1
Otra persona
«Uno no se convierte en otra persona así como así.»
Por más que se miraba y remiraba en el espejo de la visera del coche, Mara no conseguía verse distinta. Giraba la cabeza hacia un lado y hacia el otro, subía la barbilla, procuraba mantener sus ojos castaños cargados de maquillaje dentro del marco, que era tan pequeño que no le permitía verse todo el rostro de una vez.
Cada vez que paraba frente a un semáforo en rojo alargaba la mano hasta la bolsa en el asiento del copiloto y rebuscaba con prisa entre los pañuelos estampados, las gorras y las gafas de sol, por ver si encontraba la prenda definitiva que obrara la magia.
«Esto es absurdo.»
¿A quién iba a engañar? Aquella mujer seguía siendo Mara Ulloa Roibás de los pies a la cabeza.
El recinto ferial estaba cada vez más cerca y se le acababa el tiempo.
Aquello de disfrazarse no podía ser tan complicado. Había superado retos mucho más difíciles en los veinte años de carrera que llevaba a sus espaldas, ¿no? Como el de abrir su primera tienda en Madrid; o el de su primer reportaje en la revista El Mueble, donde Batanara había recibido el premio anual de empresa innovadora; o el del crédito para las tiendas de Alicante y Sevilla; o el de redecorar el palacete de un importante aristócrata patrio, que se había paseado con sus muebles por todas las revistas del corazón.
Ahora solo tenía que convertirse en otra persona, nada más. Algo tan simple como eso.
La feria era la más importante del año y ya estarían allí desde los diseñadores de lujo hasta el aprendiz que ponía los últimos clavos. Distribuidores, importadores, coleccionistas... Casi todas las caras que había conocido durante su larga trayectoria. Y lo único que deseaba, por primera vez, era no tener que caminar como Mara, hablar como Mara y ocuparse de todos los compromisos que había ido adquiriendo, con la deriva de la vida, aquella mujer en que se había convertido.
Lo que quería de verdad era recorrer la feria como si fuera invisible. Como lo había hecho al principio, cuando no era más que una chica a la que no conocía nadie. Fascinada con el mundillo, aferrada a su cuaderno de apuntes y abordando a cualquiera que quisiera contestar sus mil preguntas. Aún con la capacidad de asombro intacta.
Los últimos metros de tráfico se le estaban haciendo insoportables. Se metió dos chicles de menta en la boca, puso la lista de reproducción de Los Beatles y abrió la ventana al aire contaminado de la ciudad, que le revolvió la melena rizada. Le gustaba Madrid, a pesar de todo, y en septiembre aún parecía agradable.
—She’s got a ticket to ride... but she don’t care.
Se paró en el semáforo y una chica en el coche de al lado, también con la ventana abierta, se bajó el puente de las gafas de sol y la miró con cara de circunstancias. ¿Es que ya habían prohibido también cantar en los coches? Si uno iba a pasarse una buena parte de su vida estancado en el tráfico, mejor hacerlo en compañía de John, Paul, Ringo y el otro que nunca se acordaba de cómo se llamaba.
«Tú puedes ser quien tú quieras, Mara. Si te lo propones de verdad.»
No sabía si por culpa de internet, los teléfonos inteligentes, las redes sociales o qué exactamente, pero el mundo, desde hacía unos años, se había puesto a girar a una velocidad de vértigo. Las modas duraban apenas semanas, las tendencias se pisaban las unas a las otras, las colecciones se quedaban obsoletas nada más salir y las series brotaban como repollos en las parrillas televisivas y eran canceladas sin compasión en mitad de la temporada, dejando colgada a su modesta y desconsolada audiencia.
«Inteligencia es la habilidad de adaptarse al cambio.» Era una frase de Stephen Hawking, ahora que acababa de morir, que venía en una placa de la Asociación de Mujeres Empresarias, y que tenía colgada en el salón de su casa.
Podía decirse que ella se había adaptado más que satisfactoriamente. Que era una mujer de éxito. No había de qué preocuparse... aunque todo a su alrededor se estuviera consumiendo a fogonazos.
