Stravagantia

Laura Gallego

Fragmento

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1

La casa junto a la cala

Entonces ¿se lo vas a decir?

Virginia alzó la cabeza y dirigió una breve mirada hacia la playa. Algunos de sus compañeros estaban ya preparando la cena y habían empezado a asar salchichas y hamburguesas en la hoguera. Otros seguían chapoteando en el agua, aprovechando los últimos rayos de sol. Pero eran los chicos que jugaban al vóley un poco más allá quienes atraían su atención.

En especial uno de ellos.

Virginia se ruborizó y bajó la vista otra vez, de inmediato. En circunstancias normales le resultaba extraordinariamente difícil mirar a Eric sin que se le acelerase el corazón. Ahora que él se paseaba por la playa en bañador, sin camiseta..., era mucho más complicado, por no decir imposible.

De modo que volvió a concentrarse en las rugosidades de la roca sobre la que estaba sentada. Había descubierto varias lapas adheridas a ella y trataba de arrancarlas con la uña, sin mucho éxito.

Carmen suspiró.

—No se lo vas a decir, ¿verdad? —comprendió.

Virginia se puso a la defensiva.

—¿Para qué? Se marcha mañana a la otra punta del mundo y no volveré a verlo nunca más.

Su amiga resopló con impaciencia.

—¡Pues precisamente por eso! No tendrás otra oportunidad de decirle a la cara lo que sientes. Además, se va a vivir a una ciudad civilizada, con internet y todo eso. Podréis seguir en contacto después.

Virginia se encogió de hombros.

—¿Por qué querría Eric seguir en contacto conmigo? Ni siquiera sabe que existo.

—Te ha invitado a su fiesta de despedida, ¿no?

—Nos ha invitado a todos los de la clase. No a mí en especial.

Carmen dejó caer los brazos, derrotada.

—Vale, haz lo que quieras. Solo te digo que llevas ya tres años así. ¿No crees que es hora de hacer algo al respecto? Sabes que hoy es tu última oportunidad.

Virginia no respondió. ¿Qué iba a decir? Su amiga tenía razón, aunque solo en parte.

Se había enamorado de Eric en primero de secundaria. Al principio le había llamado la atención porque era guapo y parecía simpático, y además decían que era francés, y eso había despertado su curiosidad. Pero en aquel entonces no estaban en la misma clase, de modo que Virginia lo veía solo de lejos, en el patio, en los pasillos, sin tener ocasión de acercarse a él.

Aun así, se las había arreglado para ir reuniendo información. Descubrió que no era francés, sino canadiense. Pero hablaba español perfectamente, sin asomo de acento. Con el tiempo, Virginia se enteró de que era hijo de un diplomático de Montreal y una empresaria española de éxito. Procedía, por tanto, de una familia con dinero y contactos. Por eso vivían en aquel impresionante caserón junto a la playa, y por eso Eric había podido permitirse el lujo de invitar a toda su clase a una fiesta de despedida en su cala privada.

Y por eso, entre otras muchas cosas, Virginia daba por sentado que él estaba completamente fuera de su liga.

Porque, además, se había dado la circunstancia de que aquel curso habían coincidido por fin en la misma clase, y ella había tenido la oportunidad de conocerlo un poco mejor. Todo habría sido más sencillo si Eric hubiese resultado ser un pijo engreído, si hubiese tratado a los demás con soberbia o los hubiese mirado por encima del hombro. Pero ella no tardó en descubrir que era buen compañero, agradable, generoso e incluso un poco tímido. Y sacaba buenas notas. Y tampoco era mal deportista.

Virginia no había encontrado en Eric absolutamente nada que la desagradase, ni por dentro ni por fuera. De modo que estaba condenada a seguir enamorada de él durante mucho tiempo.

Ella lo sabía y lo había asumido con resignación. Eric siempre la había tratado con amabilidad, pero nunca había visto en ella otra cosa que una compañera de clase más.

A Virginia no le importaba. Sabía que tarde o temprano él empezaría a salir con alguna chica, pero hasta entonces se conformaba con admirarlo en secreto. Con estar en la misma habitación que él, para poder contemplarlo de vez en cuando sin que se diese cuenta y embelesarse con el sonido de su voz. Para Virginia, la sonrisa de Eric era un rayo de sol que caldeaba su corazón cada mañana, cuando lo saludaba con timidez y él respondía con un educado «Buenos días». Bastaba con esa simple interacción para que ella se sintiese feliz.

Pero todo eso se había acabado ya, porque Eric no regresaría al instituto después del verano. Se iba a vivir con su padre a Canadá, probablemente para siempre.

Carmen había insistido en que Virginia no podía dejar que se marchase sin conocer sus sentimientos. Pero, al fin y al cabo, ella nunca había tenido la menor intención de declararse. Así que... ¿qué sentido tenía que se lo plantease ahora?

—Vale, es probable que te dé calabazas —prosiguió Carmen—. Pero así, por lo menos, ya sabrás lo que hay y podrás pasar página. Si no se lo dices, siempre te quedarás con la duda. —Virginia permaneció en silencio, y su amiga añadió alegremente—: Míralo de esta manera: si te declaras y te dice que sí, podréis seguir en contacto por internet. Si te dice que no, al menos te ahorrarás la vergüenza de tener que seguir viéndolo cada día. ¡Todo son ventajas!

—A mí me gustaban las cosas como estaban antes —protestó Virginia—. Me gustaba verlo todos los días. Aunque solo fuésemos compañeros de clase.

Carmen apoyó la cabeza sobre sus rodillas, pensativa.

—¿Sabes una cosa? Si alguien sintiese algo así por mí, me gustaría saberlo. —Virginia suspiró, y ella alzó la cabeza para mirarla—. ¿A ti no?

—No lo sé. Siempre es incómodo tener que rechazar a alguien, ¿no? Es una escena que podríamos ahorrarnos los dos, sinceramente.

Carmen alzó las manos con impotencia.

—Bueno, haz lo que quieras. Pero no busques excusas: lo que pasa es que no te atreves y ya está.

Virginia enrojeció.

—Sí que me atrevería, si quisiera. En realidad...

Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón para sacar un papel doblado. Lo volvió a guardar en cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo, pero Carmen ya lo había visto.

—Oooh, ¿qué tienes ahí? ¿Una carta de amor?

Virginia maldijo para sus adentros. Carmen era su amiga desde hacía muchos años y la conocía demasiado bien.

—No es exactamente «una carta de amor» —puntualizó.

—¿Puedo verla?

—¡No!

Carmen trató de alcanzar su bolsillo de todos modos, y las dos chicas forcejearon sobre la roca entre risitas, hasta que Virginia consiguió sacarse a su amiga de encima.

—Si no me dejas leerla para opinar, ¿cómo vas a saber que no es ridículamente empalagosa? —bromeó Carmen.

Virginia se rio.

—No es una carta para Eric —le explicó—. Bueno, sí que es para Eric, pero no pensaba dársela tal cual. —Respiró hondo—. Es más bien un guion... sobre lo que le diría... si por fin decidiese...

Se puso colorada otra vez. Carmen soltó un grito de alegría y se lanzó sobre ella para abrazarla.

—¡Sí que se lo vas a decir! ¡Así me gusta, mi chica valiente! ¡Haz que me sienta orgullosa de ti!

Virginia la apartó con un gru

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