Envenenada

Jennifer Donnelly

Fragmento

envenenada-4

PRÓLOGO

Érase una vez, hace mucho tiempo y más, una muchacha que entró en el Bosque Oscuro a lomos de su caballo.

Tenía los labios del color de las cerezas maduras; la piel, tan suave como la nieve recién caída; y el pelo, tan oscuro como la medianoche.

Los altos pinos susurraban y suspiraban al verla pasar bajo ellos con el cazador de la reina a su lado. Los cuervos, posados en lo más alto de las ramas, abrían y cerraban sus ojillos negros.

Cuando el día ya clareaba, el cazador señaló un estanque y le dijo a la muchacha que debían desmontar para dar de beber a los caballos. Ella lo hizo, y ambos caminaron juntos. Perdida en sus pensamientos, no oyó el suave roce de una daga al salir de su funda. No vio que el cazador alzaba el rostro para contemplar el alba ni atisbó la angustia que se le asomaba a los ojos.

La muchacha dejó escapar un grito ahogado cuando el cazador le apoyó una de sus enormes manos en la estrecha espalda para acercársela. La joven buscó la mirada del cazador con sus ojos grandes y perplejos. No tenía miedo, todavía no. Apenas sintió nada cuando la hoja se le clavó entre las costillas, solo una ligera presión y después un estallido de calor, como si se le hubiera derramado el té en el vestido.

Pero entonces llegó el dolor, desgarrador y ardiente.

La muchacha echó la cabeza atrás y gritó. Un ciervo, sobresaltado, salió corriendo de entre la maleza. Los cuervos alzaron el vuelo y batieron las alas como locos.

El cazador era hábil. Era rápido. Había destripado mil venados. Unos cuantos cortes expertos con un cuchillo tan afilado que podría pelar el azul del cielo, y atravesó las delicadas costillas y cercenó carne y venas.

La chica dejó caer la cabeza hacia atrás. Le cedieron las piernas. El cazador la depositó con cariño en el suelo y se arrodilló a su lado.

—Perdonadme, mi querida princesa. Perdonadme —le suplicó—. Este vil acto no ha sido idea mía, sino orden de la reina.

—¿Por qué? —preguntó la muchacha con su último aliento.

Pero el cazador, con lágrimas en los ojos, no podía hablar. Había terminado su horrenda tarea y se había puesto en pie. Al hacerlo, la joven obtuvo su respuesta, puesto que lo último que vio antes de cerrar los ojos fue su corazón, pequeño y perfecto, en las temblorosas manos del cazador.

En el bosque, los pájaros han guardado silencio. Los animales permanecen inmóviles. La penumbra todavía resiste bajo los árboles. Y, en el frío suelo, una muchacha yace moribunda, con un tosco agujero rojo allá donde antes estaba su corazón.

«¡Que cuelguen al cazador! —gritas—. ¡Que quemen a la reina malvada!».

¿Quién podría culparte?

Pero has pasado por alto al verdadero villano.

Es normal. Se trata de alguien sigiloso y taimado que aparece cuando estamos solos. Permanece entre las sombras y susurra su veneno. Sus palabras van cayendo, gota a gota, en las cámaras más pequeñas y oscuras de tu corazón.

Crees conocer esta historia, pero solo sabes lo que te han contado.

«¿Quién eres? ¿Cómo has averiguado todo esto?», preguntas, y con toda la razón.

Soy el cazador. Ahora estoy muerto, pero eso no importa. Los muertos hablan. Con lenguas ennegrecidas por el tiempo y los remordimientos. Si prestas atención, nos oirás.

Dirás que no son más que historias. Cuentos de hadas. Que es todo fantasía. Pero en el Bosque Oscuro pasan más cosas de las que te puedas imaginar, y hay que ser muy poco avispado para llamarlas fantasías.

Las ancianas dicen que no hay que salirse del camino, que no hay que entrar en el bosque.

Sin embargo, un día tendrás que internarte en sus oscuras frondas y descubrir lo que allí te espera.

Porque, si no lo haces, tarde o temprano irá a por ti.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos