Contenido
Personajes del libro
Prólogo
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¡MUCHAS GRACIAS!
A mi hermana
Bak skyene er himmelen alltid blå.
Detrás de las nubes, el cielo siempre es azul.
Personajes del libro
FAMILIA ORDAL
Olaf Ordal, abogado
Clara Ordal, su esposa
Paul Ordal, su hijo
Sverre Ordal, antiguo dueño de un aserradero, padre de Olaf
Trude Ordal, su esposa
Gundersen, antiguo empleado de Sverre Ordal
FAMILIA SVARTSTEIN
Røros, Noruega
Ivar Svartstein, director de la empresa de cobre
Ragnhild Svartstein, hija de Roald y Toril Hustad, su esposa
Sofie Svartstein, su hija menor
Silje Svartstein, su hija mayor
Randi Skogbakke, de soltera Svartstein, hermana mayor de Ivar
Ullmann, ayuda de cámara de Ivar Svartstein
Britt, doncella de Silje
Eline, criada
FAMILIA HUSTAD
Trondheim, Noruega
Roald Hustad, padre de Ragnhild Svartstein
Toril Hustad, su esposa
Sophus Hustad, su hijo, fabricante de papel
Malene Hustad, su esposa
Bonn
Profesor Dahlmann y su esposa
Ottilie, mejor amiga de Clara Ordal, doncella en casa de los Dahlmann
Røros y alrededores
Bodil, mejor amiga de Paul Ordal
Nils Jakupson, apodado Fele-Nils, su padre
Fredrik Lund, hijo de banquero de Trondheim
Moritz von Blankenburg-Marwitz, oficial alemán
Comandante Von Rauch, su acompañante
Mathis Hætta, ingeniero
Siru, pastora
Señora Olsson, dueña de la pensión
Ole Guldal (1852-1922), director del colegio, presidente de la Asociación Obrera
Per Hauke, carpintero, miembro de la Asociación Obrera
Olaf Olsen Berg (1855-1932), editor del periódico Fjell-Ljom
Elmer Blomsted, sacristán, organista
Doctor Pedersen, médico
Berntine Skanke, esposa del sastre
Gudrid Asmund, esposa del director del banco
Ida Krogh, esposa del oficial de correos
Prólogo
Røros, otoño de 1893
¡Nunca, nunca, nunca! ¡¡¡Jamás acabaré así!!! ¡Prefiero pasarme la vida trabajando de institutriz!
Al dibujar el último signo de exclamación, la muchacha golpeó el portaplumas con tanta fuerza contra la página de su diario que la tinta lo salpicó todo. Torció brevemente el gesto, se encogió de hombros y siguió escribiendo.
Siempre nos dicen que debemos estar agradecidos por la buena vida que tenemos. Agradecidos por habernos librado del destino de las mujeres que tienen que matarse a trabajar de sol a sol para alimentar las bocas hambrientas de sus incontables hijos. Que viven en la preocupación constante de si sus esposos regresarán sanos y salvos de la mina al final de la semana sin beberse el escaso jornal por el camino, si es que se lo han pagado. Y que a lo sumo pueden descansar sus manos callosas los domingos en misa, cuando se apretujan en el coro junto a sus compañeras de penas.
Sin embargo, ¿acaso es la suerte que corren ellas siempre más dura que la de las damas de lo que se conoce como la alta sociedad? Cuando miro a nuestra madre, me entran dudas. Es cierto que vive en un hogar confortable, no tiene que preocuparse jamás de que las provisiones de su bien surtida despensa se agoten, tiene servicio y, como esposa de uno de los hombres más importantes de la ciudad, le corresponde un asiento en uno de los palcos delanteros de la iglesia, junto al altar.
Sin embargo, al mismo tiempo es una de las personas más infelices que conozco. Cuando veo las profundas arrugas y el semblante torturado de su amado rostro, se me encoge el corazón. Apenas se atreve a levantar la mirada de pura vergüenza. Y cada mes vuelve a arrastrarse como un perro apaleado por la casa al constatar que la esperanza de que su cuerpo reciba la bendición del deseado primogénito se ha truncado una vez más. Por muy descabellado que suene, a veces pienso que mi madre preferiría la pobreza, siempre que a cambio pudiera dar por fin a nuestro padre el hijo que tanto desea.
¿Por qué la presiona así? ¿Por qué no acepta que Dios solo le ha dado hijas?
La muchacha se detuvo de nuevo y leyó la última frase. Negó con la cabeza, frunció el ceño y prosiguió más despacio.
¿¿¿A qué viene ese «solo»??? ¿Por qué las niñas no valen tanto como los niños? ¿Acaso no es una blasfemia hacer esa diferencia? ¿Quiénes somos nosotros para suponer que el Todopoderoso considera inferior a la mitad de la humanidad? ¿No significaría eso poner en duda lo perfecto de su creación?
La escritora se estremeció al oír pasos que se acercaban. Cerró apresuradamente el diario y lo escondió detrás de los libros del estrecho estante que había sobre su cama.
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Bonn, mayo de 1895 – Clara
Clara Ordal sintió que una manita agarraba