La paradoja de un antes y un después

Celia Añó

Fragmento

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TIC

Esa mañana no amaneció.

Solo hubo un indeciso atardecer que se retrasó lo indecible. Aunque el tiempo avanzaba en el reloj de madera de su mesilla de noche, el cielo seguía congelado en un azul negro como la tinta. Abel parpadeó, confuso, sin llegar a acostumbrarse a aquellas contradicciones, sin recordar cuántos días llevaban así. Si los conceptos de día y noche todavía tenían sentido. «Qué fastidio», pensó.

Se escondió bajo una manta de retales e intentó cerrar los ojos y convencerse de que todavía podía dormir un poco más. Pero empezaba a despejarse y un pensamiento se abrió paso entre retazos de sueño.

Abel no usaba despertador. Ni siquiera cuando el tiempo había empezado a fallar lo necesitaba. El segundero de su reloj se deslizaba perezosamente hacia las ocho cuando él saltó de la cama y buscó las zapatillas.

Antes los días eran iguales, ahora un caos de contradicciones, pero aquel iba a ser demasiado especial para olvidarlo. Y él nunca llegaba tarde.

TIC

Llegó a la hora acordada, ni siquiera había permitido que la impaciencia controlase la velocidad de sus pasos. Abel escondió todas sus emociones (desde la impaciencia hasta el aguijón del miedo), se vistió con el uniforme blanco de los relojeros de la Academia y volvió a revisar su cinturón de herramientas. Y aunque sabía que no faltaba ninguna, solo se tranquilizó tras repasarlo veintiocho veces. Su peso en la cadera, ligeramente ceñido, lo reconfortaba. Si no fuera porque se dirigía a la Torre del Reloj, podría haber sido otra mañana cualquiera. El camino era casi el mismo: para ir a la Academia había que tomar el tranvía; para la torre, seguir unos raíles abandonados, que cruzaban estaciones abandonadas y se perdían en direcciones prohibidas.

Aunque no había nadie más, la gigantesca Torre del Reloj, ligeramente inclinada a la izquierda, con muros cubiertos por hiedra y amapolas, le indicaron que no se había equivocado. Recordaba a una aguja torcida y rojiza; sus paredes eran de piedra que se deshacía, levantando un polvillo neblinoso que la envolvía igual que una aureola. A su sombra, diminuta en comparación, hacía frío, a su derecha, una humedad pegajosa, a su izquierda un calor seco y, entre medias, viento. Aunque la torre se mantuviera fija, daba la impresión de balancearse, igual que un péndulo, pero sin armonía.

Y como buen aprendiz de relojero, Abel supo reconocer el error.

Pudo contar siete averías, aunque de tres no estaba tan seguro y una quizás fuera inherente a la propia naturaleza de la torre. Incómodo por esas dudas, que se le atascaban en la cabeza igual que una máquina averiada, probó a distraerse. Buscó la puerta sin acercarse ni decidirse entre el frío o el calor. Desde aquella distancia apenas se distinguía el relieve de las paredes y mucho menos si había una puerta grabada en ellas. Pero tenía que haberla. La torre era muy fina, casi como un hueso, y gracias a su movimiento pudo rodearla con la mirada sin necesidad de moverse. «Pero hay una puerta», repitió. Lo habían dado en clase y hasta se decía en una canción popular. Había una puerta que se abría solo entre el paso de horas, en el espacio que dejaban dos minutos y en ese intervalo en el que un día se convertía en otro. El joven se mordió el labio y se contuvo para no consultar su cuaderno de notas. Estaba enrollado entre destornilladores, casi oculto, pues le avergonzaba llevarlo encima. Pero había sido incapaz de dejarlo en la mesa y no se imaginaba adentrándose en la Torre del Reloj sin su apoyo silencioso.

