Ambessa. Elegida del lobo

C.L. Clark
C.L. Clark

Fragmento

cap-5

Prólogo

Ambessa Medarda cerró el puño en torno a su katar. Estaba sentada pesadamente sobre su montura observando cómo los guerreros de la tribu Raxii se enfrentaban a las bandas de guerra de su abuelo Menelik en la playa rocosa de la costa meridional. El sonido de las armas al entrechocar y los hombres y mujeres al morir se mezclaba con el estruendo del mar turbulento. Ambessa posó la mano sobre la incongruente fuente de calor que era su vientre redondeado. Ella había vuelto a Rokrund a librar otra clase de batalla.

Los Raxii eran una de las antiguas tribus Noxii que se habían negado a incorporarse al imperio noxiano en su fundación. Era difícil saber quién tenía más derecho a reclamar; la familia de Ambessa había gobernado a esa tribu durante siglos. Aunque vivían en las montañas, los Raxii también reivindicaban su derecho, y era evidente que habían decidido cómo resolver la disputa. Y eso pensaban hacer. Como lo hacían los noxianos. Rokrund era el hogar de Ambessa. Su segundo hijo no nacería fuera de su muralla, aunque tuviese que abrirse paso a través de un ejército entero para conseguirlo.

—¡Segadores del Lobo!

Levantó el katar por encima de la cabeza, y la banda de guerra situada detrás de ella manifestó su disposición a gritos.

Los Segadores del Lobo eran su preciada banda de guerra, integrada por los guerreros más fuertes a los que había visto luchar en arenas de todo Noxus. Los Raxii estarían demasiado ocupados con los soldados de Menelik a los que se enfrentaban como para notar el ejército que bajaría del norte y los arrastraría hacia el mar.

—Hemos recorrido un largo camino para encontrarnos las puertas cerradas. ¡Avanzad y abridlas!

Los guerreros descendieron por las onduladas colinas; el estruendo de los cascos de sus caballos era tal que ahogaba el ruido del propio mar.

El primer Raxii al que ella se enfrentó la atacó blandiendo un hacha con ambas manos, apuntando alto con la intención de derribarla de la silla de montar, pero el caballo de Ambessa esquivó el golpe. A continuación, ella le hizo un corte en un brazo, y su enemigo gritó y soltó el arma. Brotó un chorro de sangre de la herida, y el guerrero podría haber vuelto a gritar, pero ella ya no estaba.

El tiempo empezó a transcurrir más lentamente hasta que a Ambessa le dio la impresión de que siempre había estado allí, en aquel barro rojo, respirando con dificultad, con la espalda dolorida. En un momento determinado la tiraron del caballo, y se liberó a patadas mientras mataban al animal. El peso de su tripa resultaba difícil de soportar durante mucho tiempo. Cada paso le costaba más y más. Le escocía el ojo derecho por la sangre derramada de un corte en la cara, pero no podía levantar la mano para limpiársela. Apretó fuerte el ojo y echó un vistazo con el ojo bueno.

En cuanto se giró, notó una corriente de aire detrás de ella y se agachó arrodillándose para enfrentarse a su nuevo oponente. Una mujer con una lanza y unos brazos musculosos enseñaba los dientes con furia. Pero Ambessa tenía que lidiar con su propia furia. No había ido hasta allí para ver cómo su hogar caía en manos de otros.

Se puso en pie y atacó.

La mujer era más rápida de lo que parecía y todo lo fuerte que aparentaba; paró la estocada del katar y se apartó. Hizo girar el astil de su lanza apuntando a las piernas de Ambessa, pero esta se había movido, con el brazo levantado hacia atrás listo para atacar…

El dolor le inmovilizó el brazo contra el costado. Miró a su alrededor, pero la sangre del ojo seguía cegándola. De no ser una Medarda, en ese momento podría haber sentido el primer amago de miedo.

Sin embargo, levantó el katar para desviar el golpe inminente de la lanza de la mujer e hizo un quiebro hasta que pudo verlos a ella y al ballestero cuya flecha tenía clavada en el hombro izquierdo. Ya no podía levantar ese brazo. Pero el hombre estaba recargando, y eso significaba que ella disponía de tiempo.

Corrió para adentrarse en la guardia de la mujer de la lanza, y esta vez logró abrirse paso. La mujer jadeó cuando el katar la atravesó. Abrió la boca como si quisiese discutir lo que Ambessa le había hecho. Pero la muerte no admitía discusión. Ambessa extrajo su arma y empujó a la mujer agonizante al suelo.

Oyó el silbido del viento antes de que la segunda flecha le diese en el costado.

«Mi bebé». Fue lo primero que pensó. Luego llegó el dolor. El dolor del hombro no era nada comparado con el tormento que le atravesó el costado. Le había llegado hondo. Aun así, volvió a levantar el katar. Sin embargo, vaciló al dar el siguiente paso. Se le dobló la rodilla y cayó al suelo. Trató de amortiguar el impacto con las manos, pero el hombro herido también le falló. Gritó al desplomarse sobre la tripa y se dio la vuelta.

Cada respiración era un suplicio. No había suficiente aire en el mundo. Ambessa luchó por permanecer despierta conforme su visión se reducía, pero el mundo se cerraba a su alrededor oscureciéndose. Junto a ella, la mujer a la que había matado tenía la mirada fija en el cielo gris. Como pronto la tendría Ambessa.

Entonces, en lugar de a la mujer, vio a un lobo que la estudiaba con el hocico pegado al suelo. Un mensajero de Kindred.

Venía a por ella.

Ambessa cruza la oscuridad… y ya no está en el campo de batalla del que ha salido. Se limpia la suciedad que la cubre: «placenta» es la única forma de describirla que se le ocurre, aunque sabe que eso es lo contrario de un parto. Camina por un sendero de gruesos bloques de piedra. Anchas columnas de la misma piedra negra se alzan por todas partes, y la estancia está inundada de luz roja. Hay figuras grabadas en las paredes, pero no son nítidas. No sabe dónde está, pero sí lo que está haciendo: esperar. ¿El qué? «No —piensa—, a quién».

—¿Hola? —grita.

Nadie responde. Su voz no hace eco.

Delante, la penumbra se aclara ligeramente. Vislumbra un trono a lo lejos y a alguien sentado en él.

—¡Hola! —vuelve a gritar.

Pero la persona del trono no contesta. Nadie la detiene cuando se acerca al trono y a su ocupante.

