Kate y sus hermanas (Kate y sus hermanas 1)

Jessica Spotswood

Fragmento

cap-1

1

Nuestra madre también era bruja, pero lo ocultaba mejor.

La echo de menos.

No pasa un solo día que no añore sus consejos, sobre todo en lo que concierne a mis hermanas.

Tess corre delante de mí en dirección a la rosaleda, nuestro santuario, nuestro único lugar seguro. Sus zapatos resbalan sobre los adoquines, y la capucha de su capa gris se desliza para desvelar unos rizos rubios. Me vuelvo hacia la casa. El reglamento de los Hermanos prohíbe a las chicas salir de casa sin capa, y no está bien visto que una señorita corra. No obstante, los altos setos impiden que podamos ser vistas desde la casa. Tess está a salvo.

Por el momento.

Me espera dando puntapiés a las hojas caídas de un arce.

—Detesto el otoño —protesta, mordiéndose el labio con sus dientes perlinos—. Es tremendamente triste.

—A mí me gusta. —El aire fresco de septiembre, los cielos intensamente azules, la mezcla de naranjas, rojos y dorados, me llenan de energía. Si de la Hermandad dependiera, probablemente se prohibiría el otoño. Es demasiado bello. Demasiado sensual.

Tess señala las clemátides que trepan por el enrejado. Tienen los pétalos marrones y frágiles, y las fatigadas cabezas inclinadas hacia el suelo.

—¿Lo ves? Todo agoniza —asegura con tristeza.

Me percato de sus intenciones un segundo antes de que actúe.

—¡Tess! —aúllo.

Demasiado tarde. Afila sus ojos grises, y un instante después es verano.

Tess es una lanzadora de conjuros avanzada para sus doce años, mucho más avanzada de lo que yo era a su edad. Las cabezas moribundas de las clemátides se levantan, lozanas, blancas y cautivadoras. De los robles brotan hojas nuevas. Magníficas peonías y azucenas se vuelven hacia el sol celebrando su resurrección.

—Teresa Elizabeth Cahill —digo entre dientes—, deshaz el conjuro.

Con una sonrisa encantadora, se acerca a los lirios naranjas para aspirar su perfume.

—Solo unos minutos. El jardín está más bonito así.

—Tess. —Mi tono no admite discusión.

—¿De qué nos sirve todo esto si no podemos utilizarlo para embellecer las cosas?

En mi opinión, «todo esto» nos sirve de bien poco. Ignoro su pregunta.

—Ahora mismo. Antes de que la señora O’Hare o John salgan de la casa.

Tess murmura un conjuro reverto. Supongo que lo hace para que no me enfade. Ella, a diferencia de mí, no necesita pronunciar los conjuros en alto.

Las clemátides desfallecen, las hojas vuelven a crujir bajo nuestros pies, y las impatiens se desmoronan. Tess no parece muy contenta, pero por lo menos me hace caso. No puedo decir lo mismo de Maura.

Unos pasos retumban sobre los adoquines a nuestra espalda. Es un andar presto y pesado, propio de un hombre. Me giro con rapidez sobre los talones para enfrentarme al intruso. Tess se arrima un poco más a mí, y reprimo el impulso de rodearla con el brazo. Es menuda para su edad, pero si por mí fuera la mantendría siempre así. Una niña extraña y bonita está más segura que una mujer extraña y bonita.

John O’Hare, nuestro cochero y hombre para todo, rodea atropelladamente el seto.

—Su padre quiere verla, señorita Kate —resopla, con las mejillas barbudas enrojecidas—. En el estudio.

Sonrío cortésmente al tiempo que me introduzco un mechón de pelo descarriado bajo la capucha.

—Gracias.

