. ¿Les raciona la comida el gobierno? ¿Están en guerra?

—Compramos mucha comida para llevar —expliqué, caminando a su lado—. Mis padres casi nunca cocinan.

—¿Y para qué quieren una cocina tan despampanante? —se extrañó Horace—. Por más que yo sea un cocinero excelente, no puedo crear algo de la nada.

Lo cierto es que mi padre vio la cocina en una revista de diseño y decidió que la quería para su casa. Intentó justificar el gasto prometiendo que aprendería a cocinar y prepararía cenas familiares para chuparse los dedos; pero, como tantos otros planes suyos, su entusiasmo se apagó después de unas pocas clases. Así que ahora tenemos una cocina carísima que se usa más que nada para descongelar cenas precocinadas y calentar restos del día anterior. Pero en lugar de explicar todo eso, me encogí de hombros.

—No creo que se vaya a morir de hambre en los próximos cinco minutos —dijo miss Peregrine antes de empujar a Horace y a Hugh al pasillo.

—Vamos a ver. Parecía un poco aturdido hace un rato, míster Portman. ¿Se encuentra mejor?

—Me voy recuperando —reconocí, una pizca avergonzado.

—Puede que esté sufriendo un ligero síndrome transbucle —caviló miss Peregrine—. Con cierto retraso en su caso. Es completamente normal entre los viajeros temporales, particularmente entre aquellos que no están acostumbrados. —Me hablaba por encima del hombro, según se desplazaba de un lado a otro inspeccionando cada uno de los armarios—. Los síntomas carecen de importancia por lo general, aunque no siempre. ¿Cuánto hace que experimenta mareos?

—Desde que han llegado. Pero, en serio, me encuentro bien…

—¿Úlceras sangrantes, juanetes o migrañas?

—No.

—¿Demencia precoz súbita?

—Mm… No, que yo recuerde.

—Un síndrome transbucle no controlado no es ninguna broma, míster Portman. Algunas personas han muerto. ¡Ah… galletas! —Extrajo una caja de galletas de un armario, la agitó para sacar una y se la llevó a la boca—. ¿Caracoles en las heces? —preguntó mientras masticaba.

Me atraganté de risa.

—No.

—¿Embarazo espontáneo?

Emma retrocedió horrorizada.

—¡No hablará en serio!

—Únicamente ha sucedido una vez, que sepamos —aclaró miss Peregrine. Dejó las galletas en la encimera y clavó sus ojos en mí—. El sujeto era un hombre.

—¡No estoy embarazado! —exclamé, alzando la voz.

—¡Gracias al cielo! —gritó alguien desde el salón.

Miss Peregrine me propinó unas palmaditas en el hombro.

—Parece que todo está en orden. Pero debería haberle advertido.

—Casi mejor que no —repliqué yo. Seguro que me habría entrado la paranoia, y eso sin contar con que, si me llego a pasar el último mes haciéndome pruebas de embarazo a escondidas y buscando caracoles en mis heces, llevaría ya varias semanas ingresado en un hospital mental.

—Estupendo —prosiguió miss Peregrine—. Bueno, antes de relajarnos y empezar a disfrutar de la mutua compañía, tenemos que dejar algunas cosas claras. —Ahora se paseaba por el breve espacio que discurre entre el horno doble y el fregadero—. Punto número uno: precauciones y seguridad. He inspeccionado el perímetro de la casa. Todo parece en orden, pero las apariencias engañan en ocasiones. ¿Hay algo que deba saber acerca de sus vecinos?

—¿Como qué?

—¿Historiales delictivos? ¿Tendencias violentas? ¿Armas de fuego?

Tan solo teníamos dos vecinos: la anciana señora Melloroos, una octogenaria en silla de ruedas que solo salía de casa con ayuda de su enfermera a tiempo completo, y una pareja alemana que pasaba buena parte del año en alguna otra parte, de modo que su casoplón prefabricado estaba siempre vacío salvo en invierno.

—La señora Melloroos es un poco cotilla —reconocí—. Pero siempre y cuando no haya nadie descaradamente peculiar en el jardín delantero, no creo que nos cause problemas.

—Tomo nota —asintió miss Peregrine—. Punto número dos: ¿ha percibido la presencia de algún espíritu hueco desde su regreso?

Casi me da un patatús solo de oír esas palabras, que durante varias semanas no habían asomado a mi mente ni a mis labios.

—No —respondí, apurado—. ¿Por qué? ¿Hay noticias de algún nuevo ataque?