Un repentino estallido de piedras a su izquierda hace que Ambessa se agache en actitud defensiva. Sin embargo, no hay enemigo contra el que luchar. En medio de los escombros hay una figura que flota a su alrededor, que flota alrededor de las… figuras. Ambessa se ve a sí misma entre ellas, en el centro.

Se mira, disociada de sí misma, mira cómo esa otra Ambessa baila en una sala llena de otras figuras, absorta en la sensación de su cuerpo, de su fuerza, su belleza, sus deseos y el hermoso deseo de aquellos que la rodean. Para eso está el cuerpo, así es ella. Sus pies la acercan. Quiere unirse a ellos. Estira la mano…

«No».

Ese no es el motivo por el que está allí. Una parte de ella lo sabe. Siente el desconsuelo de la pérdida. Esa vida ya ha terminado. Ese cuerpo. Sabe dónde está en ese momento. Volrachnun. Adónde el Lobo lleva a sus grandes guerreros tras la muerte.

Levanta las manos por delante de la cara. Las percibe más fácilmente de lo que las ve con esa penumbra. Su certidumbre. Su fuerza. Todavía son suyas.

—¿Quién eres? —grita Ambessa al trono, abandonando esa visión de éxtasis—. ¿Qué quieres de mí?

Aprieta el paso, casi trotando para aproximarse. Entre tanto le gustaría tener un arma. Sus manos todavía son suyas, pero se siente desnuda sin armas ni armadura. Está desnuda.

Y, entonces, como obedeciendo a la lógica de esa muerte de ensueño, Ambessa está de repente vestida: una banda que le cae de un hombro, un peto que le deja el vientre descubierto y una falda de combate con protecciones doradas para las caderas.

En el trono sabe que hallará su objetivo. Sigue…

… y otra escena vuelve a interrumpirla, esta vez de una joven Ambessa, una niña, sujetando a un cordero entre los brazos. No recuerda haber tenido a un cordero en brazos, y, sin embargo…, hay algo familiar en la imagen. Ella es tan joven, tan inocente… ¿Cuándo fue tan inocente por última vez? No lo sabe y llora por ello, ese vacío en su interior como la cavidad de un diente.

Se encamina hacia esa versión más pequeña de sí misma y ve también a sus fieles perrodracos, Calma y Temperamento. Adondequiera que ella fuese, la seguían hasta que murieron. Esa pérdida es más tangible; puede ubicar el dolor directamente, y también el dolor contiguo: la pérdida de otra amiga, una amiga que ahora podía estar allí.

Ambessa se gira para buscarla, pero en su lugar vuelve a ver el trono. Está más cerca, pero sigue sin poder atisbar la figura que está sentada en él. Y ya no tiene las manos vacías. Dos hojas con forma de medialuna, del mismo oro que su armadura, relucen en la oscura estancia.

Frunce el ceño. Armadura. Armas. ¿De qué sirven esas cosas sin nada contra lo que luchar? En ese momento se pone en guardia, y se acerca al trono con más cautela.

Aunque el trayecto debería ser breve, se ve interrumpido una y otra vez por esas visiones de sí misma, momentos que reconoce y otros que no.

Una joven Ambessa en el campo de batalla, empuñando la espada de una mujer muerta.

Ambessa y Azizi con su primer hijo en el regazo, sosteniendo a Kino contra el pecho.

Ta’Fik y Zoya, rodeados de perrodracos.

Ta’Fik y Ambessa, rodeados de perrodracos.

Una Ambessa más mayor en un gran sitial, con una chica y un chico a cada lado.

Ambessa y esa misma chica, situadas frente a frente, listas para atacarse una a la otra.

Una vida entera, vivida y por vivir, que debe dejar pasar. Ambessa se aleja de esas imágenes de su pasado y de futuros que no serán. Que no serán, que no pueden ser, porque está muerta.

Se encuentra al pie de la escalera del trono.

Estira el cuello. No debería sorprenderse y, sin embargo, se sorprende.

Mucho más arriba, la figura del trono es ella.

Ambessa se hincha de orgullo. Su valor la ha hecho merecedora de eso. Da el primer paso hacia el estrado, y el pie descalzo se le queda clavado.

Debes ganarte el derecho.

La voz proviene de todas partes y de ninguna, taponándole los oídos y resonando en su mente. Dos voces que hablan a la vez, profundas y agudas, dulces y enérgicas.

—¿Cómo? —pregunta.

¿Tú qué crees?

Una criatura sale de entre las sombras, andando sobre dos pezuñas. Agacha su melenuda cabeza y busca, como si la olfatease. Tiene cuatro orejas, dos tiesas como las de un lobo y otras dos que le cuelgan contra la mandíbula.

«Kindred».

—Me he ganado mi sitio en la batalla, ¿no?

Puede que sea impertinente, pero el trono está ahí mismo. Se encuentra en Volrachnun. ¿Qué más tiene que hacer para demostrar su valía?

Te has ganado tu sitio en Volrachnun, dicen las voces gemelas. Pero ¿te has ganado tu sitio en la leyenda?

La criatura le ofrece un regalo, un lobo de tres cabezas que flota dando vueltas entre ellos.

Ambessa alarga la mano hacia él, pero Kindred lo sitúa fuera de su alcance con un gesto.

Debes enfrentarte a las pruebas.

Ambessa se impacienta.

—Me enfrentaré a cualquier prueba que me pongas.

Y aunque Kindred no tiene cara para sonreír, Ambessa percibe su diversión.

De repente, se encuentra en una gran palestra rodeada por todos lados de plataformas y estrados, y en esas plataformas está su público. Ve sus armas y su armadura. Son su público y también… sus contrincantes. Aunque ninguno se mueve hacia ella, sabe que es así.

Oye ruido de metal tras de sí.

Un gran guerrero con un escudo dorado se sitúa delante de ella. Tiene el pecho desnudo, a excepción de la armadura dorada que le envuelve los hombros y la parte superior del pecho. Guanteletes, grebas, botas, yelmo; todo de oro. Una capa del color de la sangre fresca. Ambessa se encuentra en una tierra de héroes. Si se compara con ellos, se siente anodina.

No hay rastro del trono, pero Ambessa lo entiende.

Debes ganarte el derecho, dice la voz. Las voces.