—I think I’m gonna be sad, I think is today... yeah.
Los aparcamientos de la feria estaban abarrotados y unos guardias con chalecos reflectantes hacían señas firmes para desviar los coches.
¡Estaba allí todo Madrid, como siempre, en todos sitios! La ciudad tenía aquel extraño don. Parecía que cada madrileño tuviera varios clones que fuera repartiendo por cines, restaurantes, eventos y oficinas... manteniendo la ilusión del lleno permanente.
Mara sabía que su castigo por llegar tarde era hacerlo doblemente tarde por haber aparcado lejos y de cualquier manera. Tendría que sumarse a la penosa riada de los últimos en llegar, que ya caminaban por las aceras aledañas como unos condenados con tacones, trajes de corbata y maletines.
Suspiró resignada y echó un vistazo al pabellón principal de la feria al pasar. Aquel año se había habilitado un gran stand en el exterior, donde se ofrecían las creaciones únicas de varios personajes mediáticos, influencers del mundo de la moda y la tertulia televisiva, que ponía sus fotos en alta resolución y sus firmas como una especie de guinda, un anzuelo redondo, rojo y brillante... sobre una montaña de pastel que Mara conocía bien: se cocinaba con buenas ideas, años de experiencia, trabajo apilado sobre mucho más trabajo. El de todo un equipo de profesionales anónimos, muchas veces contratados por poco dinero y con muy poco tiempo de margen para que todo estuviera en su punto. En la guerra constante por la atención, cada vez la guinda era más cara, el merengue azucarado más voluminoso, los pisos de bizcocho más baratos, la base de galleta más y más fina... y los ingredientes más pobres.
Tartas industriales y clónicas que nada tenían que ver con aquella otra forma que Mara conocía de hacer las cosas.
«Flexibilidad, Mara. Recuerda... hay que hacerlo rentable.» En tiempos de cambio, solo quienes se adaptan sobreviven. Pero ¿hasta dónde se podía ser volátil sin convertirse uno en puro aire? ¿En mera palabrería? ¿En vana imagen? Envolviendo comida basura en papel de alta cocina y cruzando los dedos para que el cliente no se diera cuenta.
Notó que la amargura hacía presa en ella, sin que pudiera evitarlo.
Dio un acelerón que pudiera sacarla de allí. Aquellas cosas había que sacudírselas de raíz antes de que fueran a más.
El impacto no fue menos brutal por haber sido contra un ser vivo.
Mara lo sintió como la sacudida de un trueno en los huesos.
Si no fuera por la columna de humo blanco que salía del capó hubiera pensado que el coche ya no estaba y que el árbol se le había echado directamente encima.
¿Era así como se desplomaban los troncos? ¿Cuando, abatidos por el rayo o la sierra, o ya podridos de vejez, se abalanzaban sobre cualquier desgraciado que pasaba por allí?
Habían sido apenas unas décimas de segundo. Un acelerón mal dado y una sandalia de goma que había resbalado en el pedal del freno. Tenía coche desde los dieciocho años y no acababa de meterse en la cabeza que no se podía conducir con chanclas. Por mucho que las hubiera importado de Estados Unidos y estuvieran hechas a la medida de su planta.
Le pareció que las volutas de humo blanco lamían la corteza, el tronco, las ramas, hasta los brotes y las hojas... con interminable lentitud. Ajenas por completo a su sufrimiento.
El árbol parecía reclamar, sin inmutarse, que él estaba allí primero. No era simpático ni antipático. Simplemente, era. Su cuerpo rotundo acumulaba una eternidad de desarrollo, en dignidad silenciosa. Así era como crecía la madera, Mara lo sabía de sobra.
Esta vez no había nadie enfrente —un conductor con prisa, un taxista prepotente, un peatón despistado, un niño irresponsable— a quien echarle la culpa. Al maldito árbol todo le daba igual. Mostraba la indiferencia de un antiguo amante que te ha superado por completo y ha alcanzado el desapego amurallado de una victoria definitiva.
Se bajó del coche despacio, para no marearse. Arqueando la espalda y sacando primero una pierna, después la otra y al final el resto del cuerpo. Tan entumecida que no podía ni sentir dolor.