—Nada de ataques. Ni tampoco señales de su presencia. Y eso es lo que me preocupa. Bueno, en cuanto a su familia…

—¿No cayeron todos en el Acre del Diablo y capturamos a los que quedaban? —insistí, reticente a abandonar el tema de los espíritus huecos tan deprisa.

—En absoluto. Un pequeño núcleo escapó con algunos wights después de nuestra victoria, y creemos que han huido a los Estados Unidos. Y si bien dudo de que osen a acercarse a usted (me atrevería a decir que han aprendido la lección), tengo la fuerte sospecha de que están planeando algo. Extremar las precauciones nunca está de más.

—Te tienen muchísimo miedo, Jacob —apuntó Emma, orgullosa.

—¿Sí? —pregunté.

—Después de la paliza que les propinaste, serían bobos si no lo tuvieran —intervino Millard, cuya voz se dejó oír en un rincón de la cocina.

—Las personas educadas no escuchan detrás de las puertas —lo reprendió miss Peregrine.

—No estaba escuchando a escondidas, tenía hambre. Además, me envían para deciros que no acaparéis a Jacob. Hemos venido de muy lejos para verlo, ¿sabéis?

—Han añorado muchísimo a Jacob —le dijo Emma a miss Peregrine—. Casi tanto como yo.

—Tal vez haya llegado el momento de que les dedique unas palabras a todos —me sugirió la directora—. Pronuncie un discurso de bienvenida. Expóngales las normas básicas.

—¿Normas básicas? —repetí—. ¿Como qué?

—Son mis pupilos, míster Portman, pero estas son su ciudad y su época. Necesitaré que me ayude para que nadie se meta en líos.

—Tú dales de comer y todo irá bien —terció Emma.

Me volví a mirar a miss Peregrine.

—¿Qué iba a decir antes sobre mi familia?

No podíamos dejarlos encerrados en el garaje eternamente y me estaba poniendo nervioso. ¿Qué íbamos a hacer con ellos?

—No se preocupe —me tranquilizó miss Peregrine—. Bronwyn tiene la situación controlada.

Apenas había terminado de pronunciar la frase cuando un trompazo procedente del garaje retumbó en toda la casa. La vibración volcó varios vasos, que cayeron de un estante y se estrellaron contra el suelo.

—Juraría que la situación acaba de descontrolarse —señaló Millard.

Ya habíamos echado a correr.

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—¡No os mováis! —gritó miss Peregrine en dirección a la sala.

Despabilado por la adrenalina, salí disparado de la cocina hacia el zaguán trasero seguido de cerca por Emma. Entramos en el garaje a la carrera, sin saber qué nos íbamos a encontrar. ¿Humo? ¿Sangre? El estruendo había sonado como una explosión, y sin duda no esperaba ver a mis padres y a mis tíos durmiendo a pierna suelta en el coche. La parte trasera del vehículo se había empotrado contra la puerta cerrada del garaje y brillantes cristalitos de los faros posteriores sembraban el suelo de hormigón. El motor estaba encendido, al ralentí.

De pie delante del coche, Bronwyn nos enseñó el parachoques que le colgaba despachurrado de las manos.

—Lo siento muchísimo, no sé qué ha pasado —dijo, y dejó caer los hierros, que se estamparon en el suelo con un golpetazo metálico.

Consciente de que debía apagar el motor antes de que todos nos asfixiásemos, me separé de los demás y corrí hacia la portezuela del conductor. El mecanismo de cierre estaba bloqueado. Pues claro que sí: mi familia se estaba protegiendo de Bronwyn. Seguro que estaban aterrados.

—¡Yo abriré la puerta! —se ofreció Bronwyn—. ¡Apartaos!

Apoyó el pie contra la chapa y agarró la maneta con ambas manos.

—¿Qué estás…? —empecé a decir, pero antes de que pudiera continuar, ella estiró con todas sus fuerzas y arrancó la puerta de cuajo. La inercia de su peso y el impulso combinados despegaron de sus manos la portezuela, que cruzó el garaje de punta a punta antes de incrustarse en la pared trasera. El ruido fue tan intenso que noté un empujón casi físico.

—Oh, vaya… —dijo Bronwyn en el zumbante silencio que se hizo a continuación.

El garaje empezaba a parecerse mucho a las casas bombardeadas que había visto en Londres cuando la guerra.

—¡Bronwyn! —gritó Emma, asomando la cabeza entre sus brazos—. ¡Podrías habernos decapitado!

