El nombre de Dios

José Zoilo

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Los cansados ojos de Sinderedo, obispo metropolitano de Toletum, recorrieron con avidez el texto de la misiva que acababan de entregarle. La había rubricado uno de sus informantes del sur, en la ciudad de Asidonia, apenas cinco días atrás. En solo cinco jornadas el mensajero, sin permitirse más descanso que el imprescindible para cambiar de montura en aquellos monasterios cercanos a la calzada, había cubierto una distancia tan grande como peligrosa.

Sinderedo había dispuesto que le ofrecieran agua fresca, comida caliente y un lugar donde reposar. El hombre, empapado en sudor y con unas prominentes bolsas oscuras bajo los ojos, apenas había agradecido su deferencia con un hosco cabeceo. El obispo contuvo su irritación por sus malos modales, achacándolos a su agotamiento; quizá, también, para un tipo como aquel resultara intimidante encontrarse frente al más importante ministro de la Iglesia que bendecía Hispania con su presencia, pensó. En cuanto lo hubo despedido, con ademán condescendiente, dejándolo a cargo de uno de sus sirvientes, alejó al hombre de sus pensamientos para concentrarse en la misiva.

Buscando la luz, se acercó a la única ventana que se abría en las paredes de su sobrio scriptorium. Los gruesos muros conservaban el frescor en la estancia incluso cuando los rayos de sol golpeaban, inclementes, la meseta; en días como aquel no era raro encontrar al obispo encerrado allí para huir del asfixiante calor. Aun así, cuando hubo terminado de leer las palabras, pulcramente consignadas, que le remitía su hombre de confianza, unas gruesas gotas de sudor le perlaban la frente. Se apoyó en el alféizar, pues sintió que las fuerzas lo abandonaban. El pliego le temblaba entre las manos.

Se obligó a releer el escueto mensaje. Sus líneas le informaban de que otro semejante a ese había sido enviado hacia el norte, hacia la tierra de los vascones, donde hacía algunas semanas que el rey Roderico había establecido su campamento, dispuesto a sofocar una nueva revuelta de aquellas gentes montañesas y levantiscas. Y su destinatario no era otro que el propio monarca.

Sinderedo se alejó de la ventana, respiró profundamente tratando de recobrar la calma y rebuscó entre sus pertenencias hasta dar con lo que precisaba: un pergamino en blanco, tinta y un cálamo. El momento tan largamente temido había llegado al fin. Extendió el lienzo sobre la madera, mojó el cálamo, escurrió el exceso de tinta con gesto mecánico en un trapo pintarrajeado que guardaba a tal efecto y sostuvo la pluma en alto mientras se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas con las que expresar su angustia. Un millar de pensamientos se le agolpaban en la cabeza, entremezclándose hasta marearlo. Suspiró. Por un lado, se sentía preparado para afrontar sus responsabilidades; por otro, habría preferido no tener que ejercerlas durante el tiempo que le tocara vivir. Mas de nada servían tales elucubraciones ahora que el Altísimo había dispuesto ponerlos a prueba. Se forzó a comenzar, pues el tiempo corría en su contra. En contra de todos, puntualizó mentalmente. El susurro del cálamo al rasgar el pergamino lo ayudó a tranquilizarse.

A Bonifacio, hermano en estas horas de oscuridad.

Querido Bonifacio:

Hace largos años que nos conocemos. E incluso antes de conocernos, nuestra labor para la Santa Iglesia y el Señor Todopoderoso había unido ya nuestros caminos.

Parece que fue hace pocos meses cuando te aconsejaba continuar con tus investigaciones alejado de Toletum, por el bien de nuestra sagrada misión. Sin embargo, han pasado numerosos años hasta el día de hoy, en el que te reclamo nuevamente a mi lado, pues nuestro concurso se me antoja indispensable en las oscuras horas que temo que se avecinen. Solo espero que el tiempo del que hemos dispuesto con el fin de prepararnos para este momento y afrontar tan exigente prueba haya sido suficiente.

Hermano, el instante que tan largamente hemos temido parece haber llegado. Esta misma mañana he recibido noticias del desembarco de una tropa bereber en las orillas de la Betica. Desconozco tanto su tamaño como sus intenciones, pues el mensajero que me ha puesto sobre aviso partió a mi encuentro el mismo día en el que fue avistada en los alrededores de Carteia.

Aquella misma plaga que se abatió sobre las tierras sagradas de Nuestro Señor en Oriente se presenta hoy ante nuestras puertas. Y, a fuer de ser sincero, temo que Roderico, en su simpleza, no sea consciente del verdadero peligro que entraña. Somos un pueblo de pecadores y hemos permitido que la displicencia nos vuelva ignorantes, incluso a nuestros propios gobernantes. Hemos vivido de espaldas a lo que sucedía en otros lugares, hemos permitido que otros pueblos se engrandezcan, ensombreciendo con ello la gloria de Nuestro Señor. Y temo que hoy paguemos por nuestra falta.

Amigo, ha llegado el momento de que abandones tu encierro y retornes a los caminos, como hicieron los primeros apóstoles. Es más, como un ángel del Señor que se apresta a cumplir con su Palabra. Mas no debes, como ellos, hacerte anunciar por tambores o acompañar por cortejos. Las circunstancias aconsejan, por el contario, mantener la discreción; ya hemos tenido sobradas muestras, en el discurrir de los años, de cuán necios pueden mostrarse incluso aquellos que comparten nuestra fe.

Toma al portador de esta misiva a tu servicio. Es un muchacho fiel y temeroso de Dios, no como la mayoría de quienes nos rodean. Junto a este escrito, te entregará un estuche de cuero que no debes abrir hasta que estés completamente solo. En su interior he depositado una poderosa reliquia que conoces bien, una de las que forman parte del tesoro sagrado arrancado por Alarico de la ciudad de Pedro. Ha llegado el momento de que vuelva a ver la luz y revele el poder que alberga para oponerlo a nuestros enemigos. Es hora de que brille en la batalla, pues nuestra propia supervivencia está amenazada. No podemos dar muestras de debilidad o seremos devorados como lo fueron los imperiales en Oriente, impíos y blasfemos. Las huestes de ángeles del Cielo lucharán a nuestro lado siempre que las llamemos al combate.

En tu camino, hazte acompañar de unos pocos guerreros.

No debes llamar la atención. Yo mismo redactaré una misiva para que el señor de las tierras en las que habitas te provea de una escolta con la que atravesar el reino hasta el lugar donde Roderico decida presentar batalla. No te demores. Es conveniente que llegues con tiempo suficiente para convencer a Roderico de que se encomiende a la protección divina que el sagrado objeto que portarás puede otorgarle. La trompa que el Señor envió a su pueblo durante su peregrinar resonará nuevamente, pero deberá hacerlo antes de que lo hagan las armas.

Debo confesarte que, en ocasiones, las dudas me asaltan y se me estremece el corazón. Temo que la piedad de nuestro gobernante no sea suficiente a ojos del Altísimo. Obramos bien al encumbrarlo, me digo; no obstante,

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