Los días del halcón (Las Tormentas del Tiempo 1)

Cecilia Randall

Fragmento

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Créditos

Título original: Hyperversum

Traducción: Juan Carlos Gentile Vitale

1.ª edición: marzo, 2017

© 2006, 2016 Giunti Editore S.p.A.

© Ediciones B, S. A., 2016

para el sello B de Blok

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-669-9

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido

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Nota

Nota a la edición del décimo aniversario

Agradecimientos

Notas

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Dedicatoria

A Lorenzo,

que me sigue con paciencia

cuando me pierdo en mis fantasías

y que me alienta

para que siga haciéndolo.

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Daniel, el ladrón, respiró hondo y trepó por el último tramo del tejado de piedra que se unía con la pared del torreón central.

La fortaleza estaba tranquila; emergía de la oscuridad de la Selva Negra como la sombra de un gigante silencioso sentado entre los abetos y luego se mimetizaba con las montañas del fondo cuando se velaba la luna. Entonces solo el centelleo del río Rin seguía siendo visible desde lo alto de las torres almenadas.

La noche era oscura y ventosa. El cielo encapotado dejaba traslucir, solo a ratos, la luz de la luna llena, que bañaba de resplandores plateados los contornos de la torre y de las almenas del castillo de Hochsteinberg.

Daniel miró primero hacia abajo y luego hacia arriba. A una decena de metros por debajo de él, en el patio del castillo, los guardias armados con lanzas y arcos hacían la ronda, alertas. Encima de él, sobre la torre de la esquina, justo debajo del borde de una ventana en arco, ondeaba el estandarte dorado con el águila negra del emperador Otón IV.

Sonrió mientras el viento le desordenaba el pelo corto y le hinchaba las ropas negras. No tenía frío ni miedo; es más, estaba relajado y observaba con atención su objetivo. No se dejó distraer ni siquiera cuando bajo él pasó por el patio un jinete con armadura completa.

El Fuego de San Galo, el rubí más hermoso de todo el siglo XIII, lo estaba esperando ocho metros más arriba, en aquella torre, y esta vez no lo dejaría escapar.

Ya lo había intentado dos veces y dos veces había fracasado, aunque en la última ocasión se había acercado mucho a la meta. Ahora no fallaría.

Se escabulló hasta el muro de la torre sin que sus botas de gamuza suave produjeran el más mínimo rumor, luego cogió la ballesta que llevaba en bandolera y montó un dardo. Ató una cuerda a la punta de la flecha y, por último, disparó hacia arriba. No necesitaba que fuera un tiro preciso ni potente, bastaba tan solo con que el dardo pasara más allá del asta horizontal del estandarte que sobresalía bajo el alféizar y cayera del otro lado con la cuerda.

El dardo trazó un arco perfecto por encima del águila imperial. Daniel aferró al vuelo la cuerda cuando el extremo volvió a caer hacia él, y la tendió, ahora medio plegada a caballo del asta plantada bajo la ventana. Recuperó el dardo, se colgó otra vez la ballesta en bandolera y probó la resistencia de la cuerda. Satisfecho, comenzó a trepar con absoluta agilidad. Al cabo de unos instantes tuvo el alféizar de la ventana al alcance de la mano.

«¡Hecho!», pensó Daniel.

Un clamor repentino en el patio lo desmintió de inmediato.

Los guardias habían percibido al intruso sobre la torre a pesar de la oscuridad y el silencio y estaban dando la alarma a gritos. Algunos ya habían empuñado los arcos.

Daniel imprecó, y se apresuró a ir hacia la ventana para salir de esa posición en la que era un blanco perfecto.

—¿Por qué fallo siempre? ¡Maldición!

Se agarró al alféizar y buscó un apoyo donde afirmar el pie para izarse hacia la ventana. Las flechas no le dieron por un pelo. Una rebotó sobre la piedra a pocos centímetros de su cabeza.

—¡Ahora tendré que comenzar desde el principio! —se lamentó Daniel en voz alta; no estaba asustado, solo enfadado consigo mismo.

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