Yo me agaché hacia el hueco que antes fuera la portezuela del conductor, alargué la mano por delante de mi padre y arranqué las llaves del contacto. Mi madre dormía apoyada contra él, que roncaba tranquilamente. En el asiento trasero, mis tíos cabeceaban el uno en brazos del otro. A pesar del ruido, no habían movido ni un dedo. Solo había una sustancia capaz de inducir un sueño tan profundo: un trozo de Madre Arena molida. Cuando me incorporé, descubrí que Bronwyn sostenía una bolsita del polvillo, según trataba de explicar lo sucedido.

—Él ha tenido la culpa —decía, señalando a mi tío Bobby—. Estaba usando su… esa cosa… —Extrajo el teléfono de Bobby de su bolsillo.

—El móvil —apunté.

—Sí, eso —prosiguió—. Se lo he quitado de las manos y todos se han puesto como locos, así que he seguido las instrucciones de miss Peregrine…

—¿Ha usado la arena? —preguntó esta.

—Se la he soplado directamente a la cara, pero no se han dormido al momento. El padre de Jacob ha arrancado el coche y en vez de avanzar hacia delante ha… —Bronwyn señaló con un gesto la puerta del garaje abollada, sin palabras para describir el desastre.

Miss Peregrine le propinó unas palmaditas en el brazo.

—Sí, querida, ya lo veo. Ha hecho lo que tenía que hacer.

—Sí —intervino Enoch—. Lo que tenía que hacer para tirar la casa abajo.

Nos dimos la vuelta y vimos a los demás apiñados en el zaguán, mirándonos.

—Os he dicho que no os movierais —los regañó miss Peregrine.

—¿Después de oír ese trompazo? —protestó Enoch.

—Lo siento, Jacob —dijo Bronwyn—. Estaban muy enfadados y no sabía qué hacer. No los habré lastimado, ¿verdad?

—No creo. —Yo mismo había experimentado el apacible sueño que induce el polvo de Madre Arena y sabía que no se estaba nada mal acunado en su regazo—. ¿Me dejas ver el teléfono de mi tío?

Bronwyn me lo tendió. La pantalla estaba resquebrajada pero se dejaba leer. Cuando se iluminó, vi una serie de mensajes de mi tía.

«¿Qué pasa?»

«¿Cuándo llegaréis a casa?»

«¿Va todo bien?»

En respuesta, el tío Bobby había empezado a escribir LLAMA A LA POLI y luego, seguramente, se había percatado de que podía llamarla él mismo. Pero Bronwyn le había arrebatado el teléfono antes de que pudiera hacerlo. De haber tardado un poco más, ya tendríamos aquí a un equipo de las fuerzas especiales. Se me encogió el corazón solo de pensar con qué velocidad nuestra situación podría haber dado un giro peligroso y complicado. Qué narices, pensé según pasaba la vista del coche en ruinas a las ruinas de la pared y a la ruinosa puerta del garaje. Ya se ha complicado.

—No se preocupe, Jacob. He afrontado situaciones mucho más peliagudas si cabe. —Miss Peregrine rodeaba el coche, calibrando los daños—. Sus parientes dormirán como lirones hasta mañana y me atrevería a decir que nosotros deberíamos hacer lo propio.

—Y luego ¿qué? —repliqué, nervioso. Empecé a sudar. En el garaje, sin aire acondicionado, hacía un calor sofocante.

—Cuando despertemos les borraré los recuerdos recientes y enviaré a sus tíos a casa.

—Pero ¿qué…?

—Les explicaré que somos parientes lejanos de su abuelo y que hemos acudido desde Europa para presentar nuestros respetos a la tumba de Abe. En cuanto a su estancia en el hospital mental, se encuentra mucho mejor y ya no precisa cuidados psiquiátricos.

—¿Y si…?

—Ah, creerán lo que les diga; los normales manifiestan una enorme capacidad de sugestión tras un borrado de memoria. Podría convencerlos de que somos visitantes de una colonia lunar.

—Miss Peregrine, por favor, deje de hacer eso.

Sonrió.

—Disculpe. La dirección de un hogar a lo largo de todo un siglo te enseña a prever las preguntas que te van a formular por pura necesidad. Venid aquí, niños, tenemos que decidir el protocolo que seguiremos durante los próximos días. Hay mucho que aprender acerca del presente. No dejéis para mañana lo que podáis aprender hoy.

Salió acompañada de sus pupilos, que la asediaban a preguntas y protestas:

—¿Cuánto tiempo nos quedaremos? —preguntó Olive.

—¿Podremos salir a explorar por la mañana? —quiso saber Claire.

—Si no como algo pronto, desapareceré de la faz de la Tierra —se quejó Millard.