Nervioso, cambió el peso de un pie a otro. «¿Dónde está Jinx?», pensó. Durante un instante fantaseó con que el otro joven hubiera cambiado de opinión y no apareciese. Pero le conocía, no mucho ni bien, solo lo suficiente para saber con absoluta certeza que llegaría tarde y sin dejar de sonreír, aunque su alrededor estuviera tan cargado como una tormenta eléctrica. Abel suspiró y siguió buscando la puerta. Aquellos minutos de ventaja que había ganado se evaporarían si no lograba organizar sus próximos movimientos. Sería como una función de teatro, solo que esta vez el guion estaba sin escribir y a él le tocaría improvisar.

Se le empezaban a dormir las piernas cuando escuchó un silbido. Y lo reconoció sin necesidad de girarse. Tomó aire hasta que le dolieron los pulmones y dio media vuelta.

Jinx caminaba por los raíles oxidados con las manos en los bolsillos y solo una riñonera pequeña en vez del cinturón de herramientas. Vestía con un mono negro de tirantes con las rodillas remendadas y había vuelto a recogerse el cabello rubio en una coleta que se deshacía y de la que asomaban un lápiz y un destornillador tan fino como una horquilla y que aparentaba hacer esa misma función. A diferencia de su piel, pálida como las páginas de los libros y poco acostumbrada a estar bajo el sol, la de Jinx era tostada y destacaban rastros de cicatrices pálidas.

Sonreía, por supuesto.

Abel bufó, pero intentó controlarse para no perder los papeles.

—Llegas tarde —le increpó.

A Abel le hubiera gustado soltarle un «¡Llevo esperándote horas!», pero no acostumbraba a exagerar, así que se mordió la lengua y en su lugar le dedicó una mirada incendiara. El otro joven se llevó una mano a la nuca en un gesto despreocupado.

—Por un minuto.

Quizás era cierto, estuvo tentado a sacar un reloj y comprobarlo, pero daba lo mismo: alrededor de aquella torre las averías eran aún peores y más auspiciantes. Los dos tenían razón al mismo tiempo, en una molesta contradicción en la que Abel prefería no pensar.

—Vamos.

Le dio la espalda y se acercó a la torre como si esa no fuera su primera vez y supiera dónde se escondía aquella puerta caprichosa. El otro chico rio entre dientes y le siguió sin rechistar. «Parece que por fin se ha puesto serio», observó. Jinx era de un irritante despreocupado, que no respetaba ni reglas, ni horarios, ni protocolos. Había sufrido muchísimas pesadillas desde que anunciaron que sería su compañero. Pero parecía que, ante una avería capaz de desbarajustar el tiempo de Íleon, el alumno más problemático de la Academia también sabía comportarse tal y como exigía la situación.

Aunque los envolvía un silencio extraño e inesperado, molesto como una araña en la punta de la lengua, sospechoso como una sombra en un pasadizo vacío. Abel tuvo la impresión de andar acompañado por un maniquí o uno de esos autómatas vestidos con piel humana. Se le escapó una mirada de reojo solo para asegurarse de que no estaba solo. Jinx no parecía el de siempre, pero era indudablemente una persona de verdad, con las mejillas coloreadas por los cambios de temperaturas y ese brillo inconfundible en los ojos verdes.

Se decía mucho sobre lo que se escondía dentro de la Torre del Reloj. Sus vástagos de acero, manecillas y engranajes correteaban por Íleon igual que vientos traviesos, pero muy pocas personas entraban en la torre. Era peligroso, pues encerraba un equilibrio tan delicado que cualquier desliz repercutiría en la tierra y en el cielo, en los ríos y hasta en los árboles. El joven volvió a preguntarse en qué pensaba Amatista cuando le encargó aquella misión.

Tardaron varios minutos en recorrer un par de pasos y en unos segundos alcanzaron el resto. El chico entrelazó los dedos, enfundados en guantes negros, para esconder su nerviosismo. La torre estaba tan cerca que pudieron apreciar lo delgada que era: casi el doble de un árbol hueco. Abel siguió adelante sin importarle que aquello pareciera más un espejismo que un lugar real, sin siquiera fijarse en el polvo rojizo que levantaba con cada zancada. Jinx tampoco dijo nada. Y ese silencio era cada vez más impropio de él. Las pocas veces que habían coincidido en la Academia el joven se había caracterizado por crear caos y no parar nunca de reír, hablar o gritar, a veces al mismo tiempo. Le sorprendía que no hiciera ningún comentario mordaz, ni siquiera que no hubiera preguntado nada. Recordaba más a un desconocido con el que compartía camino.

