La catedral de la luz

Ruben Laurin

Fragmento

Cuadro_cronologico

Cuadro cronológico

Cuadro cronológico

Viernes Santo de 1207: Arde Magdeburgo; la catedral del emperador Otón I sufre grandes destrozos. El arzobispo Alberto II manda derribar las ruinas del incendio.

En torno a 1207: Nace Matilde de Magdeburgo.

1208: Se pone la primera piedra de la nueva catedral.

28 de septiembre de 1220: El arzobispo Alberto lleva la calavera de San Mauricio a Magdeburgo.

22 de noviembre de 1220: Federico II es coronado emperador en Roma por el Papa Honorio III.

1230 o antes: El arzobispo Alberto decide incorporar las columnas antiguas de la catedral vieja en el coro de la nueva catedral.

1222 hasta diciembre de 1224: Frailes franciscanos y dominicos se asientan en Magdeburgo.

1225 hasta 1235: Wilbrand, conde de Käfernburg y hermanastro de Alberto, es nombrado prepósito del cabildo de Magdeburgo.

2 de julio de 1227: En la batalla de Bornhöved, una coalición de príncipes del norte de Alemania, liderados por el duque Alberto de Sajonia, algunos príncipes wendos y el conde Enrique de Schwerin, vence al rey danés Valdemar II, acabando así con la supremacía de los daneses en la zona del mar Báltico.

1228 y 1231/32: El arzobispo Alberto participa en Italia en las Dietas del emperador Federico II.

1228/29: Cruzada de Federico II.

En torno a 1228: Dietrich, noble procedente de Dobin (también llamado Teodorico), asume las funciones de canónigo del cabildo catedralicio.

En torno a 1230: El maestro de obras Bohnsack, de Maulbronn, es conocido en algunos documentos como magister operis Bonsac. La figura —que probablemente le represente— en el modillón de un pilar toral de la catedral es una muestra del reconocimiento a su gran labor.

1230: Los franciscanos se mudan al casco antiguo de la ciudad y declaran a Magdeburgo una de sus principales sedes de Alemania. En esta época, la ciudad es un próspero centro cultural y un lugar célebre en materia de educación y enseñanza.

1231: Desde París es enviado a Magdeburgo el franciscano Bartholomeus Anglicus para que escriba allí una enciclopedia.

15/10/1232: El arzobispo Alberto muere en el viaje de vuelta de Italia.

1232 hasta 1235: Burchard von Waldenburg es nombrado arzobispo de Magdeburgo.

1234: En el terreno de las obras de la catedral se oficia la primera misa.

A partir de aproximadamente 1235: Matilde escribe en Magdeburgo el libro La luz fluyente de la divinidad. En él alude a los conflictos con el clero y a su cercanía con el deán de la catedral, Dietrich de Dobin.

8 de febrero: El arzobispo Burchard muere durante una Cruzada en Constantinopla.

31 de mayo: Su sucesor, Wilbrand von Käfernburg, viaja a Italia para ser consagrado obispo por el Papa Gregorio IV.

1235: Wilbrand y sus acompañantes ven en Milán una estatua ecuestre que se asemeja al Jinete de Magdeburgo.

Verano de 1235: El emperador Federico convoca una Dieta en Maguncia. Entre su séquito figuran africanos y sarracenos.

En torno a 1237: En la ruta del comercio que va de Magdeburgo a Lebus, surge la colonia Berlín.

En torno a 1240: Escultores del mismo taller, hoy desconocidos, crean la estatua de San Mauricio (el «Jinete Negro») y la de Santa Catalina, el grupo escultórico de «Las Diez Vírgenes» y el monumento ecuestre del emperador Otón.

1245: El 12 de mayo, Dietrich, persona de confianza de Matilde, es elegido cantor de la catedral. En el año 1262 es nombrado deán de la catedral.

1248: Un tal maestro Gerhard empieza a construir la catedral de Colonia.

1250: Muere el gran emperador Federico II de Hohenstaufen.

1253: En otoño, muere el arzobispo Wilbrand.

En torno a 1282: Matilde muere en el convento de Helfta, cerca de Eisleben.

1520: Después de más de trescientos años de obras, se termina la construcción de la catedral de Magdeburgo.

Véase el Glosario

Prologo

Prólogo

Prólogo

Los Alpes galos, verano de 285 d. C.

Remontada la cumbre, atrás quedaba la última pendiente. Por fin. A partir de ahora todo era cuesta abajo. Los caballos, aliviados, iniciaron un leve trotecillo. Al borde del camino aparecieron los primeros árboles. El centurión aspiró profundamente el aire, ahora mucho más cálido, y creyó notar la proximidad del valle fluvial y del lago. Aún conservaba el buen humor, todavía abrigaba esperanzas, y ardía en deseos de ir al encuentro de su emperador y general.

El camino conducía a un pequeño bosque. A derecha e izquierda, los campos cubiertos de nieve de las laderas parecían haber retrepado por la montaña, y entre los guijarros tan solo asomaban sus blancas y estrechas lenguas. Aquí la hierba crecía más tupida. El centurión descubrió unas cagarrutas de oveja al borde del camino. A su lado, un cardo ajonjero se había abierto al sol de la mañana.

El portaestandarte detuvo su caballo.

—¡Mirad esto, hermanos! —exclamó, señalando dos cardos ajonjeros con el estandarte.

Todos detuvieron sus caballos para contemplar las níveas flores plateadas de los cardos.

—Qué bonitas —dijo el centurión, a quien llamaban Mauricio—. ¡Qué preciosidad! —Giró en la silla de montar y miró hacia atrás—. Esperemos a los hombres.

Más de la mitad de la columna de marcha ya había coronado la cima. Los legionarios se acercaban a paso ligero; el ruido acompasado de sus pisadas iba en aumento. Nuevas hileras de puntas de lanza y cabezas protegidas por yelmos traspasaban la cima de la montaña.

La visión de su cohorte enardeció el corazón del centurión. Mauricio amaba a sus soldados. Ya las primeras filas los alcanzaron a él y a los jinetes. El centurión miró sus caras, bañadas en sudor, pero radiantes. La cercanía de la meta animaba a los hombres.

Aún creían que su meta era el campamento imperial de Octoduro; todavía contaban con que pronto podrían servir a Roma en la lucha contra los rebeldes galos. También Mauricio lo creía, en ese momento.

Ya no faltaba mucho para que todo cambiara. Y es que a Mauricio el Tebano le esperaban dos noticias. La primera, junto al desfiladero, desde donde la antigua calzada procedente de las altas montañas descendía hasta el valle del río; la segunda, apenas una legua después, al otro lado del desfiladero. Una de las noticias solo la entenderían las siguientes generaciones; la otra le llegaría inesperadamente al centurión.

A esa hora, una radiante y despejada bóveda celeste cubría a la columna de marcha abarcando desde los cardos ajonjeros hasta la cresta de la montaña. Las cumbres nevadas lanzaban destellos a la luz del sol naciente. ¿Acaso no parecía que todo estaba en llamas? Mauricio no se cansaba de contemplar ese magnífico espectáculo de luces.

Al norte ya no se alzaba ninguna cresta; al oeste y al este, sin embargo, los últimos e imponentes macizos de los Alpes galos destacaban entre el cielo azul de finales del verano.

—¡Fíja

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