Sola
Siento la dulzura del café especiado en la lengua: lleva una buena cucharada de miel, tal y como siempre lo pide Crescentia.
Estamos sentadas en el pabellón, como otras miles de veces, con humeantes tazas de porcelana en las manos para protegernos del frío aire vespertino. Durante un momento todo está igual que siempre: compartimos un cómodo silencio que flota en el aire oscuro que nos rodea. He echado de menos charlar con ella, pero también he echado de menos esto: el poder sentarnos juntas sin necesidad de llenar la quietud con conversaciones triviales.
Qué tontería. ¿Cómo voy a extrañar a Cress si la tengo sentada aquí delante?
Ella se ríe como si pudiera leerme la mente y deja la taza sobre el platillo con un repiqueteo que me hiela los huesos. Se inclina sobre la mesa recubierta de oro para sostener la mano que tengo libre entre las suyas.
—Oh, Thora —dice, entonando mi nombre falso como si de una melodía se tratase—. Yo también te he echado de menos. Pero la próxima vez no lo haré.
Antes de que me dé tiempo a comprender sus palabras, la luz cambia, el sol empieza a brillar más y más hasta que mi amiga queda totalmente iluminada. Cada horrible centímetro de su ser queda expuesto ante el resplandor: el cuello negro y carbonizado debido al Encatrio que hice que le sirvieran, el pelo blanco y quebradizo y los labios grises, como el sucedáneo de corona que yo solía lucir.
Las piezas encajan en mi mente y me siento abrumada por el miedo y la culpa. Recuerdo lo que le hice y recuerdo por qué. Recuerdo su rostro colmado de rabia al otro lado de los barrotes de mi celda; recuerdo que me dijo que aclamaría mi muerte. Recuerdo que los barrotes ardían donde ella los había tocado.
Intento apartar la mano, pero ella me la apresa con rapidez, y afila su sonrisa de princesa de cuento, mostrando unos colmillos manchados de sangre y cenizas. Su piel me quema, está incluso más caliente que la de Blaise. Es fuego contra la mía; intento gritar, pero no emito ningún sonido. Dejo de notar mi propia mano y siento alivio un solo segundo, antes de bajar la vista y ver que se ha convertido en cenizas bajo los dedos de Cress, que se ha transformado en polvo. El fuego me trepa por un brazo y desciende por el otro; se me extiende por el pecho, el torso, las piernas y los pies. La cabeza arde al final, y lo último que veo es a Cress con su monstruosa sonrisa.
—Ya está. ¿No es mucho mejor ahora? Ya nadie te confundirá con una reina.
Me despierto empapada en sudor, con las sábanas de algodón mojadas y enredadas en las piernas. El estómago me da vueltas y tengo ganas de devolver, aunque no sé si he comido suficiente para ello; anoche solo cené un poco de pan. Me siento en la cama y me pongo una mano sobre el estómago para apaciguarlo, mientras parpadeo para que se me acostumbren los ojos a la oscuridad.
Tardo un momento en comprender que no estoy en mi cama, ni en mi alcoba, ni siquiera en el palacio. Este cuarto es mucho menor, y el lecho no es más que un pequeño catre con un fino colchón, unas sábanas harapientas y un edredón. El estómago me da un vuelco hacia un lado; se mueve de una forma que me provoca náuseas, pero entonces caigo en la cuenta de que no soy yo: es la habitación la que se balancea de lado a lado. Mi estómago solo replica el movimiento.
Los acontecimientos de los últimos dos días regresan a mi mente. La mazmorra, el juicio del káiser, Elpis, muerta a mis pies. Recuerdo que Søren vino a rescatarme, y que terminó siendo él el prisionero. Pero, tan pronto como me sobreviene ese pensamiento lo aparto. Hay muchas cosas por las que me siento culpable, y tomar a Søren como rehén no puede ser una de ellas.
Recuerdo que estoy en el Humo, en dirección a las ruinas de Anglamar para empezar a recuperar Ástrea. Estoy en mi camarote, a salvo y sola, mientras Søren está encadenado en el calabozo.
Cierro los ojos y dejo caer la cabeza entre las manos, pero el rostro de Cress aparece flotando en mi mente en cuanto lo hago, con sus mejillas sonrosadas, sus hoyuelos y sus enormes ojos grises, con el mismo aspecto que la primera vez que la vi. Se me encoge el corazón al pensar en la niña que era, y en la niña que era yo, siempre pegada a sus faldas porque ella era mi única salvación en aquella pesadilla en que se había convertido mi vida. Sin embargo, esa imagen de Cress es de inmediato reemplazada por la de la última vez que la vi, con la mirada fría y colmada de odio y la piel de la garganta carbonizada y descascarillándose.
No debería haber sobrevivido al veneno. De no haberlo visto con mis propios ojos, jamás lo creería. Una parte de mí siente alivio porque siga viva, pero hay otra que jamás olvidará cómo me miró cuando prometió destruir Ástrea hasta sus mismísimos cimientos, cuando me dijo que le pediría al káiser que le dejase quedarse con mi cabeza tras mi ejecución.
Me dejo caer boca arriba y se oye un ruido sordo cuando me doy contra la delgada almohada. Estoy tan exhausta que me duele todo el cuerpo, pero mi mente es un remolino y no da muestras de querer calmarse. De todos modos, cierro los ojos con fuerza e intento apartar todos mis pensamientos sobre Cress, aunque sigue acechándome desde un segundo plano como una presencia fantasmal.