Corre hacia el guerrero del escudo y ataca con las hojas con forma de medialuna, pero, inesperadamente, el Escudo está detrás de ella. La empuja deslizándola sobre el suelo.

La multitud pide la sangre de ella, la sangre del Escudo, la sangre de todos y cada uno de ellos, y Ambessa se la dará porque para eso está el cuerpo; así es ella.

Ambessa esquiva la lanza de su oponente y ataca una y otra vez, pero cada golpe se salda con un bloqueo, y cada bloqueo, con un contraataque. Por un instante piensa que ese guerrero legendario y ella están muy igualados.

Sin embargo, no hay tiempo para felicitarse. El Escudo le golpea la cara con el yelmo, y ella retrocede tambaleándose. El Escudo asesta otro golpe con la lanza, y ella rueda por debajo… pero se da cuenta demasiado tarde de que no tiene apenas tripa al rodar; ¿dónde está su hijo? Tampoco hay tiempo para detenerse en eso. Salta por los aires con la intención de atacarlo desde arriba como un rayo caído del cielo.

Él la atrapa y la tira hacia abajo como un trueno. A Ambessa se le escapa la espada de la mano.

«¿Esto es la muerte?», piensa. Porque hay vítores. Los vítores suenan a duelo, a llanto. Suenan como cuando su abuelo Menelik le decía que se levantase en el campo de entrenamiento.

Alguien la observa. Las voces le recuerdan a la de su abuelo.

«Levántate».

Tumbada boca arriba, Ambessa mira al Escudo. No distingue su rostro, pero percibe su mirada desapasionada. Pese a estar herida, se da la vuelta y se pone boca abajo.

No está acabada.

Se levanta otra vez. Recoge la hoja con forma de medialuna. Hinca una rodilla. Cada herida que ha sufrido está ahora abierta y sangra de nuevo mientras el Escudo se acerca, flanqueado por más guerreros: una asesina con unos puñales rojos y un peto dorado; un hombre rígido con un brazo que emite un susurro y una capa de plumas de cuervo negras, con unas hombreras de oro relucientes; y más y más y más. Vienen a por ella.

No está acabada. Se incorpora. Se enfrenta a ellos.

Con un gesto de cabeza, que Ambessa solo puede interpretar como una señal de respeto, el Escudo baja el arma. Retira el escudo dorado.

—¿Qué pasa? —pregunta ella.

No contesta. Ninguno de los héroes lo hace. De modo que Ambessa avanza hacia ellos…

… y da otro paso hacia el trono. De repente, vuelve a estar en la sala oscura de piedra y recuerdos.

El asiento se encuentra ahora vacío, y Ambessa sube hacia él, pero descubre que Kindred está allí, entre ella y el trono, otra vez.

—He superado la prueba. Tus héroes me han dejado pasar.

Una prueba, puntualiza Kindred. Hace mucho que sabemos que estás dispuesta a matar, Ambessa, jefa militar del clan Medarda. ¡Las pruebas no han acabado!

Las voces se entrelazan en un fuerte chillido, resonando una contra la otra, armoniosas y discordantes por momentos.

Ambessa se estremece y se tapa los oídos con las manos.

—¡Me enfrentaré a las pruebas! —grita a la oscuridad.

Y, de pronto, ya no está a oscuras. El único rastro de que ha estado en esa sala es un eco:

Derramarás la sangre de otros, pero, ¿sacrificarías la de los tuyos, la tuya propia, tu corazón?

Se da la vuelta para buscar a Kindred, pero ya no está allí.

El sendero que se extiende ante ella reluce y arde bajo un sol desértico, y gente, muchísima gente, llora por ella bajo sus máscaras. Cantan, sollozan y gritan, y ella puede sentir su pena, pero también hay otros que no están afligidos, sino que la rodean moviendo desenfrenadamente las piernas y los brazos bajo capas raídas. No hay sitio para ella salvo el que ellos hacen, de modo que lo ocupa yendo adonde ellos van. Por encima de ella, en el cielo, unos tamborileros marcan el ritmo de sus pasos.

Ella mece a un cordero dorado en brazos. Está duro y frío, y hecho de muchos pedazos. Hay algo familiar en él.

—¿Qué es esto? —pregunta. ¿De dónde ha salido?

No hay más respuesta que la noción de que es valioso, es de ella y que debe protegerlo pase lo que pase.

Ambessa avanza a duras penas sin saber lo que busca, apartando a las criaturas que lloran por ella, con sus caras sin ojos, su piel azul, sus bocas lo bastante abiertas como para devorar al cordero que ella sujeta contra el pecho. Agacha la cabeza para protegerlo, para protegerse del estruendo que los rodea, en ese desierto radiante y cegador.

Tiene miedo. Hace mucho que Ambessa no se siente así.

Dámelo.

Oye las palabras y agarra el cordero todavía más fuerte.

Suéltalo.

—No —susurra negando con la cabeza.

Los dolientes que chillan bajo sus mantos se acercan más y más hasta que Ambessa cae de rodillas. El cordero tiembla entre sus brazos. ¿Cómo va a soltarlo? Forma parte de ella. Es suyo. Pese a estar hecho de metal, sus grandes ojos oscuros son cálidos y cordiales. Necesita que lo protejan.

Pero el eco de la última pregunta de Kindred regresa a ella.

Sacrificarías.

Ambessa levanta el cordero y lo deja en libertad.

La criatura asciende flotando, y ella lamenta enseguida haberlo soltado. El cordero se eleva por encima de ella, por encima de todos. Ya está fuera de su alcance. Jamás lo recuperará. El sol la quema la piel. Los chales blancos que lleva no la protegen. Los guías que bailan se mueven más frenéticamente, rodeándola. El tamborileo ahoga los latidos de su corazón. Las quejumbrosas bocas abiertas apagan sus gritos.

El cordero sube hasta la boca del lobo de varias cabezas. Ambessa se acuerda de ese lobo. La prenda que daba vueltas delante de Kindred, ofrecida a ella. El cordero será devorado si ella no lo salva.

Suéltalo.

«Pero no puedo», piensa.

Debes hacerlo.

Y, en ese momento, el cordero ya no está, las múltiples cabezas del lobo enseñan los dientes, y ella grita por el cordero mientras lo devoran, grita como aquellos que la lloran a ella, se araña la cara con las uñas, se hace sangre, pero no le importa. Algo se ha ido, alguien se ha ido, todo lo que ella conoce…

Un sacrificio, dicen las voces entrelazadas de Kindred.