Empezó a inquietarse cuando apenas quedaban centímetros y la torre se mantenía hermética, aunque temblorosa, igual que una imagen a punto de desvanecerse. Le escocían los ojos, pues tenía miedo de que si los cerraba desapareciera. Abel se mordió el labio y dio otro paso adelante, consciente de que ya no le quedaban muchos, sin dudar ni probar a rodear la torre. Iba tan recto como su cabezonería se lo permitía y sin permitirse reflejar ninguna de sus dudas y que Jinx las descubriera.

Y entonces, lo vio: un picaporte con forma de arandela, pequeño como una uva. Extendió el brazo sin pensarlo, casi sin respirar, y lo giró en menos de un parpadeo. Una puerta rectangular se abrió sobre la pared igual que una boca en un bostezo solemne.

Sin compartir ni una mirada, los dos jóvenes entraron casi a la vez. Se rozaron con los hombros durante un instante, pero ninguno dijo nada.

Solo se escuchó el tañido lejano de un tic tic tic tac tic tac tac…

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El interior era inmenso, tan amplio que no se distinguían paredes. Recordaba a un mar de acero y engranajes gigantes, poleas que caían como lianas de un techo a oscuras, cadenas enredadas, solitarias o enmarañadas como telarañas. No había suelo, sino manecillas gigantescas que avanzaban en direcciones aleatorias, cada una con su propio compás. Era una dimensión imposible que no casaba con la torre lánguida y fina que habían visto afuera.

Abel abrió la boca al darse cuenta de que estaba conteniendo el aliento. A su lado, Jinx silbó y le brillaron los ojos. Volvió a convertirse en el mismo charlatán de siempre, adelantándose con pasos despreocupados sobre superficies móviles.

—¡Es alucinante! Le debo una buena cena a Salina, es tal y como ella había dicho.

—¿Q-Qué dijo? —se le escapó sin darse cuenta, y nada más decirlo se arrepintió.

Jinx se giró hacia él, con una sonrisa deslumbrante pese a haber perdido una apuesta.

—Una aburrida maquinaria. Esperaba algo más… diferente.

Él también, aunque intuía que ambos no pensaban en el mismo «diferente». Mientras su compañero avanzaba con saltos danzarines, Abel tuvo que armarse con todo su valor para moverse. La superficie de las manecillas era lo suficientemente ancha para no perder el equilibrio y lo suficientemente estrecha para que el corazón se le encogiera de pánico con cada paso. Abajo se intuían más discos y engranajes, también cadenas que giraban a tanta velocidad que serían capaces de cercenar carne y hueso. Se obligó a levantar la cabeza y mirar al frente, pero solo pensaba en lo que sucedería si se cayera. Y aunque su equilibrio era precario, no levantó los brazos como Jinx ni se atrevió a ir tan rápido.

A destiempo, los dos se reunieron en una tuerca ancha como una habitación, que giraba sobre sí misma con la calma de un riachuelo. Cada uno miró en una dirección, pues aquel mar de engranajes era tan confuso que ya ni se distinguía la puerta por la que habían entrado. Al unísono, uno silbó y el otro chasqueó la lengua al distinguir una escalera negra y blanca, de hierro retorcido, a más de mil metros por delante.

—Debe llevar al primer piso —comentó Jinx—. Bueno… ya nos veremos.

Y le dio un empujón antes de saltar a la siguiente manecilla.

Abel se quedó muy rígido, sin entender qué había pasado ni por qué perdía el equilibrio. Intentó extender un brazo, pero fue demasiado tarde. Cayó a ese hueco entre metales, directo a ese vacío chirriante de dientecillos afilados y chispas.

