La última vida del príncipe Alastor (Prosper Redding 2)

Alexandra Bracken

Fragmento

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Título original inglés: The Last Life of Prince Alastor.

Autora: Alexandra Bracken.

© Alexandra Bracken, 2019.

© de la ilustración de la cubierta: Marco Marella y Erwin Madrid, 2019.

Diseño de la cubierta: Marci Senders.

Letra de la cubierta: Molly Jacques.

Reproducidas con permiso de Disney • Hyperion Books.

Todos los derechos reservados.

Adaptación de la cubierta: Lookatcia.com.

© de la traducción: Raquel Valle Bosch, 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: mayo de 2019.

RBA MOLINO

REF.: OBDO502

ISBN: 978-84-272-1862-8

REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL • EL TALLER DEL LLIBRE

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Para Susan Dennard,

una auténtica maga de las palabras.

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DICIEMBRE DE 1690
LOCALIDAD DE SOUTH PORT
COLONIA DE PLYMOUTH

Una voz atravesó el crepúsculo nevado.

Era apenas un rumor débil y quejumbroso. Al principio, Alastor se sorprendió de que hubiera podido superar el viaje a través de los espejos. No obstante, aquel lamento había logrado acaparar la atención de todos sus sentidos y siguió haciéndolo mientras Alastor, sentado ante la lumbre crepitante de magia verde, daba buena cuenta de su vespertino festín de puré de calabaza y murciélagos asesinos.

—Ayudadme...

Podría haberlo confundido con el desagradable murmullo del viento al soplar a través de su torre de no ser porque aquellas palabras estaban teñidas de un dolor magnético.

De una desesperación espléndida.

De la promesa de una magia poderosa puesta a su alcance.

—¡Ayudadme, os lo ruego!

«Lo haré —pensó el maléfico con una sonrisa de satisfacción—. Será un placer».

Y así fue cómo Alastor, príncipe del reino, dejó a un lado su cuchillo de plata y se puso de pie para ir al encuentro de la atadura mágica que lo aguardaba en la superficie del espejo. Cuando el deseo de un mortal era lo suficientemente intenso, se creaba una cinta resplandeciente de energía esmeralda que Alastor podía seguir hasta su origen.

Descolgó una cadena de plata de su gancho en la pared y se la pasó por la cabeza. El pequeño farol que pendía del collar repiqueteó contra los botones en forma de araña de su abrigo. Alastor se deleitó con el temblor del cristal del espejo cuando lo atravesó.

—Ayudadme...

Siguió el rastro de la voz suplicante a través de los sinuosos túneles por donde discurrían los caminos del espejo. La fuerza de ese sufrimiento, de esa ira, hacía que la cinta brillara aún más entre la niebla y las sombras. Al verla resplandecer, la emoción recorría todo su cuerpo.

«¿Qué tipo de vil mortal —se preguntó— poseería el potencial para tantísima magia?». Alguien con una responsabilidad inmensa, sin lugar a dudas, con un formidable poder sobre las vidas de otras personas. ¿Un rey, tal vez? ¿O puede que incluso un emperador?

¡Oh, cómo iba a alardear delante de sus hermanos, hasta que sus corazones oscuros estallaran de rabia y de celos! Se aseguraría de que la abundante magia propiciada por este pacto los llevara a maldecir el día que hicieron caso omiso de esa llamada en concreto. Sus hermanos, a menudo, delegaban la tarea de salir a buscar magia en sus numerosos sirvientes. Andaban demasiado atareados organizando bailes y batiéndose en duelo con troles como para ocuparse de aquello para lo que habían nacido (aparte de para gobernar sobre los malignos inferiores, por supuesto).

Como Alastor ya había aprendido, si ansiabas el poder, debías hacerte con él por tus propios medios.

Sin embargo, en cuanto llegó al portal que daba acceso al mundo de los humanos supo que sus fantasías solo habían sido un delirio.

El espejo humano era pequeño, del tamaño de los que aquellos hombres atacados por las pulgas solían utilizar para afeitarse el rostro. Alastor nunca había comprendido esa costumbre, puesto que el vello facial, a menudo, mejoraba el aspecto de los rasgos de rata de muchos humanos y los hacía más soportables para la refinada mirada de los malignos. Aquel espejo, no obstante, no estaba siendo utilizado en aquel momento.

Se agarró al marco. Reflexionó. Observó desde detrás del cristal, a escondidas. Una ráfaga de aire gélido lo envolvió y cubrió la superficie del portal como si fuera escarcha. A su espalda, el calor húmedo y acogedor del Mundo de Abajo lo apremiaba a regresar.

¡Un espejo para el afeitado, ni más ni menos! Un espejo que servía de ventana a lo que parecía ser una lúgubre choza de madera oscura, en vez de un espejo dorado con vistas a un rutilante salón palaciego.

—Ayudadme... Ayudadnos a todos...

Debería haber regresado a la comodidad de su torre y su puré de calabaza y haber dejado al mortal con su aflicción. No obstante, sus manos estaban pegadas al marco y sus garras se clavaban en la madera. Ya había llegado hasta allí, ¿verdad? Y por bajo que fuera el rango de ese humano despreciable, la fuerza de su deseo había encendido la atadura como una antorcha.

Alastor supuso, con un resoplido displicente, que todos los humanos, desde el campesino más humilde hasta el rey, anhelaban, odiaban, temían y sufrían, solo que en distinto grado. Esa era la danza de la existencia humana. Iban de desgracia en desgracia, cambiando de compañeros y rivales mientras deambulaban a lo largo de unos años cada vez más breves.

La posibilidad de magia poderosa seguía ahí, si Alastor lograba descubrir qué deseo había sido lo suficientemente intenso como para convocarlo en primer lugar, lo exprimiría del detestable corazón de aquel hombre, como si fueran las últimas gotas de un escarabajo carroñero, hasta obtener el pacto.

Deslizándose entre los estrechos límites del marco del espejo, Alastor tomó la forma que adoptaba en el mundo de los mortales: la de un zorro de pelaje marfil. A los humanos solían disgustarles las criaturas oscuras y feroces, pero la transformación también tenía por objeto esquivar el hechiz

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