La carrocería formaba una cuña central, como si la hubieran golpeado con un bate de béisbol. El guardabarros, desgajado, estaba medio suspendido en el aire.
Contra un árbol no se podía negociar. Y eso era lo único que a Mara se le daba bien hacer.
—¿Está herida, señora?
El guardia de tráfico parecía haber surgido de la nada, al igual que los puñados de visitantes de camino al recinto ferial, que la observaban atónitos.
—¿Qué le ha pasado? ¿Es que no lo ha visto? —Al guardia solo le hizo falta un rápido vistazo al suelo para comprender. Tomó aire y sacó un bolígrafo y un taco de hojas. La mano ya temblaba un poco en el aire, con la punta en tensión por encima del papel—. No estaría usted conduciendo con esas chanclas, ¿verdad?
—Acabo de ponérmelas...
—Son ochenta euros de multa.
Ella se cruzó de brazos. Ahora sí que estaba en su elemento.
Mara se arrancó el collarín en cuanto cerró la puerta del chalet. Arrojó con descuido las llaves y el parte de urgencias encima del aparador plateado de la entrada.
La casa estaba a media luz y en profundo silencio. Amueblada con las piezas exquisitas que había ido rescatando, a lo largo de los años, de los mejores escaparates de Batanara. Estaban como nuevas.
Se dejó caer en su sofá, cansada hasta para quitarse el traje de chaqueta y falda y limpiarse el pesado maquillaje, que ya le molestaba en los ojos. Repasó el móvil en busca de mensajes.
Su hermano Roberto le había enviado fotografías de los niños desde A Coruña. La mesa donde estaban pintando estaba llena de arañazos. Las sillas en que se sentaban, pintarrajeadas de rotulador hasta decir basta. La cómoda estampada de sombras sucias, allí donde antes hubo pegatinas. Destrozos de niños, gatos y juguetes... que habían pasado por allí como el torbellino de Kansas en El mago de Oz, dejándolo todo arrasado a su paso. Los de Roberto eran muebles normales y corrientes, pero de alguna manera contaban una historia. La historia de todos ellos, como familia.
El salón de Mara, por el contrario, era un ecosistema digno de revista. Rebosaba innovación, frescura y funcionalidad. Combinaba propuestas de interiorismo industrial y ladrillo visto. Las cortinas correderas estaban inspiradas en el papel de arroz japonés, con motivos de caligrafía y serigrafías doradas. Las lámparas LED habían sido premiadas por su diseño inteligente, ya que adaptaban su intensidad según la hora del día y las preferencias de su dueña. Incluso había una butaca, su favorita, diseñada por un director de cine que era habitual en Cannes.
Sintió que, definitivamente, los límites entre lo profesional y lo personal habían desaparecido de su vida. ¿Qué era su casa sino una extensión mejorada de su propia tienda? ¿Un perfecto escaparate donde había ido acumulando lo mejor del tesoro?
Los días, últimamente, parecían haber perdido el sabor y adquirido una consistencia pastosa. Como puré de patatas sin sal en la boca.
Estaba perdiendo algo, aunque no sabía muy bien el qué. Se le escurría por entre los días y venía a reemplazarlo una sensación difusa: torpeza en las tareas, distracciones prolongadas... como si estuviera a punto de coger una gripe que no acababa nunca de llegar. Vitaminas, ginseng y jalea real en la farmacia y, en el centro de salud, unos análisis de sangre que insistían todo el tiempo en que, en realidad, no le pasaba nada.
«Inteligencia es la habilidad de adaptarse al cambio.» La placa metálica de Stephen Hawking capturaba el último rayo de sol desde la pared del salón.
Se dio cuenta de que su casa no era más que otro lugar de paso en el que apenas hacía vida. Porque toda la vida se la había estado dando a Batanara.
2
Un mueble con historia
En el pabellón del mueble exótico uno podía sentirse como Richard Burton y John Speke en busca de las fuentes del Nilo y de las Montañas de la Luna.