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Le pareció escuchar un chillido cuando por fin alcanzó la escalera. Jinx se detuvo, más preocupado de lo que nunca reconocería, pero sacudió la cabeza al reconocer una retahíla de insultos. «Si puede gritar de esa manera, es que estará bien». Saltó al primer escalón y los subió de dos en dos, luego de tres en tres. La escalera estaba torcida y con tendencias casi zigzagueantes. Tardó varios minutos en abandonar el sonido de las manecillas y alcanzar el primer piso de la torre.

—Vaya —sonrió para sí mismo—, parece que al final Salina sí me debe una cena.

Había llegado a un pasillo largo y estrecho, con el suelo recubierto por baldosas blancas y negras, igual que un tablero de ajedrez. Las paredes eran de mármol agrietado y algunas estaban cubiertas por pesados cortinajes de un rojo sanguinolento. El joven sacó de la riñonera un destornillador plateado y se lo pasó de una mano a otra mientras buscaba las averías. «Estarán escondidas», valoró en silencio. «Seguramente el camino al siguiente piso no se abrirá hasta que arregle este».

Se internó por el pasillo mientras vigilaba cada mancha, cada patrón, el pliegue de las cortinas y esas grietas que recordaban a telarañas. Había algo extraño, flotaba en el aire como polvo viejo y cerámica. Jinx odiaba esa parte: él prefería enfrentarse al problema y buscar una de sus posibles soluciones, no examinar sin apenas parpadear y con el mismo ritmo que una tortuga con artrosis.

Una cortina se apartó de golpe, tan brusca que el joven retrocedió de un salto mientras mascullaba una maldición del susto. Y se le escapó una exclamación ahogada al descubrir a Abel apoyado casi con desgana contra una pared mientras con un brazo sujetaba el borde del visillo. Ya no llevaba ese aparatoso cinturón de herramientas ni la chaqueta del uniforme, lo que dejaba entrever una camisa blanca arremangada y más abierta de lo que nunca se habría imaginado en él. El irritante estudiante impoluto se habría perdido entre engranajes, reemplazado por una versión con el pelo negro despeinado y una inesperada sonrisa burlona.

—Eres un tramposo —le reprochó.

—¡¿Cómo has llegado tan rápido?!

La sonrisa del joven se hizo más amplia, casi parecía a punto de reír. Aprovechando su sorpresa, se aproximó y le arrebató el destornillador. Desapareció tras la cortina mientras Jinx todavía asimilaba si era real o una ilusión huida de una fantasía.

—¡Espera! ¡Vuelve aquí!

Apartó la cortina de un zarpazo, pero al otro lado había un callejón sin salida. Abel había desaparecido, robándole el destornillador y dejándole por primera vez con la palabra en la boca y una extraña confusión en el pecho.

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Abel se olvidó por primera vez de las apariencias y se abrazó a una manecilla sin importarle la imagen que estaba dando. Por suerte, nadie le vería: su mundo quedaba muy lejos, afuera de aquella torre, y podía escuchar cómo Jinx se alejaba cada vez más. Se mordió los labios de pura frustración. Ya entendía su extraña calma, ese silencio tras el que se había escondido. Las palabras de Amatista en su última reunión dos noches antes, regresaron con fuerza a su cabeza: «No te fíes de él. No es tu compañero, sino tu rival. Querrá quedarse todo el mérito». Aunque se había imaginado una traición diferente, menos directa y más aprovechada.

—Eres un gusano… —murmuró. Y aunque le temblaba la voz, estaba demasiado cabreado como para contenerse—. ¡Eres un gusano estúpido!

No gritó mucho. Solo sirvió para que le doliera la garganta, no para sentirse mejor. Frustrado y con las articulaciones doloridas, Abel intentó arrastrarse hasta el final de la manecilla. Era muy fina y estaba por debajo del nivel en el que había empezado, necesitaba buscar un asidero al que aferrarse y trepar. En su mente la idea era sencilla y factible, pero le pesaban los brazos y tenía el cuerpo rígido por el miedo a caer. Intentó moverse, pero cada vez le costaba más mantenerse sujeto por mucho que arañaba centímetros para avanzar. En un momento dado, sus pies perdieron el equilibrio y acabó colgando. Abel contuvo un chillido. Algo tiraba con fuerza de él. Pese a esa vocecilla interior que le pedía que no lo hiciera, miró abajo. Solo se distinguían sombras confusas y mezcladas entre ellas, sobresalía un pilar envuelto por cadenas. «¡Está haciendo de imán!», comprendió con un escalofrío. Y su bolsa de herramientas le empujaba en esa dirección. «Mierda, mierda, mierda, mierda…».