Me quedé a solas en el garaje. En parte me demoré porque me sabía mal dejar allí tirada a mi familia toda la noche, pero también porque el borrado de memoria al que los iban a someter me inquietaba. Miss Peregrine parecía segura de lo que hacía, pero sin duda sería un proceso más complicado que el llevado a cabo en Londres, cuando apenas les sustrajo diez minutos de recuerdos. ¿Y si no borraba bastante o suprimía demasiado? ¿Y si mi padre olvidaba cuanto sabía sobre los pájaros o mi madre nunca más recordaba las palabras en francés que había aprendido en la universidad?

Me quedé un ratito mirando cómo dormían, según asimilaba el peso de ese nuevo cargo de conciencia. Tenía la desagradable sensación de haber crecido de golpe, mientras que mi familia —vulnerables, tranquilos, soltando un hilillo de baba— parecía un grupo de niños de corta edad.

Puede que hubiera otro modo.

Emma se asomó por la puerta abierta.

—¿Va todo bien? Si la cena no aparece pronto, los niños se van a sublevar.

—No sabía si dejarlos —respondí, señalando con un gesto a los ocupantes del vehículo.

—No van a ir a ninguna parte y no creo que precisen vigilancia. A juzgar por la dosis que han recibido, dormirán como troncos hasta mediodía.

—Ya lo sé. Es que… me siento mal.

—No tienes motivos. —Se acercó hasta detenerse a mi lado—. Tú no has tenido la culpa. En absoluto.

Asentí.

—Me entristece, nada más.

—¿Qué?

—Que el hijo de Abe Portman nunca llegue a saber hasta qué punto su padre era especial.

Emma tomó mi brazo y se rodeó los hombros con él.

—Me parece mil veces más triste que nunca llegue a saber hasta qué punto es especial su hijo.

Me estaba inclinando para besarla cuando el teléfono de mi tío zumbó en mi bolsillo. Ambos nos sobresaltamos y yo rescaté el dispositivo para leer el nuevo mensaje de mi tía.

«¿Ya está en el loquero el chiflado de J?»

—¿Qué dice? —quiso saber Emma.

—Nada importante. —Me guardé el móvil y me volví hacia la puerta. Súbitamente, dejar a mi familia en el garaje toda la noche no me sabía tan mal—. Venga, vamos a ocuparnos de la cena.

—¿Seguro? —preguntó ella.

—Ya lo creo.

Apagué las luces al salir.

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Sugerí que pidiéramos pizza a un restaurante que repartía hasta bien entrada la noche. Tan solo unos cuantos de mis amigos conocían la pizza y el reparto a domicilio era un concepto totalmente nuevo para ellos.

—¿La preparan en otra parte y te la llevan a casa? —se horrorizó Horace, como si le escandalizara la idea.

—Pizza… ¿Es cocina floridana? —preguntó Bronwyn.

—En realidad no —respondí—. Pero os gustará, ya lo veréis.

Hice un pedido inmenso y todos nos acomodamos en los sofás y las sillas del salón a esperar la entrega. Miss Peregrine me susurró al oído:

—Me parece que ha llegado el momento de pronunciar el discurso del que hablábamos antes.

Sin esperar respuesta, carraspeó y anunció a los presentes que yo tenía algo que decirles. Así que me levanté e improvisé, un tanto incómodo:

—Me alegro muchísimo de que estéis todos aquí. No tengo claro si sabéis a dónde me llevaba mi familia esta noche, pero no era un sitio agradable. O sea… —titubeé—. O sea, puede que a algunas personas les siente bien pasar allí una temporada, si acaso sufren verdaderos problemas mentales, pero… en resumen, que me habéis salvado el culo.

Miss Peregrine frunció el ceño.

—Fuiste tú el que nos salvaste el… pompis —dijo Bronwyn, mirando de reojo a la directora—. No hemos hecho nada más que devolverte el favor.

—Pues muchas gracias. Cuando os he visto llegar, pensaba que estaba alucinando. Llevo soñando con vuestra visita desde que nos conocimos. No me podía creer que estuviera sucediendo de verdad. Da igual, el caso es que estáis aquí y espero que os sintáis tan a gusto como me hicisteis sentir a mí cuando me alojé en vuestro bucle. —Asentí y miré al suelo, presa de una repentina timidez—. En fin, básicamente, encantado de teneros aquí, os quiero, chicos, fin del discurso.

—¡Nosotros también te queremos! —exclamó Claire, y se levantó de un salto para correr a abrazarme. Al momento Olive y Bronwyn la imitaron y pronto me habían envuelto en un abrazo tan estrecho que casi no podía respirar.

—Estamos tan contentos de estar aquí —dijo Claire.

—Y no en el Acre del Diablo —añadió Horace.

