La carta esférica

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Introducción

I. El lote 307

II. La vitrina de Trafalgar

III. El barco perdido

IV. Latitud y longitud

V. El meridiano cero

VI. Sobre caballeros y escuderos

VII. El doblón de Ahab

VIII. El punto de estima

IX. Mujeres de castillo de proa

X. La costa de los corsarios

XI. El mar de los Sargazos

XII. Sudoeste cuarta al sur

XIII. El maestro cartógrafo

XIV. El misterio de las langostas verdes

XV. Los iris del Diablo

XVI. El Cementerio de los Barcos Sin Nombre

Sobre el autor

Arturo Pérez-Reverte en digital

Créditos

dedicatoria

Una carta náutica es mucho más que un instrumento indispensable para ir de un sitio a otro; es un grabado, una página de historia, a veces una novela de aventuras.

JACQUES DUPUET. Marino

introduccion

Observemos la noche. Es casi perfecta, con la estrella Polar visible en su lugar exacto, cinco veces a la derecha de la línea formada por Merak y Dubhé. La Polar va a seguir en el mismo sitio durante los próximos veinte mil años; y cualquier navegante que la contemple sentirá consuelo al verla allá arriba, porque es bueno que algo siga inmutable en alguna parte mientras la gente precise trazar rumbos sobre una carta náutica o sobre el difuso paisaje de una vida. Si seguimos prestando atención a las estrellas, hallaremos Orión sin dificultad, y después Perseo y las Pléyades. Eso resulta fácil porque la noche es muy limpia y no hay nubes; ni siquiera un soplo de brisa. El viento del sudoeste cesó al ponerse el sol, y la dársena es un espejo negro que refleja las luces de las grúas del puerto, los castillos iluminados sobre las montañas, y los destellos —verde a la izquierda y rojo a la derecha— de los faros de San Pedro y Navidad.

Acerquémonos ahora al hombre. Está inmóvil, apoyado en el coronamiento de la muralla. Mira el cielo, que se anuncia más oscuro hacia el este, y piensa que mañana soplará de nuevo el levante, trayendo marejada allá afuera. También parece sonreír de un modo extraño; si alguien pudiera ver su rostro iluminado desde abajo por el resplandor del puerto, concluiría que existen sonrisas mejores que ésa: más esperanzadas y menos amargas. Pero nosotros conocemos la causa. Sabemos que durante las últimas semanas, mar adentro y a pocas millas de aquí, el viento y la marejada han sido decisivos en la vida de ese hombre. Aunque ya no tengan ninguna importancia.

No lo perdamos de vista, pues vamos a contar su historia. Al mirar con él hacia el puerto, advertiremos las luces de un barco que se aleja despacio del muelle. El rumor de sus máquinas nos llega amortiguado por la distancia y por los sonidos de la ciudad, con la trepidación de las hélices que baten el agua negra mientras los tripulantes meten a bordo los últimos metros de amarras. Y cuando observa ese barco desde la muralla, el hombre siente dos clases distintas de dolor: uno es en la boca del estómago, hecho de la misma tristeza que viene a sus labios con la mueca que parece —pronto comprenderemos que sólo parece— una sonrisa. Pero hay otro dolor más preciso y agudo que va y viene sobre el costado derecho; allí donde una humedad fría le pega la camisa al cuerpo, y la sangre gotea hasta la cadera y empapa por dentro el pantalón, a cada latido del corazón y a cada estremecimiento de las venas.

Por suerte, piensa el hombre, esta noche mi corazón late muy despacio.

cap1

I. El lote 307

He navegado por océanos y bibliotecas.

HERMAN MELVILLE.Moby Dick

Podríamos llamarlo Ismael, pero en realidad se llamaba Coy. Lo encontré en el penúltimo acto de esta historia, cuando estaba a punto de convertirse en otro náufrago de los que flotan sobre un ataúd mientras el ballenero Raquel busca hijos perdidos. Para entonces llevaba ya algún tiempo a la deriva, incluida la tarde en que acudió a la casa de subastas Claymore, en Barcelona, con la intención de pasar el rato. Tenía muy poco dinero en el bolsillo, y en el cuarto de una pensión próxima a las Ramblas, unos cuantos libros, un sextante y un título de primer piloto que la dirección general de la Marina Mercante había suspendido por dos años hacía cuatro meses, después que el Isla Negra, un portacontenedores de cuarenta mil toneladas, embarrancase en el océano Índico, a las 4.20 de la madrugada y durante su cuarto de guardia.

A Coy le gustaban las subastas de objetos navales, aunque por esa época no pudiera permitirse pujar. Pero Claymore, situada en un primer piso de la calle Consell de Cent, contaba con aire acondicionado, servían una copa al terminar, y la chica encargada de la recepción tenía piernas largas y bonita sonrisa. En cuanto a los objetos de la subasta, le gustaba mirarlos e imaginar los naufragios que habían ido llevándolos de aquí para allá hasta varar en la última playa. Durante toda la sesión, sentado con las manos en los bolsillos de su chaqueta de paño azul oscuro, permanecía atento a quiénes se llevaban sus favoritos. A menudo el pasatiempo resultaba decepcionante: una magnífica escafandra de buzo, cuyo cobre abollado y lleno de cicatrices gloriosas hacía pensar e

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