El camarote es demasiado silencioso, tanto que parece tener un sonido propio que oigo gracias a la ausencia de la respiración de mis Sombras, de sus ínfimos movimientos y de sus susurros. Es un silencio ensordecedor. Me pongo de lado, y luego me doy la vuelta para ponerme del otro. Me estremezco y me acurruco más bajo el edredón; siento el fuego del tacto de Cress de nuevo y me destapo de una patada. La manta cae al suelo, arrugada.
No conseguiré dormir. Salgo de la cama, busco la gruesa capa de lana que Veneno de Dragón dejó en mi camarote y me la echo sobre el camisón. Es demasiado grande para mí; me llega a los tobillos, como un saco sin forma, pero es calentita. Está deshilachada y la han remendado tantas veces que dudo que quede nada de la capa original, pero aun así la prefiero a los vestidos de fina seda que el káiser me obligaba a ponerme.
Como siempre, pensar en él hace que se me encienda una llama de furia en las entrañas que me convierte la sangre en lava y hace que me arda el cuerpo entero. Es una sensación que me asusta, pero al mismo tiempo me resulta placentera. Blaise me prometió que sería yo quien encendería el fuego que convierta al káiser en cenizas, y no creo que esta sensación se apague hasta que lo consiga.
A salvo
Los pasillos del Humo están desiertos y silenciosos; no se ve ni un alma. El único sonido son unos ligeros pasos en la planta superior y el estruendo amortiguado de las olas al romper contra el casco. Doblo la esquina de un pasillo y luego de otro, buscando una forma de subir a cubierta, antes de darme cuenta de que estoy perdida sin remedio. Creí haberme hecho una idea firme del plano del barco cuando Veneno de Dragón me lo mostró ayer por la tarde, pero a estas horas parece un lugar totalmente distinto. Echo un vistazo detrás de mí, segura de atisbar el movimiento fugaz de una de mis Sombras, antes de recordar que no están aquí. Aquí no hay nadie más.
Durante diez años, la presencia de otros fue una carga perpetua sobre mis hombros, una carga que me asfixiaba. Ansiaba el día en el que por fin pudiera quitármelas de encima y estar sola; sin embargo, ahora hay una parte de mí que extraña su constante compañía. Con ellas, al menos, no me perdería.
Después de doblar unas cuantas esquinas más, por fin encuentro unas empinadas escaleras que llevan a cubierta. Los desvencijados escalones crujen mientras los subo despacio, aterrorizada porque alguien me oiga y venga a por mí. He de recordarme que ya no tengo que esconderme: soy libre de pasearme por donde me plazca.
Abro la puerta y la brisa marina me sopla en el rostro y me azota el cabello en todas direcciones. Me lo aliso con una mano para apartármelo de los ojos y con la otra me apretujo más contra la capa. Hasta que el aire fresco no me entra en los pulmones no me doy cuenta de lo enrarecido que estaba el del interior del barco.
Algunos miembros de la tripulación están trabajando; solo el personal mínimo para que el Humo no naufrague o se desvíe de su curso en mitad de la noche. Sin embargo, todos están tan concentrados en su trabajo y tan fatigados que apenas reparan en mí.
Hace frío, especialmente con el viento tan feroz que sopla en mar abierto. Me cruzo de brazos mientras me dirijo a la proa de la embarcación.
Quizá todavía me esté acostumbrando a la soledad, pero creo que nunca me cansaré de esto: el cielo abierto a mi alrededor. Sin muros, sin límites; solo el aire, el mar y las estrellas. El firmamento está plagado de ellas; hay tantas que es difícil fijarse en una en particular. Artemisia me contó que los navegantes las usan para dirigir el barco, pero no entiendo cómo lo hacen. Hay demasiadas estrellas para que los guíen.
La proa no está tan desierta como esperaba. Hay una figura solitaria de pie junto a la barandilla, cerca de la punta, que observa el océano con los hombros caídos. Sé que es Blaise antes incluso de acercarme lo necesario para distinguir sus facciones: es la única persona que he conocido que puede encorvarse sin perder esa frenética energía que lo caracteriza.
Aliviada, acelero para llegar hasta él.
—Blaise —lo llamo, tocándole el brazo. El calor de su piel y el hecho de que esté despierto a estas horas me preocupan, hacen que mis pensamientos se desvíen en más direcciones todavía, pero me niego a permitírmelo. Ahora no. Ahora solo necesito a mi más viejo amigo.
Se vuelve hacia mí, sorprendido, y sonríe, aunque de forma más vacilante de lo que acostumbra.
No hemos hablado desde que hemos subido a bordo esta tarde, y, para ser sincera, parte de mí temía este momento. Él debe de saber que he intercambiado nuestras tazas mientras veníamos hasta aquí para darle mi té, que él mismo había mezclado con una poción para dormir para mí. Debe de saber por qué lo he hecho, y no es una conversación que me apetezca tener ahora.
—¿No podías dormir? —me pregunta, y mira a nuestro alrededor antes de mirarme a mí. Abre la boca, pero la vuelve a cerrar. Se aclara la garganta y dice—: A veces no es fácil acostumbrarse a dormir en un barco. Entre el balanceo y el sonido de las olas...
—No es eso —lo interrumpo. Quiero contarle mi pesadilla, pero ya imagino cuál sería su respuesta: «Solo ha sido un sueño —diría—. No era real. Cress no está aquí y no puede hacerte daño.»
Y, por cierto que sea, no parezco capaz de creérmelo. Además, no quiero que Blaise sepa que Cress no abandona mis pensamientos, ni que me siento culpable por lo que le hice. Para Blaise está muy claro: ella es el enemigo. No comprendería que me sienta culpable y, sin duda, tampoco esa nostalgia que se me ha enraizado en las entrañas. No sería capaz de entender lo mucho que la extraño, pese a todo lo sucedido.