Ambessa está otra vez en el salón oscuro de Volrachnun ante Kindred, que le ofrece lo que ella más desea. Ella alarga la mano para tomarlo, amorfo, intocable… «¿Cuánto costará?».

—Lo pagaré —asegura.

Cueste lo que cueste, lo pagará.

Cierra la mano en torno al lobo de varias cabezas, y una luz de color rojo sangre le arde por las venas como las grietas de un volcán que expulsa fuego. Quema. Es insoportable.

Ambessa grita cuando la luz de Kindred recorre su cuerpo y, por primera vez, comprende lo que le está ofreciendo en realidad. Una posibilidad. Un futuro: ella sentada en el trono de piedra con una espada en el costado. Ese es su destino; si vuelve, podrá cumplirlo.

O puede morir. Puede ocupar su sitio allí, en el reino de los héroes. Puede quedarse en la arena con el Escudo, cubierta con la armadura de una leyenda, su máscara leonina de oro, el pelo blanco suelto, una melena ondulada, un torques dorado en el cuello. Aquellos guerreros la seguirían, y ella los llevaría en busca de campeones. En busca de los elegidos.

Es lo que siempre ha deseado: morir como un lobo. Ser digna de Volrachnun, y allí está, se lo han ofrecido.

Se lo ha ganado.

Cabalgará con ellos —un latido le palpita en el vientre, calor— por esa tierra de héroes —tiene el vientre plano, pero eso no cuadra— para siempre con aquellos que han superado las pruebas del Lobo —luz, luz blanca, y la palpitación viene acompañada de un espasmo—, la victoria ya es segura, allí, en Volrachnun…

Ambessa despertó jadeando de un sueño hermoso y terrible. A lo lejos le pareció ver una cola de lobo que se desvanecía entre la niebla que avanzaba por la playa. Al notar otro doloroso espasmo, se llevó las manos al vientre. Una contracción. Encontró la flecha de ballesta que le había quitado la… «¿Me ha matado?». Buscó a tientas los bordes de la punta de la flecha. Se le había clavado hondo, pero no parecía que tuviese púas. El recuerdo del sueño le dio fuerzas para combatir el dolor apretando los dientes, y la extrajo lanzando un gemido que parecía un rugido.

Tenía que volver a la ciudadela de Rokrund. Ya venía el bebé.

Haciendo un esfuerzo, se puso en pie. Se sostuvo la tripa con una mano, presionó la herida con la otra y se abrió camino cuidadosamente entre los cadáveres esparcidos por la playa rocosa. El estruendo del mar había cesado con el final de la batalla. Apenas podía distinguir quién había ganado; los caídos de ambos bandos se hallaban mezclados, pero la muralla de la ciudadela seguía en pie.

Lanzó una mirada hacia atrás por encima del hombro, buscando al lobo que estaba convencida de que había estado allí. Su sueño había sido demasiado vívido para ser solo un sueño. Ahora tenía un recuerdo vago de buena parte de él, pero se acordaba de un detalle: estaba sentada en un trono negro sobre una montaña de… ¿de qué? ¿Piedras? ¿Cadáveres? No lo sabía. Pero lo que sí sabía es que se había ganado el puesto con sangre: la sangre de su cuerpo y de aquellos que se habían interpuesto en su camino. El Lobo le había hecho ese regalo, sin embargo, a ella le había dado la impresión de que encerraba una promesa.

«Es tuyo… si eres digna».

Capítulo uno

Quince años más tarde

Ambessa se levantó, y su katar salió del cuerpo del capitán Binan. Las gotas de sangre del muerto cayeron por el arma y salpicaron su armadura de cuero. Era el soldado que había ido a retarla al llegar. La pluma de su yelmo había lucido brevemente un bonito degradado, ondeando al viento mientras él gritaba órdenes a sus soldados, otros militares leales de la familia Binan que se hallaban en su palacio-fortaleza cerca de Kumangra. En ese momento la pluma yacía inerte y de un solo color: el marrón rojizo de un campo de batalla pisoteado por botas.

Debería haberse rendido.

En cambio, había desperdiciado su vida y las vidas de los hombres a su mando ante la inevitabilidad de la conquista de Ambessa. Ahora, ella tenía territorios en el este y posiblemente, solo posiblemente, un vínculo con Jonia por medio de la familia Binan. Cuando algún día ocupase el puesto de matriarca del clan Medarda, quería que Darkwill estuviese en deuda con ella. Ambessa le enseñaría más pronto que tarde lo que tenía que ofrecer para que él comprendiese lo indispensable que era. Y después de eso, tal vez… Apartó de su mente los pensamientos sobre el futuro lejano. Todavía tenía que lidiar con el presente.

A su alrededor, su banda de guerra rodeó a los supervivientes, que fueron más listos que su capitán. Reunieron y ataron a los soldados en la frondosa hierba que crecía fuera del palacio. La piedra de color marrón amarillento que llevaba al palacio estaba sembrada de cadáveres que muchos de ellos observaban con miedo. Sin embargo, la mayoría la siguieron con la vista.

El palacio en sí era más selva que edificio, rodeado de árboles por todas partes; no de los pinos que Ambessa conocía de las montañas situadas cerca de su hogar en Rokrund, ni de las palmeras de Bel’zhun, de donde habían venido sus ejércitos y ella, sino de grandes plantas mustias que lo devoraban todo y de las que pendían enredaderas.

—Ambessa.

Rictus, su lugarteniente, arrastraba a una joven por el brazo. De los piercings de su cara colgaban discos planos y cordones negros. La mujer estaba asustada, pero él la trataba con delicadeza.

Ambessa miró a la chica a sus grandes ojos.

—¿Eres de la familia Binan?

—Sí —contestó—. Lady Mion de Binan.

Las fuentes de Ambessa habían descrito el territorio Binan como frondoso y verde. La fruta exótica se vendería bien en el resto de Noxus, y su ubicación era perfecta para evitar los aranceles del canal de Piltover. La familia Binan era una familia antigua y acaudalada, aunque se había ido de Jonia hacía tiempo por motivos que Ambessa desconocía. Ya tendría tiempo para descubrirlo.

—¡General Medarda! —Una voz aguda interrumpió el momento. La mensajera se detuvo bruscamente delante de Ambessa, apoyando una mano en la rodilla y tendiéndole una carta sellada con la otra—. Urgente de Bel’zhun.