Espero a que se haya marchado y me vuelvo hacia Tess para cubrirle los rizos con la capucha y sacudirle el polvo de las puntillas raídas de su vestido. El corazón me late deprisa. Si John O’Hare hubiera llegado dos minutos antes, si se hubiera tratado de nuestro padre o de los Hermanos haciéndonos una visita inesperada, ¿cómo habríamos explicado el renacer de este rincón del jardín?

No habríamos podido. Ha sido magia, pura y dura.

—Vamos a ver qué desea padre. —Intento que mi tono suene desenfadado, pero las reuniones inesperadas me ponen nerviosa. Padre regresó de New London hace solo unos días. ¿Tiene intención de volver a dejarnos tan pronto? Con el paso de los años sus temporadas en casa son cada vez más breves.

Tess contempla con pesar el camino adoquinado que desemboca en la rosaleda.

—Entonces ¿hoy no practicamos?

—¿Después de tu exhibición? Ni hablar. —Meneo la cabeza—. Haberlo pensado antes.

—Nadie podía vernos desde la casa, Kate. Estábamos detrás de los setos. Lo habríamos oído. Hemos oído llegar a John.

Frunzo el entrecejo.

—Nada de magia fuera de casa salvo en la rosaleda. Así nos lo enseñó madre. Creó esas normas para mantenernos a salvo.

—Lo sé. —Tess suspira.

Sus hombros delgados se hunden. Detesto haberle arrebatado esa pequeña alegría. A su edad yo adoraba correr por los jardines y supongo que también era descuidada con mi magia. Así y todo, tenía a madre para cuidar de mí. Ahora he de hacerles de madre a Tess y a Maura, e ignorar a la chica salvaje que todavía patalea en mi corazón suplicando que la deje salir.

Encabezo la vuelta a casa, y atravesamos la cocina después de colgar nuestras capas en el perchero de madera. La señora O’Hare está inclinada sobre una olla en la que borbotea su espantosa sopa de pescado, tarareando un fragmento de un viejo himno de iglesia y moviendo su testa de rizos grises al ritmo de la música. Al vernos sonríe y señala una pila de zanahorias encima de la mesa. Tess se lava las manos y procede a trocearlas. Le encanta trajinar en la cocina, cortar en cubitos, mezclar y mesurar. No es propio de las chicas de nuestra clase, pero hace tiempo que la señora O’Hare dejó de luchar con nosotras.

La pesada puerta de roble del estudio de padre está entornada. Padre se encuentra sentado a su mesa, con los hombros rendidos de agotamiento, como si lo que más deseara en este mundo fuera echar una cabezada. Aun así una pila de tomos encuadernados en piel descansa sobre la mesa, y no me cabe duda de que cuando acabemos con nuestro asunto regresará de inmediato a ellos. Y cuando haya terminado con estos, habrá docenas más en los estantes listos para ocupar su lugar. Padre es un hombre de negocios, sí, pero ante todo es un estudioso.

Llamo a la puerta con los nudillos y espero autorización para entrar.

—John me ha dicho que quieres hablar conmigo.

—Entra, Kate. La señora Corbett y yo hemos pensado que deberías tener la oportunidad de dar tu opinión sobre nuestro nuevo proyecto, puesto que os afecta a ti y a tus hermanas. —Padre señala el sofá rojo de felpa donde la señora Corbett está sentada como una araña oronda, tejiendo sus pequeños y serviciales planes.

—¿«Nuevo proyecto»? —repito, acercándome al escritorio.

A la señora Corbett le interesábamos muy poco antes de que madre muriera, pero desde entonces derrocha amables consejos. Su última sugerencia fue enviarme a un colegio-convento dirigido por las Hermanas. Tuve que imponerme a padre y modificarle la memoria para que no me obligara a ir. Solo recuerda haber decidido que no era una buena idea enviarme interna habiendo perdido tan recientemente a mi madre.

Invadir la mente de padre es lo más perverso que he hecho jamás. Pero era necesario. ¿Cómo iba a cumplir la promesa de cuidar de mis hermanas si estaba en New London? Es un viaje de dos

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