—No te conté lo de Veneno de Dragón —admite al cabo de un instante, sin ser capaz de mirarme—. Tendría que haberte advertido. No debió de ser una sorpresa agradable conocer a una desconocida con el rostro de tu madre.
Me apoyo en la barandilla a su lado y ambos miramos cómo las olas lamen el casco del barco.
—Probablemente me lo habrías contado si no hubiese intercambiado nuestras tazas de té —puntualizo.
Se queda un momento en silencio; el único sonido que se oye es el del mar.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunta en voz baja, como si no estuviese seguro de querer saber la respuesta.
Yo tampoco estoy segura de querer dársela, pero hay una parte de mí que sigue aferrada a la esperanza de que se eche a reír y me diga que me equivoco.
Respiro hondo antes de responder.
—Antes de que nos marchásemos de Ástrea, cuando Erik me explicó lo que eran los berserkers, también mencionó los síntomas —admito con calma. Blaise se pone tenso, pero no me mira ni me interrumpe, así que continúo—: Me dijo que a medida que el mal de la mina empeora, la piel se les calienta y empiezan a perder el control sobre sus dones. Me dijo que no duermen.
Blaise exhala de forma temblorosa.
—No es tan sencillo —responde en voz baja.
Sacudo la cabeza para aclararme, y luego me aparto de la barandilla y me cruzo de brazos.
—Tú fuiste bendecido —le digo—. Por eso sobreviviste a la mina, por eso has sobrevivido durante años después de abandonarla. No puedes tener... —No consigo pronunciarlo. «El mal de la mina.» Es solo un término, unas pocas palabras, todas ellas inofensivas por sí solas. Sin embargo, juntas son mucho más graves.
Anhelo que me diga que tengo razón, que por supuesto que no se trata del mal de la mina, que de ningún modo es mortal. Pero no contesta. Sigue paralizado, encorvado y con los codos apoyados en la barandilla, y se agarra las manos con fuerza.
—No lo sé, Theo —admite al fin—. No creo que... esté enfermo —dice, también incapaz de pronunciar «mal de la mina»—. Pero tampoco he sentido nunca que haya sido bendecido.
La confesión es un susurro que se pierde en el aire nocturno, que nunca deberá ser pronunciado de nuevo. Me pregunto si es la primera vez que lo dice en voz alta. Le acaricio el hombro y lo obligo a mirarme, poniéndole la mano sobre la cicatriz de la mejilla, la marca que Glaidi le dejó junto con su don.
—He visto lo que eres capaz de hacer, Blaise —le recuerdo—. Glaidi te bendijo, estoy convencida. Tal vez tu poder sea distinto al de los otros Guardianes, pero no es... no es eso. Es algo más. Tiene que haber algo más.
Durante un segundo parece querer discutírmelo, pero luego pone su mano sobre la mía y la deja ahí. Intento ignorar el calor de su piel.
—¿Por qué no podías dormir? —me pregunta.
No puedo hablarle de mi pesadilla, pero tampoco mentirle. Me decido por algo intermedio, por una verdad a medias.
—No puedo dormir sola —contesto, como si fuese así de simple. Ambos sabemos que no lo es.
Espero a que me juzgue, a que me diga que es ridículo y que no debería echar de menos que mis Sombras vigilasen cada uno de mis movimientos. Pero, por descontado, no lo hace. Sabe que no me refiero a eso.
—Yo me acostaré contigo —se ofrece, antes de darse cuenta de lo que acaba de decir. Está demasiado oscuro para saberlo, pero creo que se le han puesto las orejas coloradas—. Quiero decir... bueno, ya sabes lo que quiero decir. Puedo estar contigo, si eso ayuda.
Esbozo una tímida sonrisa.
—Creo que sí ayudará —respondo y, como no puedo resistirme, no me detengo ahí—. E incluso dormiría mejor si tú también lo intentases.
—Theo... —dice con un suspiro.
—Ya lo sé —contesto—. No es tan sencillo. Pero ojalá lo fuera.
Mientras Blaise y yo nos dirigimos a mi camarote, siento los ojos de la tripulación sobre nosotros. Me imagino la impresión que da que los dos vayamos paseando juntos a estas horas: al alba todos murmurarán que Blaise y yo somos amantes. Preferiría que la gente no comentase nada sobre mí, pero no estaría mal que ese rumor eclipsara el que circula sobre Søren y yo.
Este rumor sería mejor porque la tripulación apoyaría de mil amores un romance entre Blaise y yo, aunque sea solo porque es astreano. Y cuanto más apoyo tenga de la tripulación, mejor. No puedo evitar recordar lo despectiva que Veneno de Dragón fue conmigo cuando subí a bordo. Me habló como si fuese una niña perdida en lugar de una reina. Su reina. Y me preocupa que vaya a peor.
Me obligo a no dejar que mis pensamientos vayan por ese camino. ¿Cuándo me he convertido en una persona tan manipuladora? Siento algo por Blaise y sé que él también siente algo por mí, pero eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza. He ido directa a las intrigas, a ver cómo podía utilizarlo para mi beneficio en el terreno político. ¿Desde cuándo soy así?
Pienso igual que el káiser. Me estremezco al caer en la cuenta.
Blaise lo nota.
—¿Estás bien? —me pregunta mientras abro la puerta del camarote y le hago un gesto para que entre.
Me vuelvo para mirarlo y aparto la voz del káiser de mi mente. No pienso en quién nos habrá visto entrar, ni en el qué dirán, ni en cómo puedo usar todo eso en mi beneficio. No pienso en la conversación que acabamos de tener. Solo pienso en nosotros, en que estamos juntos y a solas en una habitación.