Ambessa estaba dispuesta a echar a la chica de su banda de guerra por la interrupción, pero la última parte la detuvo. Bel’zhun. Su hija estaba ahí, a salvo con ella, pero su hijo, Kino, se encontraba en dicha ciudad con su padre, Azizi, encargándose de ciertos acuerdos comerciales. La carta llevaba el sello de la estrella Medarda, cuatro afilados puntos rectores. Lanzó una mirada a Rictus y a lady Mion. La chica se echó a temblar. Ambessa les volvió la espalda y abrió la carta.

Echó una ojeada al mensaje y se quedó boquiabierta, sin apenas poder ocultarlo. Volvió a leerlo más despacio y le dieron unos extraños retortijones en la tripa. Dobló la carta y se la devolvió a la mensajera.

—Ponla con mis cosas.

La voz de Ambessa no la delató.

Se volvió de nuevo hacia lady Mion.

—¿Dónde está el resto de tu familia?

—Mi padre está muerto y mi madre es mayor. Mi hermana cuida de ella —dijo. Aunque tenía una voz suave, su boca poseía un gesto firme—. Yo administro las fincas sola.

—También había… prisioneros.

La pausa de Rictus fue larga.

Ambessa siguió sin apartar los ojos de la chica un instante más antes de decir:

—Llévame con ellos.

Rictus entregó a la noble a un par de soldados y condujo a Ambessa al palacio. No era una construcción nueva; la familia Binan llevaba asentada allí varias generaciones. Algunos de los árboles que los Binan habían cultivado dentro del edificio de piedra debían de tener más años que la propia Ambessa. Las habitaciones por las que pasaron eran, en general, poco interesantes: no albergaban grandes tesoros, aunque había una sala llena de libros y pergaminos que podía haber sido una biblioteca o el estudio de una persona, y tomó nota mental de que debía pedir que los transportasen a Bel’zhun. Rictus la detuvo al final de un pasillo, sin la luz de los enroscados candelabros de pared que iluminaban el resto del palacio. El picaporte de la puerta estaba roto. Alguien —uno de los suyos— la había abierto a patadas.

Encorvados contra sus ataduras había un puñado de vastaya, algunos con pelaje mugriento y otros con plumas lacias o escamas sin brillo. Ambessa torció el gesto al percibir el hedor. Los habían tenido allí mucho tiempo. Las criaturas observaron a Ambessa con recelo cuando entró. Uno en concreto le lanzó una mirada más penetrante que los demás, con unas inquietantes pupilas cuadradas.

Ella le hizo un gesto con la cabeza.

—Tú. ¿Qué hacéis ahí?

—Los Binan nos tienen prisioneros —gruñó agachando su cabeza con cuernos como si pensase embestir a un Binan si se le presentaba la ocasión.

Ambessa cruzó una mirada con Rictus, que encogió un hombro enorme.

—¿Por qué?

—Porque estamos hartos de que los jonianos invadan nuestros hogares.

«Ah». Ambessa empezó a comprender, y con esa comprensión vino la emoción de lo posible. Sobre todo, ahora que su ascenso estaba mucho más cerca de lo que jamás había esperado.

—Si os libero, juraréis lealtad a Noxus.

El vastaya tragó saliva y se enderezó, con su pequeña cola firme pese a estar aún erizada por la tensión.

—Haremos un trato con Noxus.

Ambessa entornó los ojos.

—¿Sí?

—Los jonianos están destruyendo los bosques mágicos de los vastaya. A medida que nuestras tierras se debilitan, también nos debilitamos nosotros. Ya no nos queda nada. Unos hombres Binan me atraparon en Jonia cuando intentaba… —Movió su cabeza peluda arrugando el hocico de indignación—. Nuestras tribus intentaron contraatacar, pero nos está… pasando algo. Ya no somos tan… tan fuertes como antes. Quedamos pocos. Pero si los noxianos vinieran, podrían ayudarnos a derrocarlos. A recuperar lo que es nuestro.

—¿Llevarías a los noxianos a Jonia?

Ambessa sabía lo impenetrables que eran las islas; se rumoreaba que la tierra misma estaba viva y que luchaba contra los invasores. Era algo inaudito, tal concentración de magia pura que ponía nerviosos hasta a los soldados más valientes y curtidos.

—Si sirviera para llevarnos a nuestro hogar.

Ella asintió despacio con la cabeza. Jonia. Las islas vírgenes allende el mar, una fruta tentadora fuera del alcance de Darkwill. La mayor ambición del emperador de Noxus. Ambessa había acudido cuando su avanzadilla le había hablado de la familia joniana presente en el lugar. La visión que tuvo el día que había muerto —que había estado a punto de morir— no se borraba de su mente. La carta de su familia imprimió todavía más urgencia a esa visión. Darkwill estaría encantado de saberlo, y cuando ella ocupase el puesto de cabeza de la familia Medarda, estaría mucho más cerca de conseguirlo.

—Bien. Te llevaré con el Gran General Darkwill y jurarás lealtad a Noxus. Te devolveremos a tu hogar.

Sin embargo, antes de que ella pudiese hacer nada de eso, tenía que regresar a Bel’zhun.

Menelik ha resultado herido, Ambessa.

Es muy difícil que se recupere.

Vuelve pronto.

Volver a Bel’zhun, donde a su abuelo no le quedaría más remedio que nombrar a un heredero. Y eso significaba que Ambessa tenía que preparar el suyo.

Se detuvo en el salón principal del palacio y observó el gran sitial que aguardaba en el centro, elevado sobre un estrado. Estaba en penumbra y oscuro, con las cortinas corridas para no dejar pasar el sol radiante que estaba saliendo, y más árboles se alzaban del suelo al techo junto a columnas de piedra. El trono propiamente dicho estaba roto, con una mancha de sangre que deslucía su superficie de piedra clara y estriada.

—Rictus. ¿Dónde está Mel?

—Se ha… puesto a hablar con unos Binan, general.

El guerrero arqueó una ceja como preguntando si debía impedirlo.

Ambessa suspiró.

—Manda a buscarla. Y prepara a lady Mion.

Había llegado la hora de que Mel conociese la muerte.