—¡Ey! ¡Te encontré! —exclamó una voz molesta y jovial, que no esperaba escuchar en ese momento.

Tampoco necesitaba levantar la cabeza para saber que era Jinx, aun así, lo hizo.

Su rival se encontraba justo encima de él, acuclillado en una plataforma estrecha pero fija. Llevaba el pelo suelto, un arañazo brillaba en su mejilla izquierda y sonreía como si nada de aquello fuera culpa suya.

—¿Ahora qué quieres? —gruñó Abel.

El joven tuvo el descaro de pasarse una mano por la nuca, como meditando la respuesta, mientras él seguía balanceándose y los dedos le escocían cada vez más.

—Creo que pedirte perdón.

—¿¡Crees!?

—¡Era una broma! No pensaba que acabaría… así. —Le miró en silencio un buen rato—. ¿Quieres ayuda?

«Quiero desterrarte de la vida y borrar tu nombre de todos mis recuerdos».

Pero le escocía la garganta, las manos y los brazos. Abel apartó la mirada, incapaz de reconocer que necesitaba ayuda, tampoco de rechazarla. Escuchó un bufido que recordaba a un gato y una mano se extendió delante de sus narices. La estudió con recelo. Todo aquello era extraño, pero notaba punzadas en la cabeza, de vértigo y cansancio, como para replanteárselo. «Si me vuelves a tirar, esta vez caerás conmigo», se dijo antes de soltarse y aceptar su ayuda.

Jinx masculló una maldición ininteligible al sujetarle con ambas manos. Intentó tirar de él, pero se resbaló hacia delante y los dos gritaron al sentir que caían. Abel cerró los ojos con fuerza, pero su rival logró mantener el equilibrio.

—Ese maldito cinturón… —masculló—. ¡Quítatelo! ¡Luego no lo necesitarás!

—¿De qué me hablas? —balbuceó.

—¿Y tú eres el listo? ¡Pensaba que sería evidente!

—¿El qué? ¿Qué estamos en esta situación por tu culpa?

Perdió voz al notar que sus dedos se escurrían entre los del joven. Presa del pánico, empezó a patalear mientras intentaba sujetarse con más fuerza, pero sus guantes se deslizaban y él magnetismo tiraba de él con un ansia casi voraz.

—¿No lo ves? —gruñó su compañero con los dientes muy apretados y la voz rasposa—. Soy la versión futura de Jinx.

—Deja de bromear —le pidió.

—¡No es ninguna broma! Sabíamos que nos encontraríamos con paradojas dentro del reloj roto. Escúchame bien —le pidió, inusitadamente serio, y Abel se fijó de nuevo en ese arañazo que antes no estaba o en la suciedad de su camisa—. Vas a quitarte ese cinturón y no pasará nada. Luego volverás a encontrarte conmigo y me repetirás mil veces que esto fue una broma sin gracia… ¡Y tendrás toda la razón del mundo! Y yo al principio no me disculparé, aunque sepa que tienes razón, pero eras tan molesto como un abejorro y no pensé en reconocerlo. Y los dos seremos estúpidamente orgullosos y cometeremos muchos errores, las cosas son como son, pero ahora necesitas confiar en mí para cagarla más adelante.

Sus palabras tenían más sentido del que él estaba dispuesto a darle, pero no bastaron para convencerle.

—No puedo —reconoció con un murmullo—. Son mis herramientas, sin ellas…

—¿No me has escuchado? —le interrumpió—. He formado parte de tu futuro. Sé que podrás arreglar los desbarajustes sin herramientas, aunque al principio creerás que no, y también sé cómo recuperarás ese cinturón. ¡Ahora suéltalo o nos vamos a caer los dos!