—Gracias por quedarte conmigo —le digo, en lugar de responder a su pregunta.
Él sonríe un instante y aparta la vista.
—Eres tú quien me está haciendo un favor a mí. Me ha tocado compartir literas con Heron y ronca tanto que podría despertar al barco entero.
Me echo a reír.
—Me tumbaré en el suelo mientras duermes —ofrece.
—No —repongo, sorprendiéndome a mí misma.
Me mira con los ojos un poco más abiertos. Parece que nos vayamos a quedar aquí paralizados y envueltos en este silencio incómodo durante siglos, así que soy yo quien lo rompe. Doy un paso hacia él y le cojo la mano.
—Theo —dice, pero lo acallo con un dedo sobre sus labios, antes de que lo estropee todo con advertencias que no quiero oír.
—Solo... abrázame —le pido.
Suspira, y sé que va a decir que no, que debería mantener las distancias porque ya no soy su amiga de la infancia. Soy su reina, y eso lo complica todo. Así que juego mis cartas y utilizo un truco barato, uno al que sé que no podrá negarse.
—Me sentiré más segura, Blaise. Por favor.
Su mirada se suaviza y sé que ya lo he convencido. Sin decir una palabra, dejo caer la mano de sus labios y lo atraigo hacia mí, hacia la cama. Encajamos a la perfección; me rodea con los brazos y su cuerpo se acopla al mío. Incluso aquí, en el mar, huele al fuego de la chimenea y a especias. Huele a casa. Su piel está ardiendo, pero intento no pensar en ello. En lugar de eso, siento cómo sus latidos resuenan en mi cuerpo y se acompasan con los míos, y dejo que me arrullen hasta que me quedo dormida.
La familia
Cuando me despierto, Blaise ya no está. La habitación está helada sin él. En la almohada, junto a mi cabeza, me ha dejado una nota:
Esta mañana tenía turno de limpieza. Nos vemos esta noche.
Tuyo,
BLAISE
«Tuyo». Mientras intento alisar mi pelo encrespado y mis ropas arrugadas para tener un aspecto presentable, no dejo de dar vueltas a esa palabra. En otra vida habría bastado para que sintiese mariposas en el estómago, pero ahora me afecta de forma negativa. Tardo un rato en descubrir por qué: es la misma fórmula que usaba Søren al despedirse en sus cartas.
Intento no pensar demasiado en él. Está vivo y a salvo y eso es lo único que puedo hacer por él en este momento. Es más de lo que merece después de lo que hizo en Vecturia, después de mancharse tanto las manos de sangre que nunca volverán a estar del todo limpias.
«¿Y qué hay de tus manos?», susurra una voz en mi mente. Se parece a la de Cress.
Me pongo unas botas que me ha dado Veneno de Dragón. Son de un número más y hacen un ruido sordo cuando camino, pero no me puedo quejar, sobre todo teniendo en cuenta que, a diferencia de Blaise, no se me ha asignado ninguna tarea en el barco. Ayer, cuando Veneno de Dragón me lo enseñó, me explicó que todo el que iba a bordo tenía un trabajo diario para ganarse el pan. A Heron le han dado un turno diario en las cocinas y Artemisia tendrá que ocuparse de las velas durante unas horas cada día. Incluso los niños se encargan de trabajos sencillos como servir el agua durante las comidas o hacer recados para la capitana.
Yo le pregunté qué podía hacer para ayudar, pero ella solo sonrió y me dio unos golpecitos condescendientes en la mano.
«Sois nuestra princesa. Eso es lo único que necesitamos de vos.»
«Soy vuestra reina», quise replicar, pero no conseguí que mis labios formasen las palabras.
Cuando salgo a cubierta, me sorprendo al ver que un sol cegador brilla en lo alto del cielo. ¿Cuántas horas habré dormido? Debe de ser casi mediodía, y el barco es un hervidero de actividad. Busco algún rostro conocido en la concurrida cubierta, pero lo único que encuentro es un océano de extraños.
—Majestad —saluda un hombre, e inclina la cabeza mientras pasa por mi lado a toda prisa con un cubo de agua. Abro la boca para contestar, pero, antes de que lo haga, una mujer me hace una reverencia y repite la misma palabra.
Al cabo de un rato llego a la conclusión de que lo mejor es responder con una sonrisa y un asentimiento.
Cruzo la cubierta asintiendo, sonriendo y buscando a algún conocido, pero en cuanto encuentro un par de ojos que me resultan familiares desearía no haberlo hecho.
La madre de Elpis, Nadine, está bajo la vela principal, con un trapo en la mano para fregar la cubierta. Sin embargo, ahora está de pie, paralizada, con el trapo suspendido y goteando agua gris. Sus ojos están clavados en los míos, pero su rostro permanece inexpresivo. Se parece tanto a su hija que la primera vez que la vi me quedé de piedra. Tiene la misma cara redonda y los mismos ojos oscuros y hundidos.
Cuando anoche, tras visitar el barco junto a Veneno de Dragón, le conté lo que le había ocurrido a Elpis, dijo lo que tenía que decir, pese a que lo hizo entre lágrimas. Me dio las gracias por haber intentado salvar a su hija, por haber sido una amiga para ella y por haber jurado vengarme del káiser. Sin embargo, sus palabras sonaron vacías; hubiese preferido que me vituperara, que me acusara de haberla matado yo misma. Creo que oír a alguien dar voz a mis propios pensamientos de culpa habría sido un alivio.
Aparta la vista de mí y vuelve a concentrarse en la limpieza. Frota la cubierta con tanta fuerza que parece que quiera agujerearla.