Ambessa observó desde fuera del palacio, sin ser vista, cómo Mel entraba en el salón del trono y contemplaba la destrucción. Trozos de piedra reventados con pólvora, una especialidad Rokrund. Manchas de sangre en las paredes, las columnas y el suelo. Sin embargo, los árboles parecían intactos. La chica lo estudió todo con detenimiento. Con quince años, ya era hora de que aprendiese esa lección. Después de dejarla un momento a solas, Ambessa entró.

Mel se volvió al oír que ella se acercaba.

—Cuando tenía diez años —dijo Ambessa— tu abuelo me llevó al campo donde se había librado la batalla de Hildenard. Me ofreció una moneda de oro por cada espada que recuperase de los caídos. Dijo que necesitábamos acero. —Unas piedras sueltas se deslizaron por una columna—. Pero yo sabía que era mentira. Lo que quería era que yo conociese la muerte.

Mel frunció el entrecejo.

—Kino dice que la guerra es un fracaso del arte de gobernar.

Ambessa reprimió un bufido de irritación.

—Tu hermano cree que puede librarse de todo con su labia. Se jacta de ser un zorro entre lobos. Pero escúchame bien, niña, si quieres sobrevivir en este mundo, debes aprender a ser tanto un zorro como un lobo.

Mel pensó en ello mientras contemplaba el trono. La pared de detrás estaba hecha añicos siguiendo un patrón radial, como si hubiese sido resultado de un fuerte golpe.

—Pintaremos las paredes de dorado. Arañas de cristal importadas. Los asesores entrarán por allí. —Mel señaló un pasillo lateral que salía del salón principal al tiempo que se acercaba al trono—. Pero la regente tendrá su propia entrada secreta.

La esperanza brotó en el pecho de Ambessa.

—Tendrá que tener una cara agradable y regordeta —continuó Mel, pasando la palma de la mano por el respaldo del trono. Parecía indiferente a la sangre que decoraba su superficie—. Inteligente, para encandilar a sus súbditos, pero maleable para que podamos moldearla.

Ambessa se imaginó el retrato que su hija había descrito. Ya entonces Mel era ecuánime y conocía el poder de la apariencia. El vestido de cuello alto con unos puntiagudos rayos de sol en el pecho le sentaba bien: elegante pero apropiado. El tocado de oro con el que llevaba el pelo recogido se asemejaba a una corona. Había dominado una de las partes más difíciles del Código Medarda: «Una lengua mordaz vale tanto como un arma afilada».

—Tal vez podría ser mi hija.

Los ojos color avellana de Mel se abrieron mucho por la sorpresa, la primera muestra de asombro que dejaba ver desde que había llegado al campo de batalla que en su día había sido un palacio.

—¿Me otorgarías un trono?

—Te daré el mundo, hija mía. Si demuestras que eres digna.

Cuando les hizo una señal, los soldados de Ambessa acercaron a lady Mion. La joven tenía una silueta acentuada por el radiante sol de la mañana. Parecía que sospechase el destino que la esperaba; su resistencia previa había desaparecido. Incluso era reacia a llevar la cabeza alta en la derrota. Las piedras de su tocado se balanceaban sobre su cara, y un grueso collar pendía en su garganta con un colgante hecho, posiblemente, de algún tipo de hueso, decorado con cuentas de turquesa y coral. Esa artesanía no prosperaría en todo Noxus, pero alguien, en alguna parte, podría comprarla. El verde de su túnica hacía juego con los árboles del salón del trono.

—¿Qué hacemos con ella? —preguntó Ambessa.

A Mel se le humedecieron los ojos ante el sufrimiento de la noble Binan. Lady Mion alzó su mirada lastimera a la de ella, y Ambessa esperó.

—No nos causará problemas —declaró Mel—. Despojadla de sus posesiones y enviadla a las colonias lejanas.

—Es un símbolo del antiguo régimen. —Ambessa sostuvo la barbilla de lady Mion. La chica tenía el pelo lacio del sudor y apestaba a miedo. Aunque las propiedades de lady Mion no eran tan extensas, siguió con la lección por el bien de su hija—. Si la matas ahora, no morirá nadie más. —Soltó bruscamente a la joven—. Déjala vivir y tendrás que matar a miles.

—¡Podemos demostrar al pueblo que somos clementes!

Mel elevó la voz casi desesperadamente. Volvió a mirar a la noble. Mion de Binan suplicaba con los ojos, que eran casi del mismo tono marrón verdoso que los de Mel.

Ambessa se volvió hacia su hija y se dio cuenta de su error demasiado tarde. Lady Mion era prácticamente de su misma edad; Mel sentía una afinidad demasiado intensa con ella.

«Aun así debería ser capaz de hacer lo que hay que hacer».

Pero estaba claro que no lo era.

Ambessa se giró y golpeó a la joven en el cuello con el katar.

—Un lobo no tiene piedad.

La joven cayó.

Capítulo dos

La noxtoraa del este de Bel’zhun recibió a Ambessa a su regreso a territorio noxiano. El gran arco de piedra no solo marcaba el camino a los viajeros, sino que también servía para recordarles a quién pertenecía la tierra que pisaban. Y por si no bastaba con el arco, había banderas rojas colgadas con el blasón noxiano y finas banderolas del mismo color ondeando de astas a cada lado del camino hasta la ciudad propiamente dicha.

Bel’zhun parecía animada y llena de movimiento, pero Ambessa llevó a su ejército alrededor del centro urbano con el fin de evitar las calles angostas y atestadas de vendedores ambulantes y compradores, bestias de carga y animales de trabajo. La urgencia la había empujado a cabalgar a toda velocidad desde el palacio de Binan para cruzar rápido el estrecho canal.

El lúgubre enclave al que Ambessa regresó contrastaba profundamente con su sensación de victoria. Chocaba con ella de forma incómoda, como su pena. Un silencio amortiguaba los pasillos y los jardines a pesar del calor radiante del sol que debería haber invitado a dar paseos y a jugar. Dejó su caballo a uno de los soldados más jóvenes para que lo llevase a los establos, y el resto de los miembros de la partida se dispersó al cuartel, unos mil divididos entre Segadores del Lobo y Puños. Solo Mel y Rictus acompañaron a Ambessa más allá.