Pero no podía. Estaba congelado, atenazado por un pánico diferente, el miedo a perder algo muy valioso para siempre.

—¡Abel, por los tiempos perdidos! ¡No te hagas de rogar! Sé que llevas una chuleta, ¿necesitas más pruebas?

—¡No es una chuleta! —logró responder.

«Lo sabe», pensó. Y los últimos vestigios de recelo se fragmentaron. Con los latidos tan acelerados como las manecillas de aquel lugar, logró soltar un brazo y manipuló la hebilla. Notó los dedos más torpes que de costumbre, demorando ese momento hasta que se escuchó un clic y el cinturón de herramientas fue devorado por ese vacío metálico.

Estaba todavía asimilándolo cuando Jinx lo subió a la plataforma de un tirón. Fue tan brusco que le hizo daño en el hombro, pero nada más rozar con las rodillas el suelo, lo envolvió en un abrazo que lo dejó sin aliento por la sorpresa. «¿Qué…?». El joven lo sujetaba como si tuviera miedo de que volviera a caerse. Había apoyado la frente en su pecho y pudo notar su respiración acelerada por el esfuerzo.

—Eres tremendamente idiota… —susurró con cansancio.

—No haberme tirado —protestó.

—Sí, sí, ya me lo dijiste. Las quejas a mi yo del pasado, que también es idiota.

No supo qué responder, tampoco podía moverse. Estaba atrapado en ese inesperado abrazo, que reemplazaba el cansancio por un calor casi agradable.

Pasaron varios minutos. Y por fin carraspeó.

—Mi cinturón —dijo cuando Jinx alzó la cabeza. Estaba demasiado próximo y sus ojos centelleaban con el mismo brillo travieso de siempre—. ¿Cómo puedo recuperarlo?

Su rival se separó con suavidad, casi a regañadientes, y se incorporó tras sacudirse el polvo de la ropa.

—Era mentira —confesó—. Lo de que lo recuperarías. Al menos hasta donde yo sé. No lo vas a necesitar en ningún momento.

Estaba tan cansado que cerró los ojos sin llegar a decir nada. «Sabía que no podía fiarme de él», pensó. Rechazó su ayuda para levantarse y le dio la espalda. «Primero me empujas y luego me dejas sin herramientas, muy astuto».

—Abel…

—Ya te has disculpado después de ayudarme —empapó la última palabra en ironía, enfadado por aquella encerrona, pero no tan afectado como para demostrar hasta qué punto temblaba por dentro y deseaba llorar de frustración—. Ahora vuelve por tu camino y yo seguiré por el mío. No queremos más paradojas, ¿verdad?

Dio un paso adelante. Y agradeció que él no insistiera, tampoco que intentara detenerlo. Tras aquel incidente, Abel se llenó de valor para caminar veloz por las agujas y casi correr hacia la escalera. Le costó ubicarla, pero seguía entre tornillos dentados, fija en una invitación al primer piso. Llegó sin aliento, pero no se detuvo y, aferrado a la barandilla, subió los escalones.

Le temblaban las piernas, casi haciéndole perder el equilibrio, cuando llegó a un larguísimo pasillo de baldosas como un tablero de ajedrez. Y entre ellas, brillante como un obsequio, había un destornillador plateado que parecía esperarlo.

TAC

Jinx se tensó al escuchar un repiqueteo desacompasado. La acústica de aquel entramado de pasadizos, callejones obstruidos y paredes cegadas por cortinajes hacía que sonara a ratos distante, a ratos demasiado próximo. El joven se olvidó de buscar averías y aguzó el oído. Eran pisadas, lo supo sin atisbo de duda, y aunque en la torre solo estaban ellos dos, durante un momento se preguntó qué Abel sería. No podía dejar de recordar ese otro que parecía irreal, en esa sonrisa pícara que le había desarmado; en su descaro al robarle y ese toque desenfadado en la postura, la ropa y hasta el pelo revuelto.