—Lo vamos a pasar en grande —canturreó Olive.

—Sentimos haber destrozado una parte de tu casa —dijo Bronwyn.

—¿Cómo que «sentimos»? —protestó Enoch.

—No puedo respirar —jadeé yo—. Apretáis demasiado…

El grupo me dejó espacio suficiente para que pudiera tomar aire, momento que Hugh aprovechó para colarse en el hueco y clavarme un dedo en el pecho.

—Eres consciente de que falta gente, ¿no? —Una abeja solitaria zumbó a su alrededor dibujando círculos inquietos. Los demás retrocedieron para hacerles sitio a Hugh y a su crispada abeja—. Antes has dicho que te alegrabas de tenernos a todos aquí. Pues bien, no estamos todos.

Tardé un momento en comprender a qué se refería. Cuando caí en la cuenta, me sentí avergonzado.

—Lo siento, Hugh. No pretendía dejar fuera a Fiona.

Él se miró los peludos calcetines a rayas.

—A veces tengo la sensación de que todos la habéis olvidado excepto yo. —Le temblaba el labio inferior. Apretó los puños para contener las lágrimas—. No está muerta, ¿sabes?

—Espero que tengas razón.

Me miró a los ojos, desafiante.

—No lo está.

—Vale, no lo está.

—La añoro muchísimo, Jacob.

—Todos la echamos de menos —le aseguré—. No pretendía dejarla fuera y no la he olvidado.

—Disculpa aceptada —dijo Hugh. Enjugándose las lágrimas, dio media vuelta y abandonó la sala.

—Aunque no lo creas —observó Millard pasado un instante—, lo que acaba de hacer supone un progreso.

—Casi nunca habla —añadió Emma—. Está enfadado y se niega a aceptar la realidad.

—¿No consideráis siquiera la posibilidad de que Fiona siga viva en alguna parte? —pregunté.

—Yo la calificaría de altamente improbable —fue la respuesta de Millard.

Con una mueca compungida, miss Peregrine se llevó un dedo a los labios —había estado planeando sobre nosotros por la habitación— y posándonos la mano en la espalda, nos animó a formar un corro de privacidad.

—Hemos dado aviso a todos los bucles y comunidades de peculiares con los que mantenemos contacto —explicó con voz queda—. Hemos distribuido comunicados, boletines, fotografías, descripciones detalladas. Incluso envié a la paloma mensajera de miss Wren a buscar a Fiona por los bosques. De momento, sin resultado.

Millard suspiró.

—Si la pobrecita estuviera viva, ¿no creéis que se habría puesto en contacto con nosotros, a estas alturas? No somos difíciles de encontrar.

—Supongo —asentí—. Pero ¿alguien ha buscado su… esto…?

—¿Su cadáver? —apuntó Millard.

—Millard, por favor —lo reprendió la directora.

—¿Ha sido una desconsideración por mi parte? ¿Debería haber escogido un término menos preciso?

—Será mejor que se calle —gruñó miss Peregrine.

Millard no carecía de sentimientos; sencillamente tendía a pasar por alto los de los demás.

—La caída que seguramente mató a Fiona —informó Millard— se produjo en el bucle de la casa de fieras de miss Wren, que ya se ha desplomado. Si acaso su cuerpo estaba allí, es imposible recuperarlo.

—He estado sopesando si celebrar un funeral —confesó miss Peregrine—. Pero no puedo ni sacar el tema a colación sin que Hugh caiga en la depresión. Temo que si lo presionamos demasiado…

—Ni siquiera quiere adoptar nuevas abejas —añadió Millard—. Dice que no las querría tanto si no hubieran conocido a Fiona, así que solo le queda una, y de edad cada vez más avanzada.

—Por lo que contáis, este cambio de escenario le sentará la mar de bien —opiné.

En ese momento sonó el timbre. Y justo a tiempo, por cuanto el ambiente de la sala se estaba tornando más y más sombrío por momentos.

Claire y Bronwyn intentaron seguirme al recibidor, pero miss Peregrine las detuvo con un grito.

—¡Ni soñarlo! ¡Aún no estáis listas para hablar con los normales!

Yo no pensaba que recibir al repartidor de pizzas pudiera suponer un gran riesgo… hasta que abrí la puerta y vi a un chaval que conocía del colegio sosteniendo un montón de pizzas en precario equilibrio.

—Noventa y cuatro con sesenta —murmuró antes de levantar la cabeza, sorprendido—. Hala, ostras. ¿Portman?

—Justin. Qué tal.