La general suspiró al entrar en la casa principal del enclave de los Medarda en Bel’zhun. El complejo era diferente de su residencia de Rokrund; se trataba de un grupo de edificios cercados por una muralla sin portón, el más alto de los cuales formaba un semicírculo cortado que terminaba en puntas afiladas, imitando los palacios de los señores de la guerra shurimanos que una vez gobernaron allí. Las esquinas de los muros estaban coronadas con una piedra labrada que a Ambessa le recordaba el pico ganchudo de un águila del desierto. El edificio central se hallaba flanqueado por columnas redondeadas de estilo noxiano talladas a partir de arenisca clara, y estaba cubierto por una bóveda del color del mar. La casa en sí tenía capacidad para albergar a una gran cantidad de miembros de la familia Medarda de visita y, con la reciente noticia, probablemente Ambessa no fuese la única que estuviese allí.

Mel andaba con rigidez junto a ella. La chica se había mostrado distante desde que no había superado la prueba que Ambessa le había puesto. El trayecto de vuelta había sido incómodo, cuando menos, pero nada de lo que Ambessa le había dicho durante el viaje le había ayudado a entender lo incómodo que era el poder.

Entrar en la sala de recepción principal fue como toparse de frente con un bombardeo. El amplio espacio estaba lleno a reventar de noxianos insignes, miembros de la familia Medarda y otros que no, que venían a presentar sus respetos al gran líder. Ambessa se aseguró de que las preocupaciones no se le viesen en la cara y, a pesar de todo, le enorgulleció ver que Mel hacía lo mismo. El gesto huraño de su boca desapareció, y lanzó a su madre una última mirada antes de ir a saludar a los dignatarios, mientras ellos murmuraban con admiración sobre lo mucho que había crecido desde la última vez que la habían visto.

Ambessa localizó a su hermano Katye enseguida; venía hacia ella cubierto con un pañuelo de seda ligero. Su hijo, Kino, se hallaba de pie junto a un raro jarrón de mármol negro, alto y apuesto, y convenientemente serio mientras seducía a Lisabetya, la comisaria de Krexor. La familia Medarda había adoptado a Lisabetya cuando era joven. Tenía la piel pálida y el cabello moreno canoso, era tuerta y de brazos y pecho abultados, con las caderas anchas. Krexor era famoso por su herrería, y Lisabetya había pasado mucho tiempo en la forja. Algo que Kino dijo hizo reír a Lisabetya, que echó la cabeza hacia atrás y abrió mucho la boca.

El comisario Ta’Fik también estaba presente. A Ambessa no le sorprendió; era su primo, criado bajo la mano firme de Menelik, como ella. En el pasado habían estado muy unidos.

A pesar de lo atestada que estaba la sala, había muchas personas que Ambessa no reconocía, y algunas a las que esperaba ver, pero no veía. Los comisarios Smik, Dauvin y Amenesce no habían asistido. Tendría que averiguar por qué.

Antes de que pudiese seguir con sus cavilaciones, Katye Medarda tomó la mano de Ambessa y la agarró fuerte por el hombro.

—Cuánto tiempo, hermana.

—Katye. ¿Qué hace él aquí?

Katye siguió su mirada disimulada hasta Ta’Fik. Estaba hablando con alguien que Ambessa no reconoció, una mujer con una túnica holgada con cinturón que dejaba sus tonificados brazos y piernas al descubierto, ideal para el calor de Bel’zhun. Tenía los ojos rasgados y las cejas bajas, como si entornase los párpados para protegerse de un vendaval.

—Según parece, está charlando con Stefana de Kilgrove, la sobrina de Dauvin. —Katye resopló—. Ni «¿Cómo estás?». Ni «¿Qué tal Rokrund?». Me ofendes.

La alegría de los ojos de Katye se parecía a la de su sobrino.

Ambessa le lanzó una mirada penetrante.

—¿Tengo que preguntar? Con la ciudad en tus manos, siempre espero encontrarlo todo bien cuando vuelvo.

Katye se rio entre dientes por el halago.

—No nos va tan mal al otro lado del mar. Pero los criados echan de menos a Mel.

Su bigote canoso era el único pelo que le quedaba, y se lo acariciaba casi humildemente, un detalle que no se correspondía con su exquisita túnica fluida y sus cómodas sandalias. Su pañuelo era del color de la arena bajo el sol del mediodía, con una franja teñida de verde esmeralda, otra de violeta mora y otra de rosa grisáceo. La artesanía de Shurima en todo su esplendor. Pese a su elegante vestimenta, estaba erguido como una lanza y se movía como un hombre capaz aún de luchar. Sin embargo, se puso serio y se inclinó.

—Pero sospecho que pasará tiempo hasta que vuelvas.

—Eso depende. Ta’Fik. Mis espías me han informado de que ha estado renegociando unas deudas de Darkwill con Piltover. —Ambessa apretó el hombro a su hermano, como si solo estuviesen intercambiando cumplidos, y se obligó a no volver a mirar a su primo, aunque notaba un cosquilleo en el cuello y tenía la sensación de que la estaban observando—. ¿Qué opinas?

Las negociaciones de Ta’Fik con Piltover eran uno de los motivos por los que Ambessa se había centrado en la tierra Binan. Este ofrecería a Darkwill una forma de evitar a Piltover por completo.

Katye agarró una copa de vino de sol que llevaba un criado y bebió un sorbo.

—Creo que es muy carismático.

—No es un líder. —Ambessa bajó la voz mientras ella también cogía otra copa—. No ha dirigido una banda de guerra en décadas. Menelik nunca lo elegiría.

—Te sorprendería, querida. —Katye levantó una ceja perfectamente arqueada. El kohl oscuro espolvoreado con oro que delineaba sus ojos hacía que pareciesen todavía más penetrantes—. Eso no es tan prioritario para algunos.

—Entiendo. —Ambessa gruñó con desagrado—. ¿Entonces, todo el mundo se ha ablandado?

Katye sonrió enseñando los dientes.

—Yo no.

—¿Menelik está… está bien?

—Ha estado recibiendo visitas. Probablemente alguien ya le ha informado de que estás aquí, pero puedo asegurarme.

—Por favor.

Katye le dio unos golpecitos en el brazo y se fue a seguir metiendo cizaña, dejando que Ambessa volviese a escudriñar sutilmente la sala en busca de Ta’Fik.

Su primo estaba ahora hablando con Azizi, como una serpiente que repta hasta el pecho, asegurándose de que a ella no le quedara más remedio que acercarse a él. Junto a ellos se hallaba un extraño más bajito que él, con la piel oscura y el pelo rapado. Su cabello incipiente era blanco. Ambessa se acercó.

—Azizi —dijo tomándolo por el brazo y plantándole un beso en la mejilla.