El encantamiento se conseguía gracias a unas cuantas frondas de platanera y de yuca y también de las palmeras enanas que subían hasta los techos. El pabellón entero parecía un invernadero y los rayos de sol se colaban oblicuos desde las paredes de cristal, dividiéndose como un peine de luz entre las plantas. Por todas partes había esterlicias, naranjas como estrellas, y heliconias rojas en racimos. Olía a selva y, sobre todo, a madera.
Era viernes, segundo día de la feria para profesionales, y todo estaba aún como nuevo y medio vacío a mediodía.
Mara se había preparado bien esta vez y había acertado con sus ropas de incógnito: el pañuelo apretado alrededor del pelo, las gafas de lunas grandes y oscuras, largos pendientes con flecos y un conjunto vaporoso de blusa y pantalón de lino. Aquello bien podía haber sido Casablanca y no Madrid.
Los olores intensos de las buenas maderas, trabajadas por el tiempo, llevaban al visitante de la mano, como flotando, de una nube de sensaciones a la siguiente. Lo que se ofrecía era tanto el mueble como la promesa que lo envolvía: el pálpito excitante de la aventura y la fuga. La posibilidad de ser otra. En otro lugar, en otra época.
Las lámparas de bronce calado, de papel japonés y de seda traslúcida eran pura calidez y promesa. Secretos que se evaporaban apenas empezabas a entenderlos.
Pasó bajo las telas que recreaban las jaimas de Marruecos, donde se ofrecían pequeñas catas de té moruno y dulces de miel, almendras y pistachos. Uno podía tumbarse sobre las alfombras y los cojines, atraído por el olor a hierbabuena y la melodía de un laúd que un músico tañía allí mismo. Las pipas de la shisha parecían respirar y el humo formaba volutas que revoloteaban en el aire como si fueran bailarinas.
Siguió caminando y le salieron al paso las mujeres indias, envueltas en saris naranjas y rojos, con sus pulseras tintineantes y sus bandejas de plata labrada y té chai de leche y especias. Con un amplio gesto del brazo la invitaron a entrar en el expositor para contemplar las arcas de novia y los espejos enmarcados. Cestos que prometían cobras durmientes. Tapices que mostraban las casas rosas de Jaipur y las azules de Udaipur.
Pasó luego por delante de los expositores de China, con sus sedas pintadas a mano y sus resplandecientes muebles lacados. Un potente gong resonó por encima de las palmeras, hasta los techos del pabellón.
Había alfombras de Jordania, biombos de Japón, cómodas de Zanzíbar... y todos olían a sándalo y a coco, a resina y a trópico. Muebles tan oscuros como la caoba y el wengé, o tan claros como el palisandro. O bien pintados de verde esmeralda y de turquesa.
Cada expositor tenía su propio genio, recién salido de su lámpara mágica, bisbiseando a un lado y al otro del pasillo con su voz seductora: «¿Dónde quieres que te lleve?». Pasearse por aquel pabellón era como dar la vuelta al mundo en un solo día en lugar de en ochenta.
En el corazón del recinto, exhibiendo sus diez metros cuadrados de expositor a medida, estaba su propia empresa. Arriba del todo le habían puesto el logotipo en grandes letras negras, retroiluminadas: BATANARA.
—Espere un momentito que enseguida le traigo el nuevo catálogo. No se mueva de aquí...
Mara observó, a una distancia prudente para que no la reconocieran, el buen hacer de sus chicos, que todavía no se habían ido a comer. Sonrió con ternura al ver cómo atendían con mimo a cada uno de los visitantes, pese a la cantidad de horas que debían de llevar en pie.
—¿Quiere que le traiga un vaso de agua? ¿O mejor un vino?
—Espere, que voy a por el archivador de precios...
—Estoy seguro de que aún me queda alguna muestra de esa tela.
—Por favor, llévese el último póster, faltaría más. Y no se olvide de pasarse por la tienda.
—Esta es mi tarjeta. Llámeme... ¡Y si no lo hace, le llamaré yo!
Después de tantos años ya le tenían el rodaje bien cogido a la feria. Por fin le parecía que podía echarse un poco a un lado y descargarse del peso que, a veces, suponía Batanara. Aquel año casi no había tenido que hacer nada: apenas firmar, aprobar y asentir en silencio, como una madre orgullosa de unos niños que ya no son tan pequeños.