Pero al precipitarse por una esquina, se encontró con el Abel auténtico, el de las ojeras bajo los ojos grises, el pelo negro cortado casi con regla y ese incómodo uniforme abotonado hasta el cuello; el de la piel tan pálida como si llevara días sin ver la luz de sol, el que no decía nada, pero fruncía el ceño, entrecerraba los ojos y torcía los labios al verlo.

Y ese silencio era casi más estridente y molesto que si le gritase lo que estuviera pensando.

Los dos se observaron, obstaculizándose el camino y sin intención de apartarse. Jinx todavía pensaba en el ladronzuelo, aunque no entendía de dónde nacía tanto interés. Se contuvo para no estirar el brazo y revolverle el pelo al joven. «Le sentaría mucho mejor», pensó mientras escondía las manos en los bolsillos. Consciente de que estaban atascados en un punto muerto, le dio la espalda y regresó a su búsqueda de averías. No llevaba ni dos pasos cuando escuchó su voz irritada.

—¿No vas a decirme nada?

Se giró un poco, lo justo para descubrir que se había cruzado de brazos y le fulminaba con la mirada.

—¿El qué?

—¿Quizás una disculpa?

Jinx abrió la boca sin saber qué responder, hasta que recordó el empujón en el vestíbulo de engranajes. Se encogió de hombros y sacudió la cabeza, restándole importancia.

—Era solo una broma.

—¿Solo? —repitió con tono incrédulo—. Me podría haber matado.

—No seas tan exagerado, estás aquí y perfectamente.

Abel apretó aún más los labios. Sus ojos parecían decir: «Y no gracias a ti». Pero por algún motivo, no lo exteriorizó en voz alta. Aunque el joven no le gustaba, solía beneficiarse de su exagerado silencio y esa costumbre suya de no decir más de lo necesario y sin gritar casi nunca. Al igual que durante otros tantos encontronazos en la Academia, Abel evitaba el conflicto, aunque eso no implicase que luego lo olvidara.

Y por eso era tan divertido picarle.

—Bueno, se acabó la distracción, me voy a seguir trabajando. —Se despidió de él con un brazo—. Chao, no te distraigas mucho.

—Pero si eres tú el que me distraes —masculló.

Jinx contuvo una risilla traviesa y se alejó con un par de zancadas. Avanzaba rápido porque quería perderlo de vista, aunque lo hizo con los ojos muy abiertos, pendiente de las paredes, sin dejar de buscar esa diferencia entre blancos y rojos.

Se detuvo al escuchar un bufido que sonó casi a una carcajada. Al girarse descubrió que Abel se había llevado una mano a la boca y reía en silencio.

—¿Qué? —le espetó.

El joven alzó la cabeza y durante una milésima de segundo, un destello burlón en sus ojos le recordó a ese doble suyo más descarado.

—Menuda manera de trabajar. ¿Sabes que acabas de pisotear la avería?

Quizás era otra broma para devolverle la suya. Jinx entrecerró los ojos y observó el suelo del pasillo. Era el mismo diseño de cuadrados blancos y negros, que mareaban si se fijaba mucho en ellos. No vio nada extraño y eso hizo que Abel se burlara con otro bufido. El joven notó un escalofrío que le nacía del pecho y se deslizaba por su espalda. Sabía reconocer los insultos escondidos en aquel silencio, porque ya los había escuchado antes, porque todos lo pensaban, aunque luego le sonrieran.

Abel era un auténtico estudiante de la Academia, él ese discípulo travieso amparado por la profesora Salina Entrerríos.

Pero estaba acostumbrado, así que se cruzó de brazos y escondió sus inseguridades tras una sonrisa deslumbrante.

—Muy bien, listillo, ¿dónde está?

Su rival se adelantó con pasos cautos y la mirada fija en el suelo.

—El patrón se tuerce en esa esquina. Hay dos cuadrados negros juntos, uno de ellos tendría que ser blanco.

Al seguir sus indicaciones, Jinx descubrió el cuadrado anómalo. Era tan pequeño que se confundía con el colindante. Se agachó y lo palpó como si hubiera regresado a un taller de cachivaches rotos. Cuando Abel lo alcanzó, ya lo había levantado desvelando unas entrañas metálicas, de cables retorcidos, cadenas anudadas y arandelas sin girar.