Por el rabillo de los ojos entrecerrados, miró a Ta’Fik. Vio el atisbo de irritación que se pudo apreciar por un momento en sus facciones.

—Ambessa, querida. Has vuelto. —Azizi la agarró por ambos brazos y la besó en las dos mejillas antes de darle un beso en la boca—. Te he echado de menos. ¿Cómo te ha ido el viaje?

Tuvo la inteligencia de no revelar más.

Ambessa sonrió.

—Hemos descubierto más de lo que podíamos esperar, pero no todo se puede creer al pie de la letra.

La sonrisa de Ta’Fik se tensó en las comisuras, pero su voz era suave.

—Enhorabuena. Ojalá todos pudiéramos ser tan aventureros. Lamentablemente, mis responsabilidades me mantienen cerca de casa, pero gracias a eso pude venir rápido en cuanto me enteré. Tú has sido la última en llegar.

—Seguro que has sido de gran ayuda. —Ambessa respondió a su falsa ternura con la suya—. ¿Me presentas?

—Inyene me asesora desde hace tiempo; ha resultado de gran valor a la hora de renegociar los tratos de azirita con algunos de los señores de la guerra shurimanos más… difíciles.

—Es muy amable de tu parte que acompañes a mi primo en este mal trago, Inyene. Te doy la bienvenida.

Inyene era hermose pero de constitución delgada; apenas parecía que pudiese resistir un viento fuerte. Sus holgados pantalones blancos hacían que pareciese todavía más menude. Cuando Ambessa le tomó la mano, no tenía callos. Y, sin embargo, su reacción fue cordial y casi… sincera.

—Entiendo perfectamente su dolor. ¿Y el de usted, quizá? Aunque no me atrevería a tanto.

Inclinó la cabeza gentilmente. El colgante de su nariz relucía a la luz de las velas.

Ambessa observó a la pareja en busca de algo más profundo entre ambos, pero no revelaron nada.

—¿Y tus hijos? —preguntó Ta’Fik—. ¿Cómo están?

Ambessa se puso tensa. Afortunadamente, Ta’Fik no les dio ni a ella ni a Azizi la oportunidad de responder.

—Los míos están aquí, en alguna parte. Gintara, la mayor, dirigió una partida contra unos rebeldes shurimanos que tomaron a algunos de nuestros magos de la fundición como rehenes. Los rescató y aplastó la rebelión. La producción nunca ha sido tan alta. Menelik se alegró mucho de verlos.

—Qué maravilla —dijo Ambessa recordando el horror y la impresión en el rostro de Mel cuando la chica Binan cayó muerta a sus pies, con la sangre acumulándose alrededor de las cuentas de coral. Azizi le llamó la atención, arqueando mínimamente una de sus pobladas cejas oscuras. Ambessa dejó de agarrar la copa de vino tan fuerte—. Seguro que han honrado el apellido Medarda.

—¿General Medarda? —Un sirviente aguardó educadamente a que Ambessa se diese la vuelta—. El señor anfitrión Menelik ha preguntado por usted.

Una oportunidad de hacer una retirada táctica. Ambessa dejó a Azizi apretándole la mano y a Ta’Fik lanzándole una mirada calculadora que este le devolvió. Sin embargo, en realidad, no estaba segura de si prefería quedarse. Sin duda, intercambiar evasivas con Ta’Fik como siempre hacían era más fácil que enfrentarse a la pena inconsolable que la había perseguido desde que había leído la carta por primera vez.

Los aposentos de Menelik estaban a oscuras. El sirviente cruzó la antecámara, llevando una vela al dormitorio, donde encendió otras. A continuación, se fue, y Ambessa se quedó a solas con el hombre que la había criado más que sus propios padres.

Se arrodilló junto a su cama como muestra de respeto y le tomó la mano.

—Abuelo.

Presionó la mano contra su frente. Estaba fría, pero no febril ni húmeda. Él reaccionó apretándole la mano más fuerte de lo que ella esperaba.

—Levántate, muchacha.

Habían pasado más de cuarenta veranos y ella seguía siendo una «muchacha». Obedeció sonriendo. Acercó una silla y se sentó.

—Te has vuelto lento, abuelo.

Él soltó la misma risita áspera que Ambessa siempre había pensado que solo ella sabía arrancarle.

—No es verdad. Es que los demás se han vuelto más rápidos. Y hacen trampa. No basta con ganar…

—«Es cómo se gana». Lo sé.

Y tanto que lo sabía. Cada principio del Código Medarda, cada perla de sabiduría que él había recopilado en su vida, le habían sido inculcados a Ambessa un día tras otro en jornadas agotadoras de entrenamiento, estudio y estrategia. Todo bajo su tutela. Él la había escogido en aquel entonces; uno de los pocos retoños del clan Medarda que había considerado digno de su atención personal.

—¿Cómo te tratan los curanderos?

—Te enseñé a no hablar de nimiedades, Ambessa. Ve al grano.

—Preguntarte por tu salud después de resultar herido no es una nimiedad.

—Lo es cuando los dos sabemos por qué te preocupa mi salud.

—Me preocupa tu salud porque eres mi abuelo.

Le preocupaba su salud porque no había sido consciente de lo drásticamente que podía cambiar… y en unos instantes. Sin embargo, cuanto más de cerca lo miraba a la tenue luz de las velas, más se preguntaba hasta qué punto el cambio era reciente. En su mente, él siempre había sido una figura tan imponente que el hombre tumbado en la cama frente a ella le resultaba sorprendente. Conservaba gran parte de su porte, pero sin la armadura parecía más menudo de lo que ella recordaba. Tenía el torso descubierto, y asomaban vendas de debajo de las mantas.

Él hizo una mueca y entornó los ojos, esperando.

Ambessa sacudió la cabeza y suspiró.

—¿Has decidido a quién vas a nombrar heredero?

Menelik asintió una vez con la cabeza, bruscamente, como cuando ella daba una respuesta aceptable a sus preguntas hacía muchos años.

—He tenido una visión.

Ambessa lo miró fijamente.

—¿De qué? ¿Era sobre el Bastión Inmortal?

Él frunció el ceño.

—No, ¿por qué?

Ella sacudió otra vez la cabeza.

—Disculpa, abuelo. ¿De qué trataba la visión?

—No ha sido una gran visión. —Su rostro se llenó de preocupación. Se rascó la incipiente barba gris qu

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