Habían llevado las auténticas joyas de la colección, con una librería en mango decapado en blanco y unas mesitas de paulonia gris. Las encantadoras lámparas del stand estaban hechas con ramas gruesas de olivo donde se podían leer, un anillo tras otro, las muy remotas edades de los árboles.
Como una auténtica potentada, aquel año se había lanzado a contratar más metros cuadrados que nunca, en un lugar privilegiado, y no había reparado en gastos para que el montaje quedara espectacular. Era toda una declaración de intenciones y Batanara parecía una montaña.
Con su cadena de cinco tiendas por todo el país tenía por fin la representación que merecía. En aquellas letras mayúsculas de logotipo se resumían todas sus ideas, pequeñas batallas, grandes disgustos, infinitos despertadores y grandes saltos de alegría.
Pero, más que una montaña, Batanara era una pirámide. Y ella, como una faraona, solo esperaba que además de su creación no fuera también su tumba.
Hacía solo unos meses que había empezado a intuir que un sueño podía convertirse en una prisión, de la noche a la mañana. ¿Cómo era que el deseo podía esconder, también, una trampa? Sobre todo cuando se hace realidad...
Un lazo de seda se endurece con el tiempo, hasta convertirse en cadena. Cuando uno se percata de tal cosa, simplemente, sigue caminando. Con temor, sin mirar hacia abajo. O bien con resignación, sin mirar hacia atrás.
Aquella fue la primera vez que a Mara le causó escalofríos la contemplación de su propia criatura. ¿Es que quizás había apostado demasiado por ella, a costa de otras cosas? ¿Y si se había equivocado?
Cuando algo que antes brillaba con fuerza de repente ya no brilla se le llama desencanto.
Se alejó de allí intentando escapar de Mara Ulloa Roibás, esa mujer que conocía demasiado, que estaba bordeando los cuarenta y que tenía tantos asuntos pendientes con la vida que no sabía si iba a darle tiempo a todo.
Llevaba años empaquetando pedacitos de paraíso, despachándolos y colocándoselos a sus clientes, con todo el buen hacer de que era capaz. ¡Ella también tenía deseos y fantasías que cumplir! ¿Qué pasaba con ellos? Ahora que había dejado atrás la sombra inmensa de Batanara guardó las gafas de sol en el bolso. Necesitaba estar atenta. Necesitaba desesperadamente encontrar algo que le llamara la atención. Algo que brillara de verdad.
—Come va? Tutto bene?
Hacía un año exactamente que había escuchado aquellas palabras por primera vez.
—Soy Paolo Caccini, agente de La Coronissima.
Ay, Paolo. Aquel hombre redondeaba cada frase con la sonrisa de quien trabaja de cara al público y sabe que solo tiene un par de horas para que le compren lo que sea que está vendiendo. Los iris de sus ojos parecían las cúpulas azul griego de Santorini.
Decir La Coronissima era como mencionarle los troyanos a los griegos, los cartagineses a los romanos o los moros a los cristianos. El enemigo número uno corporativo y un auténtico dolor de cabeza para Mara.
Eran rivales por los mismos clientes, los jugosos turistas de Europa del norte. Los mismos que copaban los vuelos de fin de semana a la Costa del Sol y a las Canarias o que se pasaban los seis meses de invierno a resguardo en España y los otros seis de verano en sus países de origen. Gente con dinero que necesitaba amueblar dos casas completas: la española la decoraban con maderas suecas, mantas de lana tejida a mano y fotografías verdes de la aurora boreal; y la sueca con porcelanas de Gaudí, abanicos, muebles de olivo de mil patrones y anaranjadas puestas de sol mediterráneas.
Paolo y ella habían pasado el año anterior tropezándose en los mismos stands, pisándose los horarios de las citas con los clientes, coincidiendo aquí y allá hasta que habían empezado a caer las bromas: que si era el uno el que perseguía a la otra o que si era al revés. Que tanta casualidad no era posible. Que a ver si era el destino y esas cosas...