Con un vistazo reconoció los trece errores que se apiñaban en un espacio minúsculo y enseguida supo cómo resolverlos. Se pasó la lengua por los labios mientras abría la riñonera. Había perdido el destornillador plateado, pero no era la única de sus herramientas. Estaba acostumbrado a contar con pocos recursos, así que se las apañaría sin ella.

—¿Qué haces? —le increpó Abel—. Yo lo he descubierto, yo debería arreglarlo.

No lo dijo, pero se intuía que desconfiaba de sus habilidades.

—¿Con qué? —Tras un vistazo corroboró que el joven no tenía herramientas—. ¿Qué ha sido de tu cinturón?

El chico volvió a apretar los labios y le fulminó con la mirada.

—Ya lo sabrás —le replicó, con voz seca y más cortante que el acero de los engranajes.

«¿Pero ahora qué mosca le ha picado?». Jinx sacudió la cabeza.

—Es igual. Tú lo has encontrado, yo lo arreglo. Es un buen trabajo en equipo.

—Tú no sabes trabajar en equipo.

Tuvo que morderse la lengua para no decirle nada. «¿Y tú sí? En la Academia siempre te he visto solo. Se rumorea que eres marimandón, gruñón y desagradable. Odias trabajar con los demás, ya me gustaría a mí tener esa oportunidad».

—Sin herramientas, pues no sé qué vas a hacer, la verdad —ironizó—. ¿Te lo han explicado en alguna optativa? ¿O es uno de esos trucos secretos que solo compartís entre estudiantes honoríficos? ¿O quizás a base de empollar has desarrollado poderes?

Abel puso los ojos en blanco.

—Esperaba que me prestaras las tuyas, ya que las he perdido en primer lugar por tu culpa.

—Tú das muchas cosas por hecho. —Tomó aire. Trabajar juntos iba a ser más complicado que todo lo que había supuesto y de las advertencias de Salina—. Hagamos un trato: déjame intentarlo. Si fallo, tú lo completas, ¿te parece bien?

El joven sospesó su propuesta sin decir nada y con una expresión de disgusto tan exagerada que durante unos segundos Jinx sospechó que la rechazaría. Ya estaba valorando un segundo plan, cuando Abel asintió. Se incorporó a regañadientes y apoyó la espalda contra la pared.

—Muy bien, demuéstrame lo que puedes hacer.

Y él aceptó el reto con una sonrisa de tiburón. Estaba tan acostumbrado a esa presión que enderezó la espalda y se centró en las averías sin que le temblara el pulso. Si cerraba los ojos, incluso podía imaginar que se encontraba en un taller y era Salina la que le examinaba desde la otra punta de la mesa.

—Son trece, al menos en principio —dijo con el mismo tono exuberante ante un reto. Cuidó sus palabras, pues quizás había más y no quería equivocarse al clasificarlas.

Abel se mantuvo callado. Tras un vistazo fugaz comprobó que se escondía tras una expresión hueca, que no celebraría ningún éxito ni se burlaría de él en caso de que fallara. Solo que no iba a fallar. Tras apartarse un par de pelos de la frente, Jinx corrigió los errores más sencillos. Algunos recordaban a ejemplos clásicos de un libro de texto y los eliminó sin siquiera parpadear. Mientras trabajaba, recordó los consejos de Salina: «Te pierden los retos, pero tienes que ser paciente. Debes solucionar primero siempre lo más fácil y dedica el resto de tu tiempo a los problemas más complejos». Ahí era especialmente importante: cualquier error que manipulasen de la torre afectaría al tiempo de Íleon. Toquetear la tuerca equivocada podría congelar una noche, o desactivar un cable quizás desataría una tormenta en bucle. Así que Jinx manipuló lo mínimo posible. Al juntar un sistema que se había separado se hizo un pequeño corte en el dedo. Tras mascullar una queja, siguió trabajando mientras la sangre goteaba sobre la maquinaria.

—Creo que ya está —dijo al cabo de un rato.

Habían sido trece errores, ninguno más complic

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