Se llamaba Justin Pamperton, pero todo el mundo lo llamaba Pampers, como una marca de pañales superconocida. Era uno de los fumetas que trasteaban con el monopatín por los aparcamientos del cole.

—Tienes buen aspecto —dijo—. ¿Estás mejor y tal?

—¿A qué te refieres? —le pregunté, aunque en realidad no quería saberlo, así que conté el dinero y se lo entregué tan deprisa como pude. (Hacía un rato había saqueado el cajón de los calcetines de mis padres, donde siempre guardaban un par de cientos de pavos para emergencias).

—Corre el rumor de que se te ha ido la olla. No te ofendas.

—Esto… no —repliqué—. Estoy perfectamente.

—Estupendo —dijo, asintiendo como un muñeco cabezón—. Porque me contaron que…

Se interrumpió en mitad de la frase. En el salón, alguien reía a carcajadas.

—Tío, ¿estás celebrando una fiesta?

Le arrebaté las pizzas y le planté los billetes en la mano.

—Algo así. Quédate el cambio.

—¿Con chicas? —Intentó asomarse al interior, pero le bloqueé las vistas—. Salgo dentro de una hora. Podría pillar cervezas y…

Jamás en toda mi vida he tenido tanta prisa por echar a alguien de mi casa.

—Lo siento, es una movida privada y tal.

Me miró con admiración.

—Qué callado te lo tenías, colega. —Levantó una mano para chocarme los cinco, se percató de que yo no podía a causa de las pizzas y me propinó un toque con el puño—. Te veo dentro de una semana, Portman.

—¿Dentro de una semana?

—En clase, chaval. ¿En qué planeta vives?

Se alejó trotando hacia su coche, que le esperaba con el motor encendido. Mientras tanto, negaba con la cabeza y reía para sí.

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La llegada de la pizza cortó la conversación y, durante tres minutos seguidos, únicamente se oyeron chasquidos de labios y algún que otro gruñido satisfecho. Yo aproveché el respiro para rumiar las palabras de Justin. Las clases empezaban dentro de una semana y, no sé ni cómo, lo había olvidado por completo. Antes de que mis padres determinaran que estaba mal de la cabeza e intentaran encerrarme, yo había decidido volver al colegio. Tenía pensado seguir estudiando el tiempo necesario para graduarme y luego escapar a Londres para poder estar con Emma y los demás. Pero ahora esos mismos amigos que creía tan lejos y ese mundo que me parecía tan inaccesible habían llamado a mi puerta y, de la noche a la mañana, todo había cambiado. Mis amigos eran libres de deambular por donde (y cuando) quisieran. ¿De verdad sería capaz de aguantar interminables clases, almuerzos y asambleas obligatorias durante todo el día sabiendo que ellos me estaban esperando?

Puede que no, pero tampoco estaba en condiciones de decidirlo ahora mismo, con una porción de pizza en el regazo, aún aturdido ante la idea de que todo eso fuera posible siquiera. Faltaba una semana para el comienzo de las clases. Había tiempo. De momento no tenía que hacer nada más que disfrutar la compañía de mis amigos.

—¡Es lo mejor que he probado en mi vida! —anunció Claire con la boca llena de queso fundido—. ¡Pienso cenar esto mismo todas las noches!

—No si quieres seguir viva dentro de una semana —advirtió Horace, que retiraba las aceitunas de su porción con meticulosa precisión—. Hay más sodio en una ración de este alimento que en todo el Mar Muerto.

—¿Te da miedo engordar? —se rio Enoch—. Horace gordito. Me gustaría verlo.

—Me da miedo echar barriga —respondió Horace—. Mi ropa está confeccionada a medida, a diferencia de los sacos de harina que tú te pones encima.

Enoch echó un vistazo a su atuendo: camisa gris con cuello tipo Mao debajo de un chaleco negro, pantalones deshilachados y zapatos de piel que habían perdido el lustre hacía tiempo.

—Todo procede de Parí —dijo, exagerando el acento francés—. Me lo regaló un sujeto muy elegante que ya no lo necesitaba.

—Se lo arrebataste a un muerto —lo acusó Claire con una mueca de asco.

—Las funerarias son las mejores boutiques de segunda mano del mundo —alegó Enoch al tiempo que tomaba un enorme bocado de pizza—. Solo tienes que coger la ropa antes de que su dueño empiece a rezumar.

—Vaya, a la porra mi apetito —resopló Horace, que dejó el plato en la mesa baja.

—Recoja eso y acábeselo —lo regañó miss Peregrine—. La comida no se tira.

Suspirando, Horace recuperó el plato.