—Creo que deberíamos poner una reclamación por estas sillas y estas mesas. —Mara se refería a las de poliuretano blanco que ofrecía la feria para hacer los tratos—. Son insoportables.
—Criminales...
—Es una feria de muebles, ¡por amor del cielo!
De cara a la galería estaban las piezas más lujosas y confortables del país y en la parte de atrás... unas sillas y unas mesas más duras que una piedra.
Paolo pareció encontrar la solución:
—Sugiero que a partir de ahora todos los tratos se cierren sobre este diván de terciopelo del siglo dieciocho.
Después de que se apagaran las luces de la feria se habían ido juntos a cenar y a discutir sobre si el diván era una pieza imprescindible o no en un salón contemporáneo. Después de que se apagaran las del restaurante se habían ido juntos al hotel. Y después, a la mañana siguiente... Paolo había pasado por su vida tan deprisa como todo.
Mara pensó entonces que la regla de no mezclar amor y trabajo se debió de inventar hace muchísimo porque, en el presente, la vida tenía lugar en el trabajo más que en ninguna otra parte. ¿Dónde se iba a poder apurar un poco de acción amorosa si no era dentro del entorno laboral? A él estaba claro que le pasaba lo mismo.
—Tienes que verlo. Nunca en veinte años me había encontrado algo así.
Mara esperaba junto a la puerta del almacén, jugando con la punta de su pañuelo, mientras Paolo hurgaba en la cerradura. Era tan extraño encontrarle allí, después de tantos meses... cuando la última imagen que tenía de él era tumbado, desnudo y entre sábanas.
El giro de la llave en la puerta y Paolo invitándola a entrar. Como había hecho entonces, hacía un año exactamente, en la habitación del hotel. Pasó por su lado evitando rozarle el traje italiano.
Encendió las luces, fluorescentes parpadeando de luz azul, que revelaron las cajas en las estanterías. Había pósters enrollados y apilados, tacos de publicidad, carpetas, alguna mochila y hasta una cámara de fotos réflex. Un troquelado de cartón con forma de palmera y una enorme planta a la que el tronco se le había partido y que lo había puesto todo perdido de tierra.
—Es aquel de allí.
Paolo cerró la puerta a sus espaldas y echó la llave y Mara se sintió excitada y nerviosa al instante por la repentina intimidad. Estaba claro que lo que allí ocultaba no quería que lo viera nadie.
El bulto estaba envuelto en plástico de burbujas, solitario al final del pasillo. Parecía una mesa.
Mara se arrodilló frente a él, tiró con fuerza de la cinta marrón de embalar y despegó los dedos del adhesivo. Llegó a engancharle algunos pelos de la melena, pero ella los sujetó con fuerza y los rompió para librarse de la engorrosa cinta. Luego aflojó el plástico protector y lo deslizó de arriba abajo, recorriendo las patas del mueble como si lo desnudara.
Había visto muchos muebles hermosos a lo largo de su vida, cientos. Pero solo unos pocos tenían la verdadera capacidad de deslumbrar. Para ello había que saber apreciarlos, distinguirlos en sus infinitas texturas y calidades. Haberlos contemplado, estudiado y amado durante años.
Deslizó las yemas de los dedos sobre la marquetería suave, donde las junturas de los mosaicos eran inapreciables. Tenían formas de pájaros exóticos, de largas colas, que parecían vivos por efecto de la madera amarilla, casi dorada, en contraste con el fondo oscuro. De la misma manera se incrustaban hasta cinco tipos de flores diferentes. En el centro había una espectacular fuente llena de tulipanes, con sus finos tallos y sus hojas, que parecían corazones. ¿Cómo habrían conseguido incluir unos detalles tan pequeños?
Allí donde tendría que haber estado la tabla oblicua del secreter, que se desplegaba como una mesa, no había más que un panel de talla vulgar. Y en el centro, guarnecidas de latón, estaban las cerraduras que garantizaban la inviolabilidad de sus secretos.
—¿Qué opinas? —Paolo se sentó en el suelo, junto a ella, con las piernas cruzadas. Su perfume