—Theo —me llama una voz desde atrás, y agradezco tanto la distracción que tardo un instante en darme cuenta de que es Artemisia.
Está de pie contra la barandilla de la embarcación, vestida con un atuendo parecido al mío (unos pantalones marrones y una camiseta blanca de algodón) aunque a ella le queda mejor, como si fuese algo que lleva por elección propia y no porque no hay otra opción. Está de cara al agua con los brazos extendidos, pero me mira a mí. Lleva el pelo suelto alrededor de los hombros, una melena blanca, ondulada y despeinada cuyas puntas son de un llamativo azul cerúleo. Lleva la horquilla con Gemas de Agua que le robé a Crescentia prendida en el cabello, y las piedras azul oscuro brillan bajo la luz del sol. Sé que su pelo le hace sentir insegura, así que intento no quedarme mirándolo, aunque no es tarea fácil. De su cadera cuelga una daga envainada con la empuñadura dorada y afiligranada. Al principio pienso que tal vez sea la mía, pero no es posible. La he visto hace poco en mi camarote, escondida bajo la almohada.
Tardo un momento en comprender qué hace. Las Gemas de Agua de su pelo no brillan por el reflejo del sol, sino que resplandecen por sí mismas: las está utilizando. Presto atención a sus dedos y casi puedo ver cómo la magia fluye de las puntas, tan delicada como la neblina del océano.
—¿Qué haces? —le pregunto mientras me acerco, no sin recelo. Me gusta pensar que no tengo miedo de Artemisia, pero sería una necia si no se lo tuviera. Incluso sin magia es una criatura aterradora.
Esboza una sonrisa traviesa y pone los ojos en blanco.
—Mi madre cree que deberíamos ir más rápido, por si los kalovaxianos nos están siguiendo —explica.
—¿Y te ha pedido ayuda?
Artemisia se echa a reír.
—No, mi madre jamás le pediría ayuda a nadie, ni siquiera a mí —repone—. No, me lo ha ordenado.
Me apoyo en la barandilla a su lado.
—Pensaba que no obedecías órdenes de nadie.
Ella no contesta, solo se encoge de hombros.
Contemplo las olas azules, que se extienden en el vasto océano hasta allá donde alcanza la vista. Distingo los otros barcos de la flota de Veneno de Dragón, que van a la zaga del Humo.
—Y ¿qué haces exactamente? —le pregunto al cabo de unos segundos.
—Vuelvo las mareas a nuestro favor —aclara—. Para que vayan en nuestra dirección, y no en la contraria.
—Para eso debe de hacer falta bastante poder. ¿Seguro que puedes tú sola?
No se lo he preguntado con ánimo de ofender, pero Artemisia se irrita.
—No es tan difícil como parece. Consiste en empujar una masa natural de agua para que haga lo que quiere hacer de todos modos, solo cambias el rumbo. Le das la vuelta a la marea, literalmente. Y no es que esté cambiando la dirección de todo el mar Calódeo, solo la parte que rodea a nuestra flota.
—Si tú lo dices, te creo —le digo.
Se hace el silencio y la observo trabajar. Mueve las manos en el aire con gracilidad y la fina niebla marina de magia fluye desde las puntas de sus dedos.
De repente recuerdo que es mi prima, aunque no creo que eso vaya a dejar de asombrarme nunca. Ella y yo no podríamos ser más distintas, pero nuestras madres eran hermanas. Hermanas gemelas.
La primera vez que la vi, cambió su melena del azul y el blanco que le concede su Don de Agua a un marrón oscuro con tintes rojizos, igual que el mío. En aquel momento pensé que se estaba burlando de mí, o que intentaba hacerme sentir incómoda, pero ese debía de ser su color natural antes de que la magia la marcase. El mismo color caoba que el de su madre, el de la mía y el mío propio. Debió de saber que éramos primas desde el principio, pero nunca me lo dijo.
«La misma sangre corre por nuestras venas —pienso—. Y menuda sangre.»
—¿Nunca te ha parecido raro que seamos descendientes del dios del Fuego pero que a ti te eligiera la diosa del Agua? —le pregunto.
Me mira de reojo.
—No mucho —responde—. Ya sabes que no soy una persona muy espiritual. Quizá seamos descendientes de Houzzah o quizá eso sea solo un mito para reforzar la legitimidad del trono de nuestra familia. En cualquier caso, no creo que la magia tenga nada que ver con la sangre. Heron dice que Suta me vio en su templo y que, de todas las personas que había allí, me eligió y me bendijo con su don, pero creo que esa respuesta tampoco me gusta.
—Y ¿qué respuesta te gusta? —insisto.
No me contesta, sino que se concentra en el mar que se extiende ante ella y mueve las manos por el aire con la gracia de una bailarina.
—¿Por qué tienes tanta curiosidad por mi don? —pregunta.
Esta vez soy yo quien se encoge de hombros.
—Por ninguna razón en particular. Supongo que casi todo el mundo tiene curiosidad.
—No, la verdad es que no —contesta. Con el ceño fruncido, primero aparta las manos hacia la izquierda y luego las pone frente a ella—. La mayoría de la gente me alaba por haber sido bendecida. A veces lo dicen mientras me tocan el pelo. Odio eso. En cualquier caso, nadie me hace preguntas al respecto. Eso se acercaría demasiado a hablar sobre la mina, y no quieren oír hablar de eso. Es mejor que piensen que es algo místico que existe más allá de las fronteras de su curiosidad.
—No creo que te sorprenda saber que pocas cosas existen más allá de las fronteras de mi curiosidad —repongo con desenfado, aunque sus palabras se me clavan como espinas.
