Fulgor de espadas (Guerra de Imperios 2)

Ben Kane

Fragmento

Capitulo I

I

Cerca de Elatea, en la Fócida, otoño de 198 a.C.

A pesar de que el año tocaba a su fin, la estrecha llanura de la Fócida estaba bañada por la luz cálida del sol. Limitaba al norte por montañas, al otro lado de las cuales se encontraban las Termópilas, las «puertas de fuego» donde Leónidas y sus espartanos habían luchado a muerte. Al sur de estas cumbres se extendía el terreno llano que una vía, tan importante en ese momento como durante las invasiones persas acaecidas hacía casi tres siglos, dividía por la mitad. Atenas se encontraba al sur del lugar, susceptible de ser atacada. La cosecha había acabado en fecha reciente, motivo por el que los campos seguían llenos de rastrojos dorados. La vía estaba flanqueada en algunos puntos por hileras de vides cuyos racimos repletos de uvas de un púrpura azulado tentaban a los viajeros o soldados sedientos.

Unas nubes de polvo alargadas marcaban el paso del ejército de Tito Quincio Flaminino. Habían transcurrido seis días desde su derrota en la fortaleza macedonia de Átrax, ochenta millas al noroeste. Una vez enterrados los muertos, los heridos cargados en carretas o abandonados a su suerte, se dirigía al sureste para proteger a la flota romana en un puerto cercano. Aparte de los buitres que seguían a las legiones ojo avizor desde el cielo, había pocas criaturas alrededor. La cercanía de tal hueste implicaba muchas cosas y ninguna buena. Los campesinos de la zona habían huido con sus familias y animales, la mayoría se habían refugiado en el interior de Elatea, la población en cuyo exterior se desplegaron los primeros hombres de Flaminino.

La vanguardia romana se había distribuido formando un muro protector a fin de que el resto del ejército se desplegara detrás. Entre los principes se encontraba un hombre de rostro afable que respondía al nombre de Felix. Tenía el pelo oscuro y la tez amarillenta, y le sacaba una cabeza a la mayoría. Contempló las murallas de Elatea con resentimiento amargo, al igual que su hermano y sus compañeros. Elatea, con sus defensores en lo alto de las murallas, era un doloroso recordatorio de que la guerra no había terminado. Más hombres de su bando morirían aquí, pensó Felix sombríamente. No muchos, quizá, pero sí unos cuantos.

Conscientes de la proximidad de Livio, su comandante en funciones, nadie se quejó. En cambio, los principes se apoyaron en sus escudos, fueron dando sorbos al vino disimuladamente y esperaron a que pasara el tiempo y recibieran órdenes.

Felix llegó a la conclusión de que no pasaría nada hasta el día siguiente. Tras la caballería y los exploradores, que formaban la vanguardia del ejército, su unidad había sido una de las primeras en llegar, lo cual implicaba que hasta dentro de por lo menos tres horas no los alcanzaría la última parte de la columna, que tenía millas de longitud. Los carros, cargados de suministros y de las catapultas desmontadas, se desplazaban lentamente, al igual que el grupo de elefantes de guerra. Los rezagados seguirían llegando una vez puesto el sol y, hasta que se les indicara lo contrario, Felix y sus compañeros tenían que mantenerse alerta por si a los defensores de Elatea se les ocurría hacer una incursión.

Las posibilidades de un ataque parecían remotas: no se trataba de una fortaleza imponente erigida para proteger la frontera de Macedonia, sino de un pueblo pequeño con una muralla fortificada. Buena parte de la guarnición estaría formada por panaderos y carpinteros, herreros, curtidores y vendedores de vino, no soldados. Ni mucho menos serían los falangistas de Átrax, en cuyas lanzas sarissa los legionarios se habían roto como las olas en el muro de un puerto. Su centurión, Pullo, había sido la baja más dolorosa, pero también habían caído un montón de soldados rasos de la centuria, entre ellos su amigo Mattheus, siempre tan risueño. En otras batallas de comienzos del verano habían caído otros hombres. El contubernium original de la tienda de Felix había quedado reducido a tres hombres: él, su hermano Antonius y Fabius, el veterano gruñón que saltaba en cuanto alguien le preguntaba si era pariente de Fabio «el que retrasa».

—Ya no falta mucho —dijo una voz.

Felix se sobresaltó. Livio era optio pero tenía la exasperante costumbre de aparecer de la nada como los centuriones. Estaba al mando desde la muerte de Pulón. Felix le dedicó una mirada de desconcierto.

—¿Para qué, señor?

Livio sonrió de oreja a oreja y dejó al descubierto el hueco que tenía entre los dientes delanteros.

—Para que podáis empezar a excavar. La segunda mitad de la legión ya casi ha llegado.

Construir el foso defensivo que rodearía el campamento y, a continuación, el terraplén era mejor que luchar, pero Felix fue incapaz de transmitir entusiasmo.

—Sí, señor —musitó.

—La marcha ha sido larga. Me encargaré de que esta noche recibáis una ración de vino. —Livio se marchó y dejó a Felix boquiabierto. El viaje desde la fortaleza en la que Pulón había muerto había resultado sencillo y por terreno fácil. La única dificultad había sido el dolor que los afligía y Livio acababa de reconocérselo, aunque fuera de forma indirecta.

—Es un buen oficial —afirmó Felix entre dientes.

—Lástima que no vaya a ser nuestro centurión —dijo Antonius. Era más bajito y serio que Felix y cuatro años mayor.

Se rumoreaba que los altos mandos se habían quedado impresionados por la capacidad de Livio para mantener alta la moral de la centuria, destrozada tras la muerte de Pulón. El ascenso a centuriado no era tan extraordinario por actos heroicos similares, pero no era algo que los principes desearan para Livio, puesto que sería otra manera de perderlo.

—Los dioses desean que se quede con nosotros —afirmó Fabius, frotándose el amuleto fálico que le colgaba del cuello. La norma era que los oficiales jóvenes que sobrevivían conservaran el puesto.

—¿Quién va a ser el nuevo centurión? —preguntó Felix.

Un coro de «no lo sé» le llenó los oídos y sonrió. Sus compañeros no tenían por qué disponer de más información que él. «Esperemos que no sea un gilipollas como Matho», suplicó. Los dos hermanos habían servido en las legiones durante la guerra contra Aníbal. Hacía cinco años que habían sido licenciados de forma deshonrosa por el maléfico Matho tras la batalla de Zama. La vida de civil no les había ido bien y, cuando se declaró la guerra a Macedonia, se habían arriesgado a sufrir un duro castigo al alistarse de nuevo al ejército. Caprichosa hasta límites insospechados, la diosa Fortuna había vuelto a hacer que Matho se cruzara en su camino. El único testigo de su último enfrentamiento con él, que había acabado con la muerte de este, había sido un macedonio, un joven que, por suerte, estaba muerto.

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