Hijos de virtud y venganza (El legado de Orïsha 2)

Tomi Adeyemi

Fragmento

virtud-7

capítulo uno

ZELIE

Intento no pensar en él.

Pero cuando lo hago, oigo las mareas.

Baba estaba conmigo la primera vez que oí las olas.

La primera vez que las noté.

Me atraían hacia ellas como una nana, alejándonos del camino del bosque para dirigirnos al mar. La brisa del océano alborotaba los rizos sueltos de mi melena. Los rayos del sol se colaban por las hojas cada vez más escasas.

Ignoraba qué encontraríamos. Qué extraña maravilla escondería esa nana. Lo único que sabía era que tenía que acercarme a ella. Era como si las mareas contuvieran una pieza perdida de mi alma.

Cuando por fin vimos el mar, mi manita se soltó sin querer de la de Baba. Me quedé boquiabierta de asombro. Había magia en aquellas aguas.

La primera magia que había notado desde que los hombres del rey mataron a Mama.

—Zélie rọra o —me llamó Baba al ver que me dejaba llevar por la marea.

Me estremecí cuando la espuma de la orilla empezó a lamerme los tobillos. Los lagos de Ibadan siempre estaban muy fríos. Sin embargo, esa agua era cálida, como el aromático arroz de Mama. Tan cálida como el brillo de su sonrisa. Baba me siguió y levantó la cabeza hacia el cielo.

Como si pudiera saborear el sol.

En ese momento me tomó de la mano; entrelazó sus dedos vendados en los míos y me miró a los ojos. Fue entonces cuando supe que, aunque Mama ya no estuviera con nosotros, al menos nos teníamos el uno al otro.

Podríamos sobrevivir.

Pero ahora...

Abro los ojos hacia el cielo frío y gris; hacia el océano que aúlla y rompe contra los acantilados pedregosos de Jimeta. No puedo quedarme en el pasado.

No puedo mantener vivo a mi padre.

El ritual que le costó la vida a Baba me atormenta mientras me preparo para darle el descanso eterno. Mi corazón soporta ahora todo el dolor que él sufrió; todos los sacrificios que hizo para que yo pudiera devolver la magia a Orïsha.

—Tranquila.

Mi hermano mayor, Tzain, está a mi lado y me ofrece la mano. Una barba incipiente cubre su piel oscura; el vello nuevo casi enmascara lo tensa que tiene la mandíbula.

Presiona mi palma con la suya mientras la suave llovizna se transforma en una lluvia afilada. La tormenta nos cala hasta los huesos. Es como si también los dioses quisieran llorar su muerte.

«Lo siento», digo en voz baja al espíritu de Baba, a falta de no poder decírselo a la cara. Mientras tiramos de la cuerda que mantiene su ataúd atado a la rocosa costa de Jimeta, me pregunto por qué creí que enterrar a un progenitor me prepararía para enterrar al otro. Todavía me tiemblan las manos cuando pienso en todas las cosas que han quedado por decir. Me arde la garganta por los gritos que acallo y convierto en silenciosas lágrimas. Trato de guardármelo todo mientras alargo el brazo para coger la jarra que contiene lo que queda de nuestro aceite funerario.

—Ten cuidado —me advierte Tzain cuando mi mano temblorosa derrama unas gotas de aceite por el borde.

Después de tres semanas de trueques y regateos para conseguir suficiente cantidad para empapar el féretro de Baba, el resbaladizo líquido parece más preciado que el oro. Su olor fuerte me abrasa la nariz por dentro mientras vierto lo que queda en nuestra antorcha funeraria. Las lágrimas resbalan por el rostro de Tzain mientras enciende la mecha. Sin tiempo que perder, preparo las palabras del ìbùkún, una bendición especial que una Parca como yo debe dedicar a los muertos.

—De los dioses proviene el regalo de la vida —susurro en yoruba—. A los dioses hay que devolver dicho regalo.

El encantamiento suena extraño en mis labios. Hasta hace unas semanas, ninguna Parca había contado con la magia necesaria para llevar a cabo un ìbùkún desde hacía once años.

—Béèni ààyé tàbí ikú kò le yà wá. Béèni ayè tàbí òrun kò le sin wá nítoríèyin lè ngbé inú ù mi. Èyin la ó máa rí...

En cuanto la magia respira bajo mi piel, dejo de oír mi propia voz. La luz morada de mi ashê brilla alrededor de mis manos, el poder divino que alimenta nuestros dones sagrados. No he sentido su calor desde el ritual que devolvió la magia a Orïsha. Desde que el espíritu de Baba se rasgó y se introdujo en mis venas.

Trastabillo mientras la magia borbotea dentro de mí. Tengo las piernas entumecidas. La magia me transporta al pasado y me arrastra hacia abajo por más que intento tirar hacia arriba...

—¡No!

El grito reverbera contra las paredes del ritual. Mi cuerpo se desploma en el suelo de piedra. Un golpe seco se oye cuando Baba cae a plomo, tieso como una tabla.

Me muevo para protegerlo, pero tiene los ojos congelados en una mirada vacía. Del pecho le sobresale una flecha.

La sangre empapa su túnica rasgada...

—¡Zél, ten cuidado!

Tzain se inclina hacia delante para intentar agarrar al vuelo la antorcha que se me ha caído de las manos. Es rápido, pero no lo suficiente. La llama se apaga en cuanto la tea cae en la marea embravecida.

La recoge al instante y se esfuerza por encenderla de nuevo, pero la llama no prende. Me encojo al verlo tirar el palo inútil a la arena.

—Y ahora ¿qué hacemos, eh?

Dejo caer la cabeza, ojalá tuviera una respuesta. Con todo el reino inmerso en el caos, conseguir más aceite puede llevarnos semanas. Entre los altercados y la carencia de alimentos, ya es bastante difícil proveerse de un mísero saco de arroz.

El sentimiento de culpa me constriñe como un ataúd, me atrapa en la tumba de mis propios errores. Tal vez sea una señal de que no merezco enterrar a Baba.

No cuando soy la razón por la que está muerto.

—Lo siento —dice Tzain.

Suspira y se pellizca el puente de la nariz.

—No lo sientas. —Se me hace un nudo en la garganta—. Es todo culpa mía.

—Zél...

—Si no hubiera tocado nunca ese pergamino... Si no hubiera averiguado la existencia de ese ritual...

—No te culpes —insiste Tzain—. Baba entregó su vida para que pudieras devolver la magia.

«Ahí está el problema», pienso, y me encojo de hombros. Yo quería devolver la magia para mantener a Baba a salvo. Lo único que conseguí fue mandarlo a la tumba antes de tiempo. ¿De qué me sirven estos poderes si soy incapaz de proteger a las personas que amo?

¿Para qué sirve la magia si no puedo devolverle la vida a Baba?

—Si no dejas de cargar con toda la culpa, nunca saldrás del pozo, y necesito que salgas. —Tzain me agarra por los hombros y, en su mirada, veo los ojos marrones de mi padre; ojos que perdonan aun cuando no deberían—. Ahora solo estamos tú y yo. Somos lo único que nos queda.

Suelto el aire y me enjugo las lágrimas mientras Tzain me abraza con fuerza. Incluso empapado como está, su abrazo me resulta cálido. Frota los dedos arriba y abajo por mi espalda como solía hacer Baba cuando me arropaba en sus brazos.

Vuelvo a mirar el ataúd de Baba, que flota junto a la orilla, esperando un fuego que nunca llegará.

—Si no podemos incinerarlo...

—¡Esperad! —grita Amari a nuestra espalda.

Baja como el rayo por la pasarela metálica del barco de g

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