Si Artemisia percibe mi desasosiego, lo ignora.
—Has dormido hasta muy tarde —dice.
Es una pulla, pero no es tan cortante como de costumbre. Ayer, después de que subiéramos a bordo del Humo, ocurrió lo mismo. Balbuceaba y movía las manos con nerviosismo, y nunca había visto a Artemisia hacer ninguna de las dos cosas. No hay ni rastro del sarcasmo y la mordacidad a los que me tiene acostumbrada. A la sombra de su madre parece menos ella misma.
—No tenía intención de quedarme dormida. He pasado casi toda la noche despierta y...
—Blaise me ha dicho que no te encontrabas bien —me interrumpe, pero su mirada arrogante me indica que su frase es un eufemismo y en realidad se refiere a algo totalmente distinto. Los rumores ya deben de haber empezado a circular.
Me arden las mejillas.
—Estoy bien —contesto, mientras busco el modo de cambiar de tema. Tras unos instantes, señalo con la cabeza la daga que lleva envainada en la cintura—. ¿Para qué es?
Ella baja las manos y el flujo de magia cesa. Acaricia la empuñadura de forma despreocupada, tal y como he visto a las mujeres de la corte juguetear con sus joyas.
—Tenía intención de practicar un poco después de mi jornada —admite—. No he tenido muchas oportunidades de usarla después de encargarme de tus Sombras, así que estoy un poco oxidada.
—¿Tú fuiste quién las mató? —pregunto.
Ella resopla.
—¿Y quién si no? Heron dice que hacer daño a los demás va en contra de su don, y a Blaise no le gusta ensuciarse las manos a no ser que sea imprescindible. Probablemente lo habría hecho si se lo hubiese pedido, pero... —se calla.
—Pero a ti te gusta hacerlo —termino la frase por ella.
Le brillan los ojos y esboza una oscura sonrisa.
—Me siento bien al poder cobrarme algo —reconoce.
Abre la boca y me preparo para un comentario mordaz sobre cómo yo fui incapaz de matar a Søren cuando tuve la oportunidad, pero no llega.
—Puedo enseñarte —afirma, para mi sorpresa—. A utilizar una daga, quiero decir.
Miro el arma que lleva en la cadera e intento imaginarme empuñándola, no como hice en el túnel con Søren, con manos temblorosas y dudas paralizantes, sino como alguien que sabe lo que hace. Recuerdo el aliento del káiser en mi cuello, su mano aferrándose a mi cadera y subiéndome por el muslo. En esos momentos me sentía indefensa, y no quiero volver a sentirme así jamás. Aparto el pensamiento de mi mente. Yo no soy una asesina.
—Después de lo de Ampelio... No creo que sea capaz —admito al fin, deseando que no fuese cierto.
—Creo que te sorprenderías de lo que eres capaz —repone Artemisia.
Antes de que le pueda responder, nos interrumpe el sonido de unas botas contra la cubierta de madera, unos pasos más fuertes y con más determinación que los de ninguna otra persona. Art debe de reconocer los andares, porque antes de volverse hacia su dueña parece encogerse en sí misma.
—Madre —dice, y vuelve a juguetear con la empuñadura de la daga. Me doy cuenta entonces de que es un hábito nervioso, aunque ayer me habría echado a reír ante la idea de que alguien pudiera alterar así a Artemisia.
Recupero la compostura y me vuelvo también para mirarla.
—Veneno de Dragón —digo a modo de saludo.
Allí está, alta y erguida, ocupando más espacio del que se diría que necesita para su tamaño. Lleva el mismo atuendo que el resto de la tripulación, excepto por los zapatos. En lugar de unas voluminosas botas de trabajo, calza unas botas hasta la rodilla con un grueso tacón cuadrado. Al principio dudé que fuesen muy prácticas a bordo, pero ella no da jamás un traspiés, y le aportan unos centímetros de altura que supongo que la hacen parecer más imponente ante su tripulación.
Cuando su mirada se cruza con la mía me sonríe, pero no tiene la misma sonrisa que mi madre. Me mira como Cress miraría un poema que le cuesta traducir.
—Me alegro de ver que os lleváis bien —dice, pero no parece alegre en absoluto. Parece ligeramente molesta por algo, aunque quizá sea solo su forma de hablar.
—Por supuesto —respondo, esbozando una sonrisa—. Artemisia fue una ayuda inestimable para sacarme del palacio y asesinar al theyn. Jamás habríamos conseguido nada sin ella.
Artemisia no dice nada. Mira fijamente los tablones de madera que hay bajo las botas de su madre.
—Sí, es muy especial. Y, por supuesto, es la única hija que me queda, así que es particularmente inestimable para mí.
Hay un trasfondo en su tono de voz que hace que Art se estremezca. Tuvo un hermano. Me contó que estuvo en la mina con ella, que se volvió loco y que lo mató un guardia que ella asesinó después. Pero, antes de que pueda fijarme demasiado en cómo interactúan la una con la otra, Veneno de Dragón centra su atención en mí.
—Tenemos que hacer planes, Theo. Discutiremos al respecto en mi camarote.
Abro la boca para responder, pero Art se me adelanta.
—Majestad —la corrige en voz baja, aunque sigue sin mirarla.
—¿Cómo dices? —pregunta Veneno de Dragón, aunque, a juzgar por la tensión de su postura, la ha oído perfectamente.
Por fin, Artemisia levanta la vista para mirar a su madre a los ojos.
—Deberías llamarla «Majestad», sobre todo cuando los demás están presentes.
Veneno de Dragón esboza una sonrisa tan tensa como la cuerda de un arco a punto de disparar.
