El héroe de Roncesvalles

Richard Dübell

Fragmento

HeroeRoncesvalles.html

PRÓLOGO

Afdza Asdaq

Otoño de 777

PASO DE IBAÑETA

1

La noche convertía el bosque en un mar negro y las crestas de las montañas en lomos de monstruos que, a la luz incierta, parecían respirar entre las nubes.

Arima se aflojó el paño que le cubría la cabeza y se lo quitó. Incluso allí en lo alto, en la última altiplanicie antes de alcanzar el paso, el aire era pringoso y el viento tibio, a destiempo; el sudor le cubría la nuca. Ella y su acompañante habían cabalgado a la mayor velocidad posible, ya habían dejado atrás el convento de Roncesvalles, agazapado contra la abrupta ladera por debajo del paso de Ibañeta. Más allá y por debajo de ellos, allí donde se encontraba la entrada meridional del paso, rugía una tormenta otoñal. Por encima de las interminables y boscosas crestas de las montañas, las nubes resplandecían iluminadas por los relámpagos.

Si la tormenta se dirigía hacia allí, un torrente helado inundaría el paso. En los Pirineos las tormentas de otoño eran las peores. Empezaban por invadir el paso —que atravesaba el macizo montañoso en el extremo noroccidental— de un aire pegajoso, seguido de lluvia, nieve, granizo y finalmente una niebla persistente. En esos momentos incluso Arima, que se había criado allí y sentía un profundo amor por su patria, se sentía pequeña y solo tolerada.

De vez en cuando las tormentas evitaban el paso. Ojalá el destino también evitara que se convirtiera en escenario de una tragedia de la cual incluso después de siglos nadie hablaría sin estremecerse. Pero solo habría motivos para confiar en ello si Arima lograba llevar a cabo su misión, una misión que se había autoimpuesto.

Pensó en los hombres que se verían envueltos en el estrago casi indefensos: a un lado los francos, al otro los sarracenos, y ambos sometidos a los mismos sufrimientos. Mañana volverían a atacarse mutuamente y no cabía duda de cuál sería el resultado de la batalla. Los francos sucumbirían y con ellos Roldán, su comandante, Roldán de Maine, el mayor héroe del ejército franco y el futuro esposo de Arima.

Arima Garcez, hija del comes Sanche Loup Garcez, señora del castillo de Roncesvalles situado en la cresta del paso, disponía de una única oportunidad para impedir la aniquilación del ejército franco.

Se volvió en la silla de montar hacia su acompañante, que se aproximaba a sus espaldas a cierta distancia. Arima sintió el impulso de espolear a su caballo, pero sabía que necesitaba un descanso.

—Te rezagas, amigo mío —dijo, sin aliento.

—Jamás me rezago, Dúnaelf, es que tengo un caballo más viejo que yo y, encima, le atemorizan las tormentas —dijo en perfecto franco, aunque con un pronunciado deje anglosajón.

—Pues entonces que se apresure a ponerse a resguardo de la lluvia —dijo Arima, que sabía que quien temía las tormentas no era el caballo sino el jinete y que el término con que se dirigía a ella cuando estaba preocupado por su seguridad (Dúnaelf, hada de las montañas) era un cumplido.

—Solo estará satisfecho cuando tenga un techo donde guarecerse.

»Cuanto antes alcancemos el campamento del ejército, tanto mayor será la posibilidad de regresar secos al castillo.

—Vaya —suspiró ella.

El acompañante de Arima alzó la cabeza y la miró a los ojos.

—Como si tú tuvieras intención de regresar a Roncesvalles una vez que hayas alcanzado la tienda del comandante del ejército.

—¡Ese es un comentario impertinente!

—Faltarle al respeto a la juventud es un privilegio de la edad.

Arima guardó silencio.

—¿Siempre resulta tan evidente? —preguntó después.

—¿Qué? ¿El lenguaje del corazón? ¿Tu mirada iluminada cuando hablas de él? Cuando hace buen día ni el sol resulta tan evidente.

—Me sorprende que no me hagas reproches.

—¿Por qué habría de hacerlos?

—Porque en general manifiestas tu opinión acerca de todo y de todos, amigo Ealhwine.

—Un momento, me confundes con otro: quien siempre tiene algún comentario que hacer acerca de todo es el maldito obispo.

—El obispo Turpín dijo lo mismo de ti.

—Humm —refunfuñó el acompañante de Arima.

La expresión burlona se borró de su rostro pálido y barbudo tras mencionar al obispo Turpín y se tornó adusta. Arima comprendió su preocupación, pero no sabía cómo remediarla; su propia inquietud era cien veces mayor y volvió a dirigir la mirada al frente.

—Hemos llegado —dijo poco después.

De pronto, tres silenciosas figuras aparecieron en el estrecho sendero. Arima vio el brillo de yelmos en la penumbra, cotas de malla y aceradas puntas de lanza. Sacó el amuleto en forma de mano de debajo de su túnica, que había mantenido oculto allí todo el tiempo, y se lo tendió a uno de los soldados. Notó su mirada cuando cogió la tibia joya y se la alcanzó al capitán de la guardia. Este contempló el amuleto en silencio y luego a Arima, después se lo devolvió sin pronunciar palabra y le franqueó el paso. El corazón de la muchacha palpitaba tan fuerte que casi creyó oír los latidos. Los guardias se confundieron con la oscuridad por detrás de ambos jinetes. No hubo problemas, tal como se lo habían anunciado. Puede que mañana la implacable batalla entre francos y sarracenos ya hubiese durado tres días, pero los soldados mantenían la disciplina. A lo lejos retumbaban los truenos y el viento traía el aroma de la lluvia.

Una mitad del campamento se encontraba bajo los árboles y la otra, al aire libre. Los soldados estaban sentados en torno a pequeñas hogueras; quien no afilaba su espada, su lanza o su hacha, se atareaba en remendar cotas de malla, botas desgarradas o escudos abollados. Arima oyó el nítido sonido de los golpes de martillo del herrero que volvía a unir las hojas rotas de las espadas y reparaba yelmos abollados. Junto a una hoguera estaba sentado un hombre delgado con las piernas cruzadas; en su regazo reposaba la cabeza de otro al que le cosía una herida abierta en la mejilla. El herido gemía y la sangre le cubría el rostro. Otros soldados heridos y lastimados formaban una larga fila ante la hoguera del médico. Nadie cantaba, nadie reía.

En cambio, por todas partes se percibía una determinación que le decía a Arima que la batalla no alcanzaría un cuarto día. Mañana los hombres saldrían victoriosos o sucumbirían, y le pareció que la suerte que correrían casi les daba igual, que lo más importante es que se acabaran las muertes. Percibió que los soldados no esperaban misericordia ni la concederían: ya solo se trataba de forzar un final.

Al tiempo que ambos caballos avanzaban al paso y se adentraban en el campamento, Arima a duras penas lograba respirar. En escasos instantes vería su rostro, tocaría sus manos, notaría su proximidad. El miedo ante lo que se proponía hacer era casi tan grande como el temor a lo que sucedería el día siguiente,

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