—A veces envidio a Nullings. Podría engordar cincuenta kilos y nadie se daría cuenta.

—Soy esbelto como un junco, para que te enteres —objetó Millard, y emitió un sonido que todos interpretamos como una palmada contra su barriga desnuda—. Compruébalo tú mismo, si no me crees.

—Paso, gracias.

—Por el amor de los pájaros, vístase, Millard —ordenó miss Peregrine—. ¿Qué le he dicho sobre la desnudez injustificada?

—¿Y qué importa, si nadie me ve? —replicó él.

—Es de mala educación.

—¡Pero hace mucho calor aquí dentro!

—Ahora, míster Nullings.

Millard se levantó y farfulló algo contra el puritanismo según se alejaba como un soplo de aire. Regresó un minuto más tarde con una toalla de baño atada a la cintura deprisa y corriendo. Tampoco en esta ocasión miss Peregrine aprobó su decisión, y lo envió por donde había venido. Cuando regresó por segunda vez, Millard se había agenciado las prendas más abrigadas de mi armario: botas de montaña, pantalones de lana, abrigo, bufanda, gorro y guantes.

—Millard, vas a morir de un golpe de calor —le advirtió Bronwyn.

—Así, al menos, nadie tendrá que imaginarme en mi estado natural —se defendió. Su gesto no pretendía sino fastidiar a la directora, quien anunció que había llegado el momento de efectuar una segunda ronda de seguridad y abandonó la habitación.

Las carcajadas que muchos estábamos conteniendo estallaron libremente.

—¿Habéis visto qué cara ha puesto? —dijo Enoch—. ¡Quería matarte, Nullings!

La dinámica entre los niños y miss Peregrine había cambiado. Ahora el comportamiento de ellos recordaba más al de auténticos adolescentes; empezaban a desafiar su autoridad.

—¡Sois unos maleducados! —se enfadó Claire—. Parad ahora mismo.

Bueno, algunos seguían siendo tan obedientes como siempre.

—¿No os agota tener que aguantar sermones por cada cosita de nada? —preguntó Millard.

—¡Por cada cosita de nada! —repitió Enoch, y estalló en carcajadas de nuevo—. Millard tiene una… ¡ay!

Claire acababa de asestarle un mordisco en el hombro con la boca trasera. Mientras Enoch se frotaba la piel dolorida, ella replicó:

—No, no me agota. Y no entiendo que tengas que estar desnudo en presencia de las chicas sin motivo.

—Memeces —exclamó Millard—. ¿A alguien más le molesta?

Todas las chicas levantaron la mano.

Él suspiró.

—Muy bien, pues. Me cuidaré de ir vestido de la cabeza a los pies en todo momento, no vaya a ser que alguna se sienta ofendida por las realidades más básicas de la biología.

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Seguimos charlando. Teníamos muchísimo que contarnos. Recuperamos tan pronto la vieja camaradería que más bien parecía que lleváramos unos días sin vernos, en lugar de las casi seis semanas transcurridas. Habían sucedido un montón de cosas en ese tiempo —a ellos, al menos—, si bien Emma me había puesto al corriente de algunas noticias en sus cartas. Se turnaron para narrarme las aventuras que habían vivido en distintos parajes peculiares con ayuda del panbucleticón, aunque solo se habían desplazado a bucles preexplorados y declarados seguros por las ymbrynes, por cuanto aún no tenían claro el destino de todas las puertas.

Habían visitado un bucle de la antigua Mongolia en el que vivía un pastor peculiar que hablaba la lengua de las ovejas, y me contaron que guiaba el rebaño sin recurrir a un cayado ni a un perro, únicamente mediante el sonido de su voz. Olive habló con entusiasmo de un bucle del Atlas, las montañas de África del norte, donde encontraron una aldea en la que todos los peculiares podían flotar como ella. Habían instalado redes por todo el pueblo para que la gente pudiera atender sus asuntos sin tener que bajar todo el tiempo, y rebotaban de acá para allá como acróbatas en gravedad cero. En la Amazonia había un bucle que se había convertido también en un gran destino turístico: una fantástica ciudad selvática creada a partir de árboles, cuyas raíces y ramas se entrelazaban hasta formar carreteras, puentes y casas. Los peculiares sabían manipular las plantas igual que Fiona, un detalle tan angustioso y abrumador para Hugh que había abandonado el bucle deprisa y corriendo para regresar cuanto antes al Acre del Diablo.

—Hacía calor y los insectos te acribillaban —reconoció Millard—, pero los habitantes eran encantadores y nos enseñaron cómo fabrican fantásticos fármacos a base de plantas.