—Sí, claro, tienes toda la razón —repone, aunque sus palabras suenan forzadas. Se vuelve hacia mí e inclina ligeramente la cabeza—. Majestad, se requiere vuestra presencia en mi humilde camarote. ¿Mejor, Artemisia? —pregunta.
Esta no responde. Tiene la cara como un tomate y ha vuelto a bajar la mirada.
—Servirá —le contesto, para recuperar la atención de la pirata antes de que reduzca a su hija a un montón de polvo.
Veneno de Dragón me mira con el ceño fruncido y luego vuelve a mirar a Artemisia.
—Y te he encomendado que controles las mareas hasta mediodía. Queda una hora. ¿Te ves capaz?
El desafío en su voz es casi palpable. Art aprieta la mandíbula.
—Por supuesto, Capitana —responde, y vuelve a alzar las manos hacia el mar.
Sin pronunciar una palabra más, Veneno de Dragón se da la vuelta y me hace un gesto para que la siga. Miro a Artemisia y le sonrío para tranquilizarla, pero no creo que me vea. Parece perdida por primera vez desde que la conozco.
El conflicto
En cuanto entramos en el camarote de Veneno de Dragón desearía haberle pedido a Art que me acompañase. Es egoísta por mi parte; era evidente que no veía la hora de que su madre se quitase de en medio. Sin embargo, lo deseo de todos modos. Los dos hombres que nos esperan allí son totalmente devotos de la pirata, y me siento como si acabase de caer en una trampa. No es la misma sensación que cuando estaba con el káiser y el theyn, como si fuese un cordero en la madriguera del león, como decía la kaiserina, pero no se le aleja mucho. En esta estancia no cuento con ningún aliado.
«La reina soy yo», me recuerdo, y me yergo. Soy mi propia aliada, y con eso bastará.
Los hombres se ponen de pie al verme, aunque esa muestra de deferencia bien podría ser para Veneno de Dragón.
Eriel, que es un poco mayor que ella y tiene una barba rojiza pero ni un solo pelo en la cabeza, lidera la flota de la capitana: el Humo, la Niebla, el Polvo, la Neblina y media docena de barcos más pequeños cuyos nombres no consigo recordar. Anoche me contó que hace unos años perdió el brazo izquierdo en una batalla. Lo ha sustituido por un pedazo de madera negra pulida con los dedos tallados, congelados en un puño cerrado. Esa pérdida habría significado la jubilación para la mayoría de los soldados, pero su destreza para la estrategia hace que Eriel tenga un valor incalculable pese a que ya no pueda luchar. El pequeño ejército de Veneno de Dragón ha resistido contra batallones kalovaxianos que los superaban tres veces en número, y es en gran medida gracias a su cuidadosa planificación junto a los capitanes de las otras embarcaciones.
A su lado está Anders, un noble elcourtiano de poca monta que huyó de su cómoda vida hace dos décadas, cuando era un adolescente en busca de aventuras. Ayer me contó que a duras penas sobrevivió a sus primeros años por su cuenta, puesto que no tenía habilidades para nada en concreto y sabía poco de dinero. No era el recurso interminable que una vez había creído que era, sino algo por lo que había que luchar; algo que incluso había que robar si era necesario. Así que fue robando de país a país y más tarde entrenó a otros para que lo hiciesen por él. Cuando eso le aburrió, decidió que quería ser pirata y a base de trueques e intercambios acabó en el navío de Veneno de Dragón.
—Podéis sentaros —dice la pirata antes de que yo pueda abrir la boca.
Quizá Artemisia tuviera razón al corregir a su madre por haberme llamado Theo. Tal vez Veneno de Dragón me esté desautorizando a propósito. Con estos dos no le costará mucho. Aunque se han comportado de forma perfectamente civilizada desde que subí a bordo, no me cabe ninguna duda de que no he cumplido con sus expectativas respecto a la idea que se habían hecho de la reina rebelde de Ástrea, fuera cual fuese.
Pero me han subestimado personas mucho más intimidantes, y por primera vez no tengo por qué empequeñecerme y pasar desapercibida. Me yergo todo lo alta que soy, pese a que soy diminuta al lado de Veneno de Dragón y sus botas de tacón cuadrado.
—Gracias por reuniros conmigo —les digo, asintiendo con la cabeza antes de volverme hacia la pirata, desafiándola a corregirme. Esbozo una dulce sonrisa—. Y gracias a ti, tía, por organizar este encuentro. Es hora que discutamos cuál debe ser nuestro siguiente paso. ¿Alguno de vosotros tendría la amabilidad de ir a buscar también a Blaise y a Heron?
Veneno de Dragón arruga la nariz de forma tan disimulada que se me habría pasado por alto de no haber estado atenta a su reacción. Tensa la mandíbula antes de obligar a sus labios a esbozar una sonrisa, un eco de la mía.
—No creo que sea necesario, Theo —repone—. He reunido a nuestras mentes más brillantes en cuestiones estratégicas y diplomáticas. —Señala a los dos hombres—. Blaise y Heron han hecho mucho por nuestra causa, pero son muchachos con poca experiencia en estos temas.
Sus implacables ojos oscuros se clavan en los míos y tengo que hacer acopio de valor para no apartar la vista. Al fin y al cabo, son los ojos de mi madre, y mirarlos me hace sentir como una niña. Pero no lo soy, y no puedo permitirme sentirme así, ni siquiera un instante. Hay demasiado en juego. Así que le aguanto la mirada y no me permito vacilar.
—Son mi consejo —insisto, con tono amable pero firme—. Confío en ellos.
Veneno de Dragón ladea la cabeza.
—¿No confiáis en nosotros, Majestad? —pregunta con los ojos muy abiertos—. Queremos lo mejor para vos.
Los hombres murmuran, expresando su aprobación.
—Estoy convencida de ello —respondo, y les sonrío con ademán conciliador—. Pero hace tan poco tiempo que nos conocemos que no podéis saber aún qué es lo mejor para mí. Estoy segura de que lo sabréis pronto, pero estaréis de acuerdo conmigo en que no tenemos tiempo que perder.
—No, no lo tenemos —dice Veneno de Dragón—. Por eso tiene poco sentido ir a buscar a otras personas cuando el grupo que he reunido es más que capaz de...
La interrumpo con palabras afiladas como dagas.
—Si hubieseis ido a buscar a Blaise y a Heron cuando lo he pedido la primera vez en lugar de discutir por discutir, ya estarían de camino. ¿Queréis que sigamos perdiendo el tiempo mientras los kalovaxianos forman un batallón para eliminarnos de la faz de la tierra?
Se queda en silencio durante un instante tenso y largo, pero noto el resentimiento que irradia de ella. Le aguanto la mirada. Su furia aviva la mía; percibo con cierta distancia una quemazón sorda en las puntas de los dedos, pero no me atrevo a romper el contacto visual para mirarlas. Hay algo en esa sensación que me resulta familiar; me recuerda al estado de mi piel cuando me desperté de la pesadilla con Cress. Me cruzo de brazos y presiono los dedos contra las mangas de la túnica, con la esperanza de que si los ignoro dejarán de arderme.
Tras lo que me parece una eternidad, Veneno de Dragón se vuelve hacia Anders, aunque todos los músculos de su cuerpo parecen protestar.
—Ve a por los muchachos —ordena con voz contenida—. Y date prisa.
La mirada azul de Anders va de la una a la otra con incertidumbre. Finalmente, se inclina en una leve reverencia, primero a Veneno de Dragón, y luego a mí. Sale a toda prisa sin decir una palabra, dejándonos inmersas en un incómodo silencio.
Siento la melodía del triunfo y olvido el ardor de mis dedos.
—No os parecéis en nada a vuestra madre —me espeta Veneno de Dragón tras un instante.
Y así, sin más, la sensación de triunfo se esfuma. Sus palabras son como un puñetazo en el estómago, pero lo que más me duele es que tiene razón. Enfrentarme con hostilidad a quienes me antagonizan, retorcer sus palabras en su contra e insistir con testarudez a hacer las cosas a mi manera no son las tácticas que usaba mi madre cuando era reina. Ella era encantadora, mediaba, buscaba el compromiso y daba todo lo que podía porque tenía mucho que dar.
Y entonces caigo en la cuenta y me estremezco de la cabeza a los pies, aunque intento reprimirlo.
No he manejado la situación como mi madre, sino como el káiser.
Pasan unos minutos de tensión hasta que Anders regresa con Blaise y Heron. Ambos entran en el espacio cada vez más abarrotado con una expresión confundida.
—Por fin —les espeta Veneno de Dragón mientras ellos se ponen junto a mí, cada uno a un lado, sin mediar palabra.
Deben de haber deducido lo que ha pasado, al menos en cierta medida. Deben de haberse dado cuenta de que esta reunión se ha convocado sin contar con ellos y de que Veneno de Dragón ha intentado dejarlos al margen. O quizá Blaise la esté fulminado con la mirada por una razón totalmente distinta. Heron, por su parte, no fulmina con la mirada a nadie. Su expresión es grave y solemne, pero distante. Ha estado así desde que subimos al barco, y me preocupa que la muerte de Elpis pese sobre su conciencia todavía más que sobre la mía. Al fin y al cabo, era él quien debía ir a buscarla después de que envenenase al theyn; le correspondía a él traerla al Humo sana y salva.
Le dedico a Veneno de Dragón una sonrisa luminosa.
—Ahora que ya estamos todos aquí, continuemos. Vamos rumbo a las ruinas de Anglamar para desde allí atacar la Mina de Fuego y liberar a los esclavos.
Eriel se aclara la garganta y me mira con una pizca de recelo.
—Yo no recomendaría ese proceder, Majestad —repone con voz áspera y un acento que no identifico y que hace que sus palabras suenen melódicas a la par que peligrosas—. En resumidas cuentas, enfrentarnos a los kalovaxianos con los pocos guerreros que tenemos sería muy poco inteligente. Nos destruirían sin despeinarse, fueran cuales fuesen nuestras estrategias. Simple y llanamente, nos superan en número.
—Era lo acordado antes de que yo aceptase vuestra asistencia —replico, mirando a Eriel y luego a Veneno de Dragón. Siento que mi cólera vuelve a despertarse.
—La clave es conseguir más fuerzas —interviene Anders. Sus años como ladrón y pirata no han borrado por completo el deje afectado de su pronunciación.
Blaise resopla con desdén.
—¿Más fuerzas? ¿Cómo no se nos habrá ocurrido antes? ¿Por qué no hizo eso Ampelio, para empezar? Nos habría ahorrado más de un problema. Ah, un momento, ¡claro que se nos había ocurrido! Ningún otro país está dispuesto a enfrentarse a los kalovaxianos.
—No, no por amor al prójimo, no me cabe duda. El resto del mundo teme demasiado al káiser para ayudarnos, así que tendremos que hacer que el riesgo merezca la pena —apunta Veneno de Dragón, con la mirada fija en mí—. Y diría que lo único que quieren de nosotros es algo que a Ampelio ni se le habría pasado por la cabeza intercambiar.
Se me seca la boca.
—¿Y qué es ese algo?
—V