—Y pescan con un veneno especial que aturde a los peces pero no los mata —informó Emma—. De ese modo extraen del agua los que necesitan ayudándose con palas. Brillante a más no poder.

—Y también hicimos otros viajes —dijo Bronwyn—. ¡Em, enséñale a Jacob las fotos!

Emma, sentada a mi lado, se levantó del sofá de un salto y corrió a buscar las instantáneas que había traído consigo. Regresó en un periquete con las fotos en la mano, y los demás nos apiñamos en torno a la luz de la lámpara para observarlas.

—Hace muy poco que me he aficionado a la fotografía, así que todavía no se me da muy bien…

—No seas modesta —le dije—. Las fotos que me enviaste con las cartas eran geniales.

—Uf, no me acordaba de esta.

Emma no solía alardear, pero tampoco se reprimía a la hora de proclamar sus logros cuando hacía algo bien. Así pues, el hecho de que se mostrase insegura en relación con sus fotos implicaba que se había puesto el listón muy alto y aspiraba a obtener grandes resultados. Por suerte para los dos —porque soy malísimo para fingir entusiasmo— poseía un talento innato. Por otro lado, si bien la composición, la iluminación y los aspectos técnicos estaban bien (conste que no soy un entendido), era el tema lo que las hacía particularmente interesantes… y tremendas.

La primera foto mostraba a unos cuantos victorianos posando, como quien está de pícnic, sobre los vertiginosos tejados de una serie de casas que parecían aplastadas por un gigante enfadado.

—Un terremoto en Chile —explicó Emma—. La revelé en papel de baja calidad y, por desgracia, no ha envejecido bien fuera del Acre del Diablo.

Pasó a la siguiente imagen: un tren descarrilado y volcado. Había niños —peculiares, cabe suponer— sentados y plantados alrededor, como si lo estuvieran pasando en grande.

—Un accidente ferroviario —señaló Millard—. El tren transportaba algún tipo de sustancia química inestable y pocos minutos después de hacer la foto nos retiramos a una distancia segura para ver cómo se incendiaba y explotaba de un modo aterrador.

—¿Qué gracia tienen estos viajes? —quise saber—. No parece tan divertido como visitar un bucle chulo de la Amazonia, ni de lejos.

—Estábamos ayudando a Sharon —explicó él—. ¿Lo recuerdas? ¿El barquero alto y encapuchado del Acre del Diablo? ¿Amigo de las ratas?

—¿Cómo olvidarlo?

—Está desarrollando una versión nueva y mejorada de su tour del desastre «Hambruna y Llamas» recurriendo a los bucles del panbucleticón, y nos pidió que probáramos una versión piloto. Además del terremoto chileno y del accidente ferroviario, visitamos un pueblo de Portugal donde llovía sangre.

—¿En serio? —me horroricé.

—Yo no los acompañé —aclaró Emma.

—Hiciste bien —dijo Horace—. Tuvimos que tirar toda la ropa.

—Bueno, por lo que contáis, habéis estado mucho más entretenidos que yo —observé—. Habré salido de casa seis veces como mucho desde la última vez que nos vimos.

—Espero que eso cambie a partir de ahora —dijo Bronwyn—. Siempre he querido ver los Estados Unidos… y el presente, en particular. ¿Nueva York está muy lejos?

—Me temo que sí —reconocí.

—Oh —exclamó, y se hundió en los almohadones del sofá con aire compungido.

—A mí me gustaría visitar Muncie, Indiana —intervino Olive—. La guía dice que, si no has visto Muncie, no has visto nada.

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—¿Qué guía?

—Planeta peculiar: Estados Unidos —informó Olive a la vez que me mostraba un libro con una portada verde muy manoseada—. Es una guía de viajes para peculiares. Por lo que dice, Muncie ha sido elegido el pueblo más normal de los Estados Unidos durante seis años seguidos. Es absolutamente corriente en todos los aspectos.

—Ese libro es del año de la pera —objetó Millard—. Dudo mucho que sea de ninguna utilidad.

Olive le hizo caso omiso.

—Por lo visto, allí nunca ha sucedido nada extraordinario ni fuera de lo común. ¡Jamás!

—No todos compartimos tu interés por las personas normales —señaló Horace—. Y, en cualquier caso, seguro que está abarrotado de turistas peculiares.

Olive, que no llevaba puestos los zapatos lastrados, flotó sobre la mesita baja hasta el sofá y dejó caer la guía sobre mi regazo. Estaba abierta por la página que mostraba el único alojamiento peculiar de las inmediaciones de Muncie: una casa llamada Bocapayaso en un bucle de las afueras